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Mikael asintió y miró a su alrededor. Había ventanas en tres de las paredes; desde la mesa tenía vistas al puente, situado a unos treinta metros. El mobiliario consistía en unos grandes armarios, unas sillas, un viejo arquibanco de cocina y una estantería con una pila de revistas. En lo alto del montón se veía un número de Se que databa de 1967. En un rincón había otra mesa más pequeña que podría usar para trabajar.

La puerta de entrada a la cocina estaba a un lado de la cocina de hierro. En el otro lado, había dos puertas estrechas que daban a las dos habitaciones. La de la derecha, más cercana a la pared exterior, era más bien un pequeño trastero habilitado y amueblado con una pequeña mesa de trabajo, una silla y una estantería que cubría la pared más larga. Servía como estudio. La otra estancia, entre ese cuarto de trabajo y el recibidor, era un dormitorio bastante pequeño. El mobiliario lo componían una estrecha cama de matrimonio, una mesilla y un armario. En las paredes colgaban unos cuadros con motivos paisajísticos. Los muebles y el papel de las paredes eran viejos y habían perdido su color, pero todo olía bien, a limpio. Alguien le había dado un repaso al suelo con una buena dosis de jabón. En el dormitorio también había una puerta lateral que daba al recibidor, donde otro viejo trastero había sido convertido en cuarto de baño con una pequeña ducha.

– Tal vez tengas problemas con el agua -dijo Henrik Vanger-. Esta misma mañana hemos comprobado que las tuberías van bien, pero como están casi a ras de suelo es posible que se congelen si sigue haciendo tanto frío durante mucho más tiempo. Hay un cubo en la entrada; si te hace falta, puedes subir a mi casa a por agua.

– Necesitaré un teléfono -dijo Mikael.

– Ya lo he pedido. Vendrán a instalártelo pasado mañana. Bueno, ¿qué te parece? Si cambias de opinión, puedes trasladarte a la casa grande en el momento que quieras.

– Todo es estupendo -contestó Mikael, lejos de convencerse, no obstante, de que la situación en la que se había metido fuera muy sensata.

– Me alegro. Nos queda más o menos una hora de luz antes de que anochezca. ¿Damos una vuelta para que te vayas familiarizando con el pueblo? Te recomiendo que te pongas unas botas y unos calcetines gordos. Los encontrarás en el armario del recibidor.

Mikael hizo lo que Henrik le acababa de decir y decidió que mañana mismo iría a comprarse unos calzoncillos largos y unas buenas botas de invierno.

El viejo empezó el paseo explicando que el vecino del otro lado del camino era Gunnar Nilsson, el ayudante que Henrik Vanger insistía en llamar bracero, pero Mikael no tardó en comprender que se trataba más bien de la persona que se ocupaba del mantenimiento de todas las casas de la isla de Hedeby y que, además, era el administrador de varios inmuebles de la ciudad de Hedestad.

– Es hijo de Magnus Nilsson, que fue mi bracero en los años sesenta y uno de los hombres que ayudó el día del accidente del puente. Magnus vive todavía, pero ya se ha jubilado y ahora reside en Hedestad. Gunnar vive en esta casa con su mujer, Helen. Los niños ya se han ido. -Henrik Vanger hizo una pausa y meditó un rato antes de volver a tomar la palabra-. Mikael, la versión oficial es que tú estás aquí porque me vas a ayudar a redactar mi autobiografía. Eso te dará un pretexto para husmear por todos los rincones y para hacerle preguntas a la gente. La verdadera naturaleza de tu misión es algo que queda entre tú, yo y Dirch Frode. Somos los únicos que la conocemos

– De acuerdo. Aunque, insisto, es una pérdida de tiempo. No voy a ser capaz de resolver el misterio.

– Todo lo que te pido es que lo intentes. Pero debemos tener cuidado con lo que decimos cuando no estemos solos.

– Vale.

