El tercer encuentro con el abogado Nils Bjurman se había cancelado y convocado de nuevo para finalmente ser fijado a las cinco de la tarde del mismo viernes. En anteriores reuniones, Lisbeth Salander había sido recibida por la secretaria del despacho, una mujer de unos cincuenta y cinco años que desprendía un aroma a almizcle. Esta vez la secretaria se había ido ya y el abogado Bjurman olía ligeramente a alcohol. Le hizo señas a Salander para que se sentara y, distraído, siguió hojeando unos papeles hasta que de repente pareció ser consciente de la presencia de la joven.
La reunión se convirtió en otro interrogatorio. Esta vez la interrogó sobre su vida sexual, un tema que, definitivamente, ella consideraba parte de su vida privada y que no tenía intención de tratar con nadie.
Después del encuentro Lisbeth se dio cuenta de que no había sabido manejar la situación. Al principio permaneció callada, evitando contestar a sus preguntas, pero Bjurman lo interpretó como timidez, retraso mental o como que tenía algo que ocultar, y se puso a presionarla para que contestara. Salander comprendió que él no iba a rendirse y empezó a darle respuestas parcas e inofensivas que suponía que encajaban bien con su perfil psicológico. Mencionó a Magnus, que, según su descripción, era un informático de su misma edad, algo retraído, que se portaba como un caballero con ella, la llevaba al cine y, de vez en cuando, se metía en su cama. Magnus era pura ficción que iba tomando forma al tiempo que ella hablaba, pero Bjurman aprovechó la información para dedicar la hora siguiente a analizar detenidamente su vida sexual. «¿Con qué frecuencia mantienes relaciones sexuales?» «De vez en cuando.» «¿Quién toma la iniciativa: tú o él?» «Yo.» «¿Usáis condón?» «Por supuesto: sabía lo que era el VIH.» «¿Cuál es tu postura favorita?» «Pues, normalmente boca arriba.» «¿Te gusta el sexo oral?» «Oye, para el carro…» «¿Alguna vez has practicado el sexo anal?» «No, no me hace mucha gracia que me la metan por el culo, pero ¿a ti qué coño te importa?»
Fue la única vez que perdió la calma ante Bjurman. Consciente de cómo podría interpretarse su modo de mirar, bajó los ojos para que no revelaran sus verdaderos sentimientos. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, el abogado mostraba una sonrisa burlona. En ese momento, Lisbeth Salander supo que su vida iba a tomar un nuevo y dramático rumbo. Dejó el despacho de Bjurman con una sensación de asco. La había cogido desprevenida. A Palmgren jamás se le había ocurrido hacer preguntas así; en cambio, siempre estaba disponible cuando Lisbeth quería hablar de cualquier tema, algo que ella raramente había aprovechado.
Bjurman era un serious pain in the ass y estaba a punto de subir a la categoría de major problem.
Capítulo 11 Sábado, 1 de febrero – Martes, 18 de febrero
El sábado, aprovechando las pocas horas de luz, Mikael y Erika dieron un paseo con dirección a Östergården pasando por el puerto deportivo. A pesar de que Mikael llevaba un mes en la isla de Hedeby, nunca había visitado su interior; el frío y las tormentas de nieve le habían disuadido, con gran eficacia, de semejantes aventuras. Pero ese sábado el tiempo era soleado y agradable, como si Erika hubiese traído consigo la esperanza de una tímida primavera. Estaban a 5 grados bajo cero. El camino estaba flanqueado por los montones de nieve, de un metro de alto, que había formado la máquina quitanieves. En cuanto abandonaron los alrededores del puerto se adentraron en un denso bosque de abetos, y Mikael se sorprendió al ver que Söderberget era considerablemente más alta y más inaccesible de lo que parecía desde el pueblo. Durante una fracción de segundo pensó en las veces que Harriet Vanger habría jugado de niña en esa montaña, pero luego apartó esa imagen de sus pensamientos. Al cabo de unos cuantos kilómetros el bosque terminaba abruptamente junto a un cercado en el que empezaba la granja de Östergården. Pudieron ver un edificio blanco de madera y un gran establo rojo. Renunciaron a subir hasta la casa y regresaron por el mismo camino.
Cuando pasaron por delante de la Casa Vanger, Henrik Vanger dio unos sonoros golpes en la ventana de la planta superior y les hizo señas con la mano para que subieran. Mikael y Erika se miraron.
