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Berger ha dejado de dar guerra sobre el tema de los anuncios. ¿Se ha rendido o está tramando algo? Tu fuente asegura que se encuentran al borde de la ruina, pero parece ser que han contratado a una nueva persona. Averigua qué está pasando. Durante las últimas semanas Blomkvist se ha encerrado en su casa de Sandhamn para escribir como un loco, pero nadie sabe en qué anda trabajando. En los últimos días lo han visto por la redacción. ¿Puedes conseguir las pruebas del próximo número?

HEW.

Nada de lo que preocuparse. Déjale que se coma el coco. «Ya estás vendido, tío.»

A las cinco y media de la mañana se desconectó, apagó el ordenador y se puso a buscar otro paquete de tabaco. Esa noche ya había bebido cuatro -no, cinco- Coca-Colas; fue a por la sexta y se sentó en el sofá. Sólo llevaba unas bragas y una camiseta promocional de Soldier of Fortune Magazine, con estampado de camuflaje, desgastada de tanto lavarla, y con el texto Kill them all and let God sort them out. Se dio cuenta de que tenía frío y cogió una manta para abrigarse.

Le dio un subidón, como si se hubiese tomado alguna sustancia inapropiada y, probablemente, ilegal. Concentró la mirada en una farola de la calle y permaneció inmóvil mientras su cerebro trabajaba a pleno rendimiento. Mamá, clic; Mimmi, clic. Holger Palmgren. Evil Fingers. Y Armanskij. El trabajo. Harriet Vanger. Clic. Martin Vanger. Clic. El palo de golf. Clic. El abogado Nils Bjurman. Clic. Por mucho que lo intentara no podía olvidar ninguna de esas malditas imágenes.

Se preguntó si Bjurman volvería a desnudarse alguna vez delante de una mujer y, en tal caso, cómo le explicaría el tatuaje de la barriga. ¿Y cómo evitaría quitarse la ropa la próxima vez que acudiera al médico?

Y Mikael Blomkvist. Clic.

Lo consideraba una buena persona, pero posiblemente pecara de un exacerbado complejo de don Perfecto. Y, por desgracia, era insoportablemente ingenuo en lo referente a ciertos temas elementales de moral. Tenía un carácter tolerante y comprensivo, y siempre le buscaba explicaciones y excusas psicológicas al comportamiento humano. Por lo tanto, Mikael nunca entendería que los animales depredadores del mundo sólo hablaran un único lenguaje. Le invadía un incómodo instinto de protección cuando pensaba en él.

No recordaba cuándo se durmió, pero se despertó al día siguiente, a las nueve de la mañana, con tortícolis y con la cabeza mal apoyada contra la pared de detrás del sofá. Se fue dando tumbos hasta la habitación y se volvió a dormir.

Sin duda, se trataba del reportaje más importante de su vida. Por primera vez en año y medio, Erika Berger era feliz como sólo lo sería un redactor con un scoop espectacular haciéndose en el horno. Estaba puliendo el texto con Mikael por última vez cuando Lisbeth Salander llamó al móvil.

– Se me ha olvidado decirte que Wennerström empieza a preocuparse por lo que has estado escribiendo últimamente; ya ha pedido las pruebas del último número.

– ¿Cómo te has enter…? Bah, olvídalo. ¿Sabes cómo lo va a hacer?

– No. Sólo tengo una suposición lógica.

Mikael reflexionó unos segundos.

– La imprenta -exclamó.

Erika arqueó las cejas.

– Si no hay filtraciones desde la redacción, no le quedan muchas más alternativas. A no ser que piense mandar a uno de sus matones a haceros una visita nocturna.

Mikael se dirigió a Erika.

– Reserva otra imprenta para este número. Ahora. Y llama a Dragan Armanskij: quiero que esta semana haya aquí vigilantes por las noches.

Volvió a Lisbeth:

– Gracias, Sally.

– ¿Cuánto vale?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cuánto vale la información?

– ¿Qué quieres?

– Te lo diré tomando un café. Ahora mismo.

Se vieron en Kaffebar, en Hornsgatan. Cuando Mikael se sentó a su lado, Salander tenía una cara tan seria que sintió una punzada de inquietud. Ella, como era habitual, fue directamente al grano.