– Gunnar cuenta ahora con cincuenta y seis años y, por lo tanto, tenía diecinueve cuando desapareció Harriet. Hay una cosa que nunca me ha quedado clara. Harriet y Gunnar eran buenos amigos y creo que hubo una especie de romance juvenil entre los dos, él, por lo menos, se interesaba mucho por ella. Sin embargo, el día en el que Harriet desapareció estaba en Hedestad y fue uno de los que se quedaron aislados en la parte continental cuando se bloqueó el puente. Debido a su relación, naturalmente, Gunnar fue investigado con especial meticulosidad. Le resultó bastante desagradable, pero la policía investigó su coartada y ésta pudo comprobarse. Pasó todo el día con unos amigos y no volvió aquí hasta muy tarde

– Supongo que tienes una lista detallada de los que se encontraban en la isla aquel día y de sus actividades.

– Por supuesto. ¿Seguimos?

Se detuvieron en el cruce de caminos de la colina, delante de la Casa Vanger; Henrik señaló con el dedo el viejo puerto pesquero.

– Toda la isla pertenece a la familia Vanger; bueno, para ser más exactos, a mí. La excepción la componen la granja de Östergården y unas pocas casas que hay aquí en el pueblo. Las viejas casetas de los pescadores del antiguo puerto pesquero ya se han vendido, pero se usan como residencias veraniegas y, por lo general, están deshabitadas en invierno; excepto la del final. ¿Ves aquella casa de la que sale humo por la chimenea?

Mikael asintió. El frío ya le había calado hasta los huesos.

– Una casucha con unas terribles corrientes de aire; allí vive Eugen Norman todo el año. Tiene setenta y siete años y dice que es pintor. A mí me parece más bien arte de mercadillo, aunque se le conoce bastante como paisajista. Viene a ser el típico bohemio que hay en cualquier pueblo.

Henrik Vanger condujo a Mikael por el camino que iba hasta la punta de la isla, señalándole casa tras casa. El pueblo lo conformaban seis casas en el lado oeste del camino y cuatro en el este. La primera, la más cercana a la casa de Mikael y a la Casa Vanger, pertenecía a Harald, el hermano de Henrik. Se trataba de una construcción cuadrada de piedra, de dos plantas. A primera vista parecía abandonada; las cortinas estaban corridas y el camino hasta la puerta se encontraba cubierto por medio metro de nieve. Al echar una segunda ojeada, unas huellas revelaron que alguien se había abierto camino entre la nieve.

– Harald es un solitario. Nunca nos hemos llevado bien. Aparte de las peleas sobre la empresa, de la que él también es socio, apenas hemos hablado en más de sesenta años. Es mayor que yo; tiene noventa y dos años y es el único de mis cinco hermanos que sigue vivo. Estudió medicina y trabajó principalmente en Uppsala; luego te contaré los detalles… Regresó cuando cumplió setenta años.

– Sí, ya sé que no os caéis bien. Y, aun así, sois vecinos.

– Me resulta repugnante y habría preferido que se quedara en Uppsala, pero es el propietario de la casa. Te pareceré malvado, ¿verdad?

– Me pareces alguien a quien no le gusta su hermano.

– Dediqué los primeros veinticinco o treinta años de mi vida a disculpar y perdonar a gente como Harald porque éramos familia. Luego descubrí que el parentesco no es una garantía de amor y que me faltaban razones para defender a Harald.

La siguiente casa pertenecía a Isabella, la madre de Harriet Vanger.

– Cumplirá setenta y cinco este año y sigue igual de elegante y vanidosa que siempre. Además, es la única del pueblo que habla con Harald y que, de vez en cuando, le hace una visita. Pero no tienen mucho en común.

– ¿Cómo era la relación con su hija?

– Bien pensado. Incluso las mujeres deben formar parte del círculo de sospechosos. Ya te he contado que muchas veces abandonaba a sus hijos a su suerte. No lo sé; creo que tenía buenas intenciones pero que, simplemente, no era capaz de asumir responsabilidades. No estaban muy unidas, aunque tampoco eran enemigas. Isabella puede resultar algo dura, pero a veces parece no hallarse del todo en sus cabales. Ya entenderás lo que te quiero decir cuando la conozcas.

La vecina de Isabella era una tal Cecilia Vanger, hija de Harald.

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