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Lisbeth examinó la ropa elegante y el aplomo con el que Erika Berger actuaba, y decidió, cuando todavía no habían pasado ni unos diez segundos, que no resultaría probable que Erika se convirtiera en su mejor amiga.

La reunión duró cinco horas. Erika hizo dos llamadas para cancelar otras citas. Dedicó una hora a leer partes del manuscrito que Mikael puso en sus manos. Tenía mil preguntas y se dio cuenta de que le llevaría semanas dar respuesta a todas ellas. Lo importante era aquel texto que finalmente dejó de lado. Si tan sólo una pequeña parte de esas afirmaciones fuese verdadera, la situación habría cambiado por completo.

Erika miró a Mikael. Nunca había dudado de que se trataba de una persona sincera, pero durante un breve segundo sintió vértigo y se preguntó si el caso Wennerström no le habría trastornado, si el reportaje no habría sido más que un producto de su imaginación. En ese instante, Mikael se presentó con dos cajas de documentos impresos. Erika palideció. Quería saber, naturalmente, cómo había conseguido todo aquel material.

Hizo falta un buen rato para convencerla de que aquella curiosa chica que seguía sin pronunciar una sola palabra tenía acceso libre al ordenador de Hans-Erik Wennerström. Y no sólo a ése, también había entrado en varios de los ordenadores de sus abogados y colaboradores más cercanos.

La reacción espontánea de Erika fue decir que no podian usar el material por haberlo conseguido a través de una intrusión informática ilegal. Pero claro que podían. Mikael señaló que no estaban obligados a dar cuenta de cómo se habían hecho con el material. Podrían haber contado perfectamente con una fuente que hubiera accedido al ordenador de Wennerström y que hubiera copiado su disco duro a unos cuantos cedes.

Al final, Erika fue consciente del arma que tenían en las manos. Se sentía agotada y le quedaban muchas preguntas, pero no sabía por dónde empezar. Acabó por dejarse caer contra el respaldo del sofá e hizo un resignado gesto con los brazos.

– Mikael, ¿qué pasó en Hedestad?

Lisbeth Salander levantó la mirada de inmediato. Mikael permaneció callado durante mucho tiempo. Contestó con otra pregunta.

– ¿Qué tal te llevas con Harriet Vanger?

– Bien. Creo. La he visto dos veces. La semana pasada Christer y yo subimos a Hedestad para una reunión. Nos emborrachamos con vino.

– ¿Y cómo salió la reunión?

– Ella mantiene su palabra.

– Ricky, sé que te sientes frustrada porque te he estado evitando y porque me he inventado excusas para no explicarte nada. Tú y yo nunca hemos tenido secretos el uno para el otro y de repente hay seis meses de mi vida que yo… no soy capaz de contarte.

Erika cruzó su mirada con la de Mikael. Lo conocía como nadie, pero lo que leía en sus ojos era algo que no había visto jamás. Parecía implorarle. Le suplicaba que no le preguntara. Ella abrió la boca y lo contempló desamparada. Lisbeth Salander observaba su silenciosa conversación con una mirada neutra. No se metió.

– ¿Tan terrible ha sido?

– Peor aún. Le temía a esta conversación. Prometo contarte lo ocurrido, pero es que he dedicado meses a reprimir mis sentimientos mientras Wennerström acaparaba todo mi interés… y todavía no estoy completamente preparado. Preferiría que Harriet te lo contara en mi lugar.

– ¿Qué es esa marca que llevas alrededor del cuello?

– Lisbeth me salvó la vida allí arriba. Si ella no hubiese aparecido, yo estaría muerto.

Los ojos de Erika se abrieron de par en par. Miró a la chica de la chupa de cuero.

– Y ahora tienes que redactar un acuerdo con ella; es nuestra fuente.

Erika Berger permaneció callada un buen rato mientras lo meditaba. Luego hizo algo que dejó perplejo a Mikael, que fue un shock para Lisbeth y que incluso a ella misma le asombró. Durante todo el tiempo que llevaba sentada en el sofá de Mikael había sentido la mirada de Lisbeth. Una taciturna chica con vibraciones hostiles.

