– Ven -dijo ella-. Túmbate en la cama.
Buscó tiritas y le taponó la herida con una compresa. Luego sirvió café y le alcanzó una rebanada.
– No tengo hambre -dijo Mikael.
– Come -ordenó Lisbeth, dándole un buen mordisco a una rebanada de pan con queso.
Mikael cerró los ojos un momento. Acto seguido se incorporó y tomó un bocado. El cuello le dolía tanto que a duras penas conseguía tragar.
Lisbeth se quitó la cazadora de cuero y fue a buscar un botecito de bálsamo de tigre a su neceser.
– Deja que el café se enfríe un rato. Túmbate boca abajo.
Dedicó cinco minutos a masajearle la espalda con el bálsamo. Luego le dio la vuelta e hizo lo mismo en la parte delantera del cuerpo
– Vas a tener unos buenos moratones durante bastante tiempo.
– Lisbeth, tenemos que llamar a la policía.
– No -contestó Lisbeth con tanta fuerza en la voz que Mikael abrió los ojos asombrado-. Si llamas a la policía, yo me largo. No quiero tener nada que ver con ellos. Martin Vanger está muerto. Murió en un accidente de tráfico. Iba solo en el coche. Hay testigos. Deja que la policía o cualquier otra persona descubra esa maldita cámara de tortura. Tú y yo ignoramos su existencia tanto como los demás habitantes del pueblo.
– ¿Por qué?
No le hizo caso y siguió masajeando sus doloridos muslos.
– Lisbeth, no podemos…
– Si me sigues dando la lata, te arrastro a la cueva de Martin y te vuelvo a encadenar.
Mientras ella hablaba, Mikael se durmió tan súbitamente como si se hubiese desmayado.
Capítulo 25 Sábado, 12 de julio – Lunes, 14 de julio
Hacia las cinco de la mañana, Mikael se despertó de un sobresalto llevándose las manos al cuello para quitarse la soga. Lisbeth se acercó, le cogió las manos y permaneció a su lado hasta que se tranquilizó. Mikael abrió los ojos y la contempló con la mirada desenfocada.
– No sabía que jugaras al golf -murmuró para, acto seguido, volver a cerrar los ojos.
Ella se quedó junto a la cama un par de minutos hasta que estuvo segura de que había vuelto a conciliar el sueño. Mientras Mikael dormía, Lisbeth había vuelto al sótano de Martin Vanger para examinar el lugar del crimen. Aparte de los instrumentos de tortura, encontró una gran colección de revistas de porno violento y numerosas fotos polaroid en un álbum.
No había ningún diario. En cambio, descubrió dos carpetas con fotografías de tamaño carné y unas notas manuscritas sobre distintas mujeres. Se lo llevó todo en una bolsa de nailon, junto con el portátil Dell de Martin Vanger que halló en la mesa del vestíbulo de la planta superior. En cuanto Mikael se quedó dormido, Lisbeth continuó repasando el contenido del portátil y de las carpetas de Martin Vanger. Eran más de las seis de la mañana cuando apagó el ordenador. Encendió un cigarrillo y, pensativa, se mordió el labio inferior.
Junto con Mikael Blomkvist había emprendido la caza de alguien que presuntamente era un asesino en serie del pasado. Y se toparon con algo completamente diferente. Le costó imaginarse los horrores que habrían tenido lugar en el sótano de Martin Vanger, en medio de ese idílico pueblo. Intentó comprender todo aquello.
Martin Vanger llevaba asesinando a mujeres desde la década de los sesenta; durante los últimos tres lustros lo había hecho con una periodicidad de aproximadamente una o dos víctimas por año. Los crímenes habían sido tan bien planeados y se realizaron tan discretamente que nadie en absoluto advirtió que existía un asesino en serie en activo. ¿Cómo era posible?
Las carpetas le ofrecían parte de la respuesta.
Sus víctimas eran mujeres anónimas, a menudo chicas inmigrantes recién llegadas que carecían de amigos y contactos en Suecia. También había prostitutas y marginadas sociales con serios problemas de fondo, como el abuso de drogas y de alcohol.