– Necesito que me prestes dinero.

Mikael mostró una de sus sonrisas más ingenuas buscando la cartera.

– Claro. ¿Cuánto?

– Ciento veinte mil coronas.

– Ufff -dijo Mikael, guardando de nuevo la cartera-. No llevo tanto dinero encima.

– No estoy bromeando. Necesito que me dejes ciento veinte mil coronas durante… digamos seis semanas. Se me ha presentado la oportunidad de hacer una inversión y no tengo a nadie más a quien acudir. Ahora mismo tienes unas ciento cuarenta mil en tu cuenta. Te las devolveré.

Mikael ni siquiera comentó el hecho de que Lisbeth Salander hubiera violado la confidencialidad bancaria para averiguar el saldo de su cuenta. Él utilizaba un banco por Internet, así que la respuesta resultaba obvia.

– No hace falta que me lo pidas prestado -contestó él-. No hemos hablado de tu parte todavía, pero cubre de sobra la suma que quieres.

– ¿Mi parte?

– Sally, voy a cobrar de Henrik Vanger una remuneración de descabelladas dimensiones; haremos cuentas a finales de año. Sin ti, yo estaría muerto y Millennium se habría ido a pique. Pienso compartir el dinero contigo. Fifty-fifty.

Lisbeth Salander le observó inquisitivamente. Una arruga apareció en su frente. Mikael ya estaba acostumbrado a sus silencios. Finalmente, negó con la cabeza.

– No quiero tu dinero.

– Pero…

– No quiero ni una sola corona tuya -dijo, mostrando su sonrisa torcida-. A menos que llegue en forma de regalo por mi cumpleaños.

– Nunca me has dicho cuándo es tu cumpleaños.

– Tú eres el periodista. Averígualo.

– Sinceramente, Salander: lo de compartir el dinero lo digo en serio.

– Yo también hablo en serio. No quiero tu dinero. Quiero que me prestes ciento veinte mil coronas. Y las necesito mañana.

Mikael Blomkvist permaneció callado. «Ni siquiera me ha preguntado cuánto dinero le correspondería.»

– Sally, no me importa ir contigo al banco hoy mismo para dejarte lo que quieras. Pero a finales de año hablaremos en serio acerca de tu parte -respondió, levantando la mano-. Bueno, ¿cuándo cumples años?

– En Walpurgis -contestó ella-. Muy apropiado, ¿a que sí? Es entonces cuando salgo por ahí con una escoba entre las piernas.

Lisbeth aterrizó en Zurich a las siete y media de la tarde y cogió un taxi hasta el turístico hotel Matterhorn. Había reservado una habitación a nombre de Irene Nesser, con el cual se identificó gracias a un pasaporte noruego. Irene Nesser tenía el pelo rubio y largo. Había comprado la peluca en Estocolmo y utilizó diez mil coronas del préstamo de Mikael Blomkvist para adquirir dos pasaportes a través de los oscuros contactos de la red internacional de Plague.

Se fue inmediatamente a su habitación, cerró la puerta con llave y se desnudó. Se tumbó en la cama y se puso a mirar el techo de la estancia, que costaba mil seiscientas coronas por noche. Se sentía vacía. Ya se había gastado la mitad del dinero que Mikael Blomkvist le había dejado; a pesar de haberle añadido hasta la última corona de sus propios ahorros, su presupuesto era escaso. Dejó de pensar y se durmió casi enseguida.

Se despertó a las cinco y pico de la mañana. Lo primero que hizo fue ducharse y dedicar un buen rato a ocultar el tatuaje del cuello con una espesa capa de base de maquillaje y unos polvos en los bordes. El segundo punto de su lista era reservar hora para las seis y media de la mañana en el salón de belleza de un hotel considerablemente más caro. Se compró otra peluca rubia, ésta con un corte a lo paje; luego le hicieron la manicura y le pusieron unas uñas postizas rojas encima de sus mordidos muñones, así como pestañas postizas, más polvos, colorete y finalmente carmín y otros potingues. Total: más de ocho mil coronas.

Pagó con una tarjeta de crédito a nombre de Monica Sholes y presentó un pasaporte inglés para identificarse.

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