Mikael alargó la mano y le acarició el pelo.
– No estás sola. Tienes a Christer y al resto de la redacción apoyándote.
– Menos Janne Dahlman. Por cierto, creo que fue un error contratarle. Es competente, pero hace más daño que otra cosa. No me fío de él. Lleva todo el otoño encantado con lo que nos está pasando. No sé si espera asumir tu papel o si simplemente no funciona la química entre él y el resto de la redacción.
– Me temo que tienes razón -contestó Mikael.
– ¿Y qué hago? ¿Lo despido?
– Erika tú eres la redactora jefe y la principal dueña de Millennium. Si tienes que echarlo adelante.
– Nunca hemos despedido a nadie, Micke. Y ahora incluso esa decisión me la dejas a mí. Ya no me hace ilusión ir a la redacción cada mañana.
De pronto, Christer Malm se puso de pie.
– Si quieres coger ese tren, hay que ir saliendo ya.
Erika empezó a protestar, pero Christer levantó una mano.
– Espera, Erika; me has preguntado mi opinión. Creo que la situación es una mierda. Pero si es como dice Mikael, si se siente quemado, entonces la verdad es que, por su propio bien, tiene que irse. Se lo debemos.
Tanto Mikael como Erika observaron con estupor a Christer, quien, avergonzado, miraba de reojo a Mikael.
– Los dos sabéis que Millennium sois vosotros. Yo soy socio y siempre os habéis portado muy bien conmigo. Me encanta la revista y todo eso, pero podríais sustituirme, sin más, por cualquier otro diseñador artístico. Queríais mi opinión, ¿no? Ya la tenéis. En cuanto a Janne Dahlman, estoy de acuerdo. Y si necesitas despedirlo, Erika, yo lo haré. Basta con tener una razón legítima. -Hizo una pausa antes de continuar-. Estoy de acuerdo contigo; no es el mejor momento para que Mikael se vaya, pero no creo que tengamos elección -sentenció, y acto seguido se dirigió a Mikael-. Te llevo a la estación. Erika y yo defenderemos nuestras posiciones hasta que vuelvas.
Mikael asintió lentamente con la cabeza.
– Lo que temo es que no vuelva -dijo Erika Berger en voz baja.
La llamada de Dragan Armanskij despertó a Lisbeth Salander a la una y media del mediodía.
– ¿Eeepasa? -preguntó medio dormida. La boca le sabía a alquitrán.
– Mikael Blomkvist. Acabo de hablar con nuestro cliente, el abogado Frode.
– Ha llamado y ha dicho que abandonemos la investigación sobre Wennerström.
– ¿Abandonarla? Pero si ya he empezado…
– Bueno, pero Frode ya no tiene interés.
– ¿Así, sin más?
– Es él quien decide. Si no quiere continuar, es que no quiere.
– Habíamos hablado de una remuneración.
– ¿Cuánto tiempo le has dedicado al tema?
Lisbeth Salander se quedó pensando.
– Más de tres días enteros.
– Acordamos un máximo de cuarenta mil coronas. Le enviaré una factura de diez mil y te daré la mitad, lo cual me parece aceptable por habernos hecho perder el tiempo durante tres días. Que las pague por haberlo encargado.
– ¿Y qué hago con el material que he sacado?
– ¿Tienes algún bombazo?
Lo meditó un instante.
– No.
– Frode no ha pedido ningún informe. Guárdalo durante algún tiempo, por si nos lo pide. Si no, tíralo. Tengo otro trabajo para ti, para la semana que viene.
Tras colgar Armanskij, Lisbeth Salander se quedó un rato con el teléfono en la mano. Luego se acercó al salón, a su rincón de trabajo, y echó un vistazo a las notas puestas en la pared y a la pila de folios de la mesa. La información que había podido reunir estaba compuesta, fundamentalmente, por recortes de prensa y textos bajados de Internet. Cogió los folios y los metió en un cajón.
Arqueó las cejas. El raro comportamiento de Mikael Blomkvist en la sala del juzgado le había parecido un interesante desafío; y a Lisbeth Salander no le gustaba dejar a medias nada que ya hubiera empezado. «Todo el mundo tiene secretos. Sólo es cuestión de averiguar cuáles.»