Erika se levantó, bordeó la mesa y abrazó a Lisbeth Salander. Lisbeth se defendió como una lombriz a la que estaban a punto de clavar en el anzuelo.

Capítulo 29 Sábado, 1 de noviembre – Martes, 25 de noviembre

Lisbeth Salander navegaba por el ciberimperio de Hans-Erik Wennerström. Llevaba más de once horas pegada a la pantalla del ordenador. Aquella incipiente idea que tuvo en Sandhamn y que se había materializado en algún recóndito rincón de su cerebro durante la última semana se había convertido en una obsesión. Durante cuatro semanas se aisló en su apartamento haciendo caso omiso a todas las llamadas de Dragan Armanskrj. Se pasaba doce o quince horas al día delante de su portátil, y el resto del tiempo meditaba sobre ese mismo problema.

Durante el último mes había mantenido un esporádico contacto con Mikael Blomkvist, que estaba igualmente ocupado y obsesionado con su trabajo en la redacción de Millennium. Hablaban por teléfono un par de veces por semana y ella le mantenía al día de la correspondencia de Wennerström y los demás asuntos.

Por enésima vez repasó todos los detalles. No es que temiera haberse perdido alguno, pero no estaba segura de haber comprendido la relación entre todas esas intrincadas conexiones.

El célebre imperio de Wennerström era como un organismo deforme que latía con vida propia y cambiaba constantemente de forma. Estaba compuesto de opciones, obligaciones, acciones, participaciones en sociedades, intereses por préstamos, intereses por ingresos, depósitos, cuentas, transferencias y miles de cosas más. Una parte extraordinariamente grande del capital se había invertido en empresas buzón donde unas eran dueñas de otras.

Los análisis más optimistas del Wennerstroem Group, realizados por economistas de poca monta, calculaban que su valor ascendía a más de novecientos mil millones de coronas. Una simple mentira o, por lo menos, una cifra tremendamente exagerada. Pero Wennerström no era un muerto de hambre. Lisbeth Salander estimó que en realidad la cifra se situaba en torno a unos noventa o cien mil millones, lo cual no era moco de pavo. Hacer una inspección seria de todo el grupo llevaría años. En total, Salander había identificado cerca de tres mil cuentas diferentes y activos bancarios distribuidos por todo el mundo. Wennerström se dedicaba al fraude con tal magnitud que sus actividades no se consideraban ya delictivas, sino simplemente negocios.

En alguna parte de ese deforme organismo también había sustancia. Tres recursos aparecían constantemente en la jerarquía. Los bienes suecos fijos, inatacables y auténticos, se encontraban expuestos a la inspección pública, a consultas de balances anuales y auditorias. Las actividades americanas eran sólidas, y un banco de Nueva York conformaba la base de operaciones de todos los movimientos de dinero. Lo interesante de la historia residía en las actividades que las empresas buzón realizaban en lugares como Gibraltar, Chipre y Macao. Wennerström era como un supermercado de tráfico ilegal de armas, blanqueo de dinero de sospechosas empresas de Colombia y negocios muy poco ortodoxos en Rusia.

Un punto y aparte lo constituía una cuenta anónima abierta en las islas Caimán; la controlaba Wennerström personalmente, pero se mantenía al margen de todos los negocios. Un continuo chorreo de dinero -en torno al diez por mil de cada negocio que Wennerström realizaba- entraba sin cesar en las islas Caimán a través de las empresas buzón.

Salander trabajaba sumida en un estado hipnótico. Cuentas: clic; correo electrónico: clic; balances: clic. Se enteró de las últimas transferencias. Le siguió el rastro a una pequeña transacción hecha de Japón a Singapur que luego continuó hasta las islas Caimán vía Luxemburgo. Comprendió cómo funcionaba. Era como si en ella confluyeran los impulsos del ciberespacio. Pequeños cambios. El último correo electrónico. Un único y pobre mensaje electrónico de muy limitado interés enviado a las diez de la noche. El programa de encriptación PGP, trrrr, trrrr; una ridiculez para alguien que ya estaba dentro de su ordenador y podía leer claramente el mensaje:

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