– ¿Quieres conocer a toda una leyenda industrial?
– ¿Muerde?
– Los sábados no.
Henrik Vanger los recibió en la puerta de su despacho y les estrechó la mano.
– La reconozco. Usted debe de ser la señorita Berger -saludó-. Mikael no me había dicho que pensara visitar Hedeby.
Uno de los rasgos más destacados de Erika era su capacidad para entablar amistad de inmediato con todo tipo de individuos. Mikael había visto a Erika desplegar todos sus encantos con niños de cinco años, los cuales, en apenas diez minutos, estaban completamente dispuestos a abandonar a sus madres. Los viejos de más de ochenta no parecían constituir una excepción. Los hoyuelos que se le formaban al reírse eran tan sólo un aperitivo. Al cabo de dos minutos, Erika y Henrik Vanger ignoraron por completo a Mikael, charlando como si se conocieran desde pequeños; bueno, teniendo en cuenta la diferencia de edad, por lo menos desde que Erika era una niña.
Erika empezó a reprocharle cariñosamente a Henrik Vanger que se hubiera llevado a su editor jefe a ese perdido rincón del mundo. El viejo se defendió diciendo que, según tenía entendido por los numerosos comunicados de prensa, ella ya le había despedido, y que si no lo había hecho todavía, tal vez fuera un buen momento para soltar lastre. Erika, haciendo una pausa retórica, sopesó la idea contemplando a Mikael con una mirada crítica. En cualquier caso, constató Henrik Vanger, llevar una vida rústica durante un tiempo sin duda le vendría bien al señorito Blomkvist. Erika estaba de acuerdo.
Durante cinco minutos le tomaron el pelo hablando de sus defectos. Mikael se hundió en el sillón fingiendo estar ofendido, pero frunció el ceño cuando Erika hizo unos ambiguos comentarios que bien podrían referirse tanto a sus carencias periodísticas, como a su falta de habilidad sexual. Henrik Vanger echó la cabeza hacia atrás y se rió a carcajadas.
Mikael estaba perplejo; los comentarios eran sólo una broma, pero nunca había visto a Henrik Vanger tan distendido y relajado. De repente, se imaginó a un Henrik Vanger cincuenta años más joven -bueno, treinta años más joven-; debió de haber sido un atractivo y encantador donjuán. No se había vuelto a casar. Seguramente se habrían cruzado en su camino muchas mujeres, pero durante casi medio siglo permaneció soltero.
Mikael le dio un sorbo al café y volvió a aguzar el oído al advertir que la conversación se había vuelto seria de pronto y versaba sobre Millennium.
– Tengo entendido que hay problemas con la revista.
Erika miró de reojo a Mikael.
– No, Mikael no me ha hablado de los asuntos internos de la redacción, pero uno tendría que ser ciego y sordo para no darse cuenta de que la revista, igual que las empresas Vanger, está en declive.
– Ya nos las arreglaremos -contestó Erika con cierta prudencia.
– Lo dudo -replicó Henrik Vanger.
– ¿Por qué?
– A ver, ¿cuántos empleados tenéis? ¿Seis? Una tirada de veintiún mil ejemplares que sale una vez al mes, impresión y distribución, locales… Necesitáis facturar, digamos, unos diez millones. Alrededor de la mitad de esa suma tiene que provenir de los anunciantes.
– ¿Y?
– Hans-Erik Wennerström es un rencoroso y mezquino cabrón que no se va a olvidar de vosotros durante mucho tiempo. ¿Cuántos anunciantes habéis perdido durante los últimos meses?
Erika permanecía expectante observando a Henrik Vanger. Mikael se sorprendió a sí mismo conteniendo la respiración. Las ocasiones en las que el viejo y él habían tocado el tema de Millennium, o bien Henrik le pinchaba, o bien optaba por relacionar la situación de la revista con la capacidad de Mikael para llevar a cabo su trabajo en Hedestad. Mikael y Erika eran socios y cofundadores de la revista, pero ahora resultaba evidente que Henrik Vanger sólo se dirigía a Erika, como un jefe a otro. Se enviaban señales entre ellos que Mikael no podía entender ni sabía interpretar, algo que posiblemente tenía que ver con el hecho de que él, en el fondo, era un chico pobre de la clase obrera de Norrland y ella una niña bien con un árbol genealógico tan internacional como de rancio abolengo.