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¿O se trataba de otra persona? ¿Alguien en el que ni siquiera había pensado todavía? ¿Frode? ¿Alexander? Demasiadas posibilidades.

Bajó de Söderberget, siguió el camino hasta el pueblo y se fue inmediatamente a su casa sin encontrarse con nadie. Lo primero que vio fue que la puerta estaba entreabierta. Se agachó casi de manera instintiva. Luego sintió el olor a café y vislumbró a Lisbeth Salander a través de la ventana de la cocina.

Lisbeth oyó a Mikael entrar en el recibidor y salió a su encuentro. Se quedó de piedra. Su rostro, manchado de sangre que había empezado a coagularse, presentaba un aspecto horrible. La parte izquierda de su camiseta blanca estaba empapada de sangre. Presionaba un trapo contra la cabeza.

– Es una herida en el cuero cabelludo que sangra que no veas, pero no pasa nada -dijo Mikael antes de que a ella le diera tiempo a abrir la boca.

Lisbeth se volvió y fue a buscar el botiquín a la despensa. Sólo contenía dos cajas de tiritas, una barrita para las picaduras de mosquito y un pequeño rollo de cinta adhesiva quirúrgica. Mikael se quitó la ropa y la dejó caer en el suelo; luego entró en el baño y se miró en el espejo.

La herida de la sien era un corte de unos tres centímetros de longitud tan profundo que Mikael pudo levantar un buen trozo de carne. Seguía sangrando y necesitaba unos puntos de sutura, pero pensó que probablemente se curaría con la cinta quirúrgica. Humedeció una toalla y se limpió la cara.

Apretó la toalla contra la sien mientras se metía bajo la ducha con los ojos cerrados. Luego golpeó con el puño los azulejos del baño con tanta fuerza que se desolló los nudillos. «Fuck you -pensó-. Te voy a coger.»

Cuando Lisbeth tocó su brazo él se retorció como si hubiera recibido una descarga eléctrica y le lanzó una mirada con tanta rabia que ella, instintivamente, dio un paso atrás. Lisbeth le entregó una pastilla de jabón y volvió a la cocina sin pronunciar palabra.

Después de ducharse, Mikael se puso tres capas de cinta quirúrgica. Entró en el dormitorio, se vistió con una camiseta y unos vaqueros limpios, y cogió la carpeta con las fotos impresas. Estaba tan enfadado que casi temblaba.

– Quédate aquí -le gritó a Lisbeth Salander.

Se dirigió a casa de Cecilia Vanger. Puso la mano en el timbre y la mantuvo durante minuto y medio hasta que ella abrió.

– No quiero verte -dijo.

Luego se fijó en su cara, en la sangre que ya empezaba a empaparle la cinta.

– ¿Qué te has hecho?

– Déjame pasar. Tenemos que hablar.

Ella dudó.

– No tenemos nada de que hablar.

– Ahora sí tenernos de que hablar y lo podemos hacer aquí, en la escalera o en la cocina.

La voz de Mikael sonó con tanto aplomo que Cecilia Vanger se apartó y lo dejó entrar. Con pasos decididos se dirigió a la cocina.

– ¿Qué te has hecho? -volvió a preguntar.

– Andas diciendo que mi búsqueda de la verdad sobre la desaparición de Harriet Vanger es una especie de absurdo pasatiempo terapéutico de Henrik. Es posible. Pero hace una hora alguien ha intentado volarme la cabeza de un tiro, y anoche alguien dejó una gata descuartizada encima de mi porche.

Cecilia Vanger abrió la boca, pero Mikael la interrumpió.

– Cecilia, me importan una mierda tus historias, tus traumas y por qué, de buenas a primeras, no me puedes ni ver. Jamás volveré a acercarme a ti y no tienes por qué temer que vaya a molestarte o perseguirte. Ahora mismo desearía no haber oído nunca hablar de ti ni de nadie más de la familia Vanger. Pero quiero que respondas a mis preguntas. Cuanto antes contestes, antes te librarás de mí.

– ¿Qué quieres saber?

– Uno: ¿dónde estabas hace una hora?

El rostro de Cecilia se ensombreció.

– En Hedestad. Volví hace media hora.

– ¿Hay alguien que pueda corroborarlo?