SEGUNDA PARTE. Análisis de consecuencias
Del 3 de enero al 17 de marzo
En Suecia el cuarenta y seis por ciento de las mujeres
han sufrido violencia por parte de algún hombre.
Capítulo 8 Viernes, 3 de enero – Domingo, 5 de enero
Cuando Mikael Blomkvist se apeó del tren en Hedestad por segunda vez, el cielo tenía un tono azul pastel y el aire era gélido. El termómetro de la fachada principal de la estación marcaba 18 grados bajo cero. Al igual que en la última ocasión, calzaba unos zapatos de suela fina, muy poco apropiados. Sin embargo, a diferencia de lo que había ocurrido entonces, no había ningún abogado Frode esperándolo con un coche de cálido interior. Mikael había anunciado su llegada, pero no dijo en qué tren exactamente. Suponía que habría algún autobús para Hedeby, pero no tenía ganas de cargar con dos pesadas maletas y una bandolera mientras lo buscaba. En su lugar, cruzó la plaza hasta la parada de taxis.
Entre Navidad y Año Nuevo había estado nevando copiosamente a lo largo de toda la costa de Norrland y, a juzgar por los bordes de las calles y los montones de nieve acumulada, las máquinas quitanieves ya llevaban algún tiempo trabajando sin cesar. El taxista que, según la licencia del parabrisas, se llamaba Hussein, movió la cabeza de un lado a otro cuando Mikael le preguntó si el tiempo había sido muy malo. Con un acento de Norrland muy pronunciado, le contó que habían sufrido la peor tormenta de nieve de las últimas décadas, y que se, arrepentía amargamente de no haber cogido vacaciones para pasar la Navidad en Grecia.
Mikael le indicó al taxista el camino hasta el patio de la casa de Henrik Vanger, del que acababan de quitar la nieve. Dejó sus maletas junto al porche y vio cómo el coche desaparecía de regreso a Hedestad. De repente se sintió solo y confuso. Quizá Erika tuviera razón al insistir en que toda esa historia era una locura.
Oyó la puerta abrirse a sus espaldas y se dio media vuelta. Henrik Vanger iba bien abrigado con un grueso abrigo de cuero, unas buenas botas y una gorra con orejeras. Mikael llevaba vaqueros y una fina cazadora de piel.
– Si vas a vivir aquí, tendrás que aprender a vestirte mejor durante esta época del año.
Se estrecharon las manos.
– ¿Seguro que no quieres alojarte en la casa principal? ¿No? Bueno, entonces empezaremos por instalarte en tu nueva vivienda.
Mikael asintió. Una de sus exigencias había sido disponer de una vivienda donde él mismo pudiera encargarse de las tareas domésticas y entrar y salir cuando quisiera. Henrik Vanger llevó a Mikael camino abajo en dirección al puente. Luego cruzaron una verja y entraron en el patio delantero de una pequeña casa de madera situada casi al pie del puente. Acababan de quitar la nieve. La casa no estaba cerrada con llave y el viejo le abrió la puerta a Mikael. Entraron en un pequeño recibidor donde Mikael, suspirando de alivio, dejó las maletas.
– Esto es lo que nosotros llamamos la casita de invitados; aquí solemos alojar a la gente que se queda más tiempo. Fue aquí donde vivisteis tú y tus padres en 1963. De hecho, se trata de una de las casas más antiguas del pueblo, aunque está modernizada. Esta misma mañana le pedí a Gunnar Nilsson, que me ayuda con los trabajos de la finca, que pusiera la calefacción.
La casa se componía de una gran cocina y dos pequeñas habitaciones; en total, unos cincuenta metros cuadrados. La cocina ocupaba la mitad de la superficie y tenía una encimera eléctrica, una pequeña nevera y agua corriente. Junto a la pared del recibidor también había una vieja cocina de hierro con un buen fuego que llevaba ardiendo todo el día.
– No hace falta que la enciendas si no hace mucho frío. El cajón de leña está en el recibidor, pero encontrarás más en el cobertizo que hay detrás de la casa. Aquí no ha vivido nadie desde el otoño; la hemos encendido esta misma mañana para calentar la casa. Con los radiadores eléctricos tendrás bastante durante el día. Pero ten cuidado: no los cubras con ropa; podrías provocar un incendio.