De sus estudios de psicología sobre el sadismo sexual, Lisbeth Salander había aprendido que ese tipo de criminales suele presentar una tendencia a coleccionar souvenirs de sus víctimas. El asesino usaba esos recuerdos para recrear parte del placer experimentado. Martin Vanger había llevado esa peculiaridad mucho más allá, anotando todas las muertes en una especie de cuaderno de bitácora. Había catalogado y evaluado a sus víctimas meticulosamente, comentando y describiendo con detalle sus sufrimientos. Además, documentó su actividad asesina con películas de vídeo y fotografías.
La violencia y el asesinato constituían el fin último, pero Lisbeth sacó la conclusión de que, en realidad, la caza era el mayor interés de Martin Vanger. En su portátil había creado una base de datos con cientos de mujeres. Allí había empleadas del Grupo Vanger, camareras de restaurantes adonde solía acudir, recepcionistas de hoteles, personal de la Seguridad Social, secretarias de hombres de negocios que él conocía, y otras muchas mujeres. Parecía registrar y catalogar a prácticamente todas las mujeres con las que entraba en contacto.
Martin Vanger sólo había asesinado a una pequeña parte de ellas, pero todas las mujeres de su entorno eran víctimas potenciales. La documentación tenía el carácter de un apasionado pasatiempo, al cual dedicaría, sin duda, innumerables horas.
«¿Está casada o soltera? ¿Tiene niños y familia? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde vive? ¿Qué coche conduce? ¿Qué educación ha tenido? ¿Color de pelo? ¿Color de la piel? ¿Forma del cuerpo?»
Lisbeth sacó la conclusión de que la recopilación de datos personales sobre las potenciales víctimas debía de haber representado una parte significativa de sus fantasías sexuales. Ante todo, era un cazador; en segundo lugar, un asesino.
Cuando Lisbeth terminó de leer, descubrió un pequeño sobre en una de las carpetas. Con la punta de los dedos sacó dos manoseadas y amarillentas fotografías polaroid. La primera retrataba a una chica morena sentada junto a una mesa. La chica llevaba pantalones oscuros y estaba desnuda de cintura para arriba, mostrando unos pechos pequeños y puntiagudos. Tenía la cara vuelta y estaba a punto de alzar un brazo para protegerse, como si el fotógrafo la hubiese sorprendido al levantar la cámara. En la otra foto aparecía completamente desnuda, tumbada boca abajo en una cama con una colcha azul. Seguía con la cara vuelta.
Lisbeth se metió el sobre con las fotos en el bolsillo de la cazadora. Luego llevó las carpetas hasta la cocina de hierro y encendió una cerilla. Al terminar de quemarlo todo removió las cenizas. Continuaba lloviendo a cántaros cuando salió a dar un corto paseo y, desde el puente, tiró discretamente el portátil de Martin Vanger al agua.
Cuando Dirch Frode abrió de un tirón la puerta, a las siete y media de la mañana, Lisbeth se encontraba sentada a la mesa de la cocina fumando un cigarrillo y tomándose un café. La cara de Frode estaba lívida; parecía haber tenido un terrible despertar.
– ¿Y Mikael? -preguntó.
– Sigue durmiendo.
Dirch Frode se sentó en una silla de la cocina. Lisbeth le sirvió café y le acercó la taza.
– Martin… Acabo de enterarme de que Martin se mató anoche en un accidente de tráfico.
– Es una pena -dijo Lisbeth Salander tomando, acto seguido, un sorbo de café.
Dirch Frode levantó la mirada. Al principio la observó fijamente sin comprender nada. Luego sus ojos se abrieron y se le pusieron como platos.
– ¿Qué…?
– Tuvo un accidente. Qué infortunio.
– ¿Sabes lo que pasó?
– Empotró su coche frontalmente contra un camión. Un suicidio. La presión, el estrés y un imperio financiero que se tambaleaba… Demasiado para él. Eso, al menos, es lo que sospecho que van a poner en los titulares.
Dirch Frode parecía estar a punto de sufrir un derrame cerebral. Se levantó rápidamente, se acercó al dormitorio y abrió la puerta.
– Déjale dormir -soltó Lisbeth tajantemente.