– No, que yo sepa. Pero tampoco tengo por qué justificarme ante ti.

– Dos: ¿por qué abriste la ventana del cuarto de Harriet Vanger el día de su desaparición?

– ¿Qué?

– Ya has oído la pregunta. Durante todos estos años Henrik ha intentado averiguar quién abrió esa ventana justo durante los minutos críticos en los que ella desapareció. Todo el mundo niega haberlo hecho. Alguien miente.

– ¿Y qué coño te hace creer que fui yo?

– Esto -le espetó Mikael, tirándole la borrosa foto sobre la mesa de la cocina.

Cecilia Vanger se acercó a la mesa y contempló la foto. Mikael creyó leer una mezcla de miedo y asombro en su rostro. Ella levantó la vista y lo miró. De repente Mikael sintió cómo un pequeño reguero de sangre corría por su mejilla y le goteaba sobre la camiseta.

– Aquel día había en la isla unas sesenta personas -dijo él-. Veintiocho eran mujeres. Cinco o seis tenían el pelo rubio y largo. Sólo una llevaba un vestido claro.

Ella miró fijamente la fotografía.

– ¿Y tú crees que esa persona soy yo?

– Si no eres tú, estoy muy ansioso por saber quién crees que es. Hasta ahora nadie conocía la existencia de esta foto. La tengo en mi poder desde hace semanas, intentando comentarla contigo. Probablemente soy un idiota, pero no se la he enseñado a Henrik ni a nadie porque me aterraba convertirte en sospechosa o hacerte daño. Pero necesito una respuesta.

– Y la tendrás.

Sostuvo la foto en alto y, acto seguido, se la devolvió.

– Aquel día no entré en el cuarto de Harriet. No soy yo. No tuve absolutamente nada que ver con su desaparición. -Se acercó a la puerta-. Ya tienes tu respuesta. Ahora quiero que te vayas. Creo que debes ir a un médico para que te mire la herida.

Lisbeth Salander lo llevó al hospital de Hedestad. Bastaron dos puntos de sutura y una buena tirita para cerrar la herida. Le recetaron una crema con cortisona para las erupciones que las ortigas le habían provocado en el cuello y las manos.

Tras abandonar el hospital, Mikael estuvo un largo rato dándole vueltas a si debía ir a la policía o no. De pronto se imaginó los titulares: «El periodista condenado por difamación, tiroteado». Sacudió la cabeza.

– Vamos a casa -le dijo a Lisbeth.

Cuando volvieron, en la isla de Hedeby ya reinaba la oscuridad, cosa que a Lisbeth Salander le venía muy bien. Puso una bolsa de deporte encima de la mesa.

– He cogido prestado un equipo de Milton Security y ya va siendo hora de usarlo. Prepara café mientras tanto.

Colocó cuatro detectores de movimiento alrededor de la casa y le explicó que si alguien se acercara a una distancia inferior a siete metros, una señal de radio activaría una pequeña alarma instalada en el dormitorio de Mikael. Al mismo tiempo, dos cámaras de vídeo fotosensibles, colocadas en unos árboles de delante y de detrás de la casa, empezarían a emitir señales a un ordenador portátil que había metido en el armario del recibidor. Camufló las cámaras con una tela oscura, de manera que sólo pudiera verse el objetivo.

Sobre la puerta de entrada instaló una tercera cámara en una casita para pájaros. Para introducir el cable taladró la pared. El objetivo miraba hacia la calle y al camino que iba desde la verja hasta la puerta. Cada segundo hacía una foto de baja resolución que se almacenaba en el disco duro de otro portátil, también instalado en el armario.

Luego colocó en el vestíbulo un felpudo sensible a la presión. Si alguien consiguiera sortear los detectores de movimiento y se introdujera en la casa, se pondría en marcha una sirena de 115 decibelios. Lisbeth le enseñó a Mikael cómo desconectar los detectores con una llave que había que introducir en una cajita colocada en el armario. También había cogido prestados unos prismáticos nocturnos que depositó encima de la mesa del cuarto de trabajo.

– No dejas nada al azar -dijo Mikael al servirle café.

– Otra cosa. Nada de salir a correr hasta que hayamos resuelto todo esto.

– Créeme: he perdido el interés por el ejercicio.

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