Alexander vivía con su madre Gerda, de ochenta años, viuda de Greger Vanger. Mikael nunca la había visto; tenía una salud delicada y se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama.
El tercer miembro de la familia era, por supuesto, Harald Vanger. Durante el primer mes, Mikael no consiguió ver ni la sombra del viejo biólogo de razas. La casa de Harald Vanger -la que Mikael tenía más cerca- presentaba un aspecto sombrío; unas oscuras cortinas en todas las ventanas ocultaban el interior. Daba mal agüero. En varias ocasiones, al pasar Mikael por la casa, le había parecido percibir un ligero movimiento de cortinas; y una noche, ya tarde, cuando estaba a punto de acostarse, descubrió de repente, por el resquicio de una de ellas, el reflejo de una luz en la planta superior. Fascinado, permaneció en la oscuridad durante más de veinte minutos, junto a la ventana de la cocina, contemplando aquella luz antes de olvidarse del tema e irse a la cama tiritando de frío. A la mañana siguiente la cortina volvía a estar en su sitio.
Harald Vanger parecía ser un espíritu invisible, pero constantemente presente, que, con su aparente ausencia, marcaba la vida del pueblo. En la imaginación de Mikael, Harald Vanger iba adoptando cada vez más la forma de un malvado Gollum que espiaba su entorno tras las cortinas y que se dedicaba a misteriosas actividades en su blindada cueva.
Una vez al día Harald Vanger recibía la visita de la asistenta social, una mujer mayor que vivía al otro lado del puente y que, cargada con las bolsas de la compra, atravesaba con mucho esfuerzo la nieve que había hasta la puerta, ya que Harald Vanger se negaba a que le limpiaran el camino de entrada. Gunnar Nilsson, el bracero, movió la cabeza, resignado, cuando Mikael sacó el tema. Le explicó que se había ofrecido a quitarle la nieve, pero que, al parecer, Harald Vanger no quería que nadie pisara su territorio. Una sola vez, el primer invierno tras volver Harald Vanger a la isla, Gunnar Nilsson, espontáneamente, subió con el tractor para quitar la nieve del patio de su casa, al igual que lo hacía en todas las demás. La iniciativa tuvo como resultado que Harald Vanger saliera corriendo de su casa dando voces y armando un gran escándalo hasta que Nilsson se alejó de allí.
Desgraciadamente, Nilsson no podía quitar la nieve de la entrada de la casa de Mikael, ya que la verja era demasiado estrecha para que pasara el tractor. Allí todavía había que recurrir a la pala y la fuerza de las manos.
A mediados de enero, Mikael Blomkvist encargó a su abogado que averiguara cuándo le tocaba cumplir sus tres meses de condena. Estaba ansioso por quitárselos de encima cuanto antes. Entrar en prisión resultó ser mucho más fácil de lo que se imaginaba. Tras unas semanas de deliberación, se decidió que Mikael se presentara el 17 de marzo en la cárcel de Rullåker, cerca de Östersund, un centro penitenciario con régimen abierto, destinado a gente con pocos antecedentes penales. El abogado de Mikael también pudo comunicarle que el tiempo de condena, con gran probabilidad, podría acortarse un poco.
– Bien -dijo Mikael sin mucho entusiasmo.
Estaba sentado a la mesa de la cocina, acariciando a la gata parda, que tenía por costumbre aparecer de vez en cuando y pasar la noche con Mikael. Por Helen Nilsson, la vecina de enfrente, se enteró de que la gata se llamaba Tjorven y de que no pertenecía a nadie en particular, sino que solía merodear por las casas.
Mikael se reunía con Henrik Vanger casi todas las tardes. Unas veces tenían una breve charla, otras se quedaban horas y horas hablando de la desaparición de Harriet Vanger y de todo tipo de detalles de la investigación privada de Henrik Vanger
En muchas ocasiones, las conversaciones consistían en que Mikael presentaba una teoría que luego Henrik echaba por tierra. Mikael intentaba mantener la distancia con respecto a su misión, pero había momentos en los que se quedaba irremediablemente fascinado por el misterioso rompecabezas que constituía la desaparición de Harriet Vanger
Mikael le había asegurado a Erika que también diseñaría una estrategia para poder emprender la batalla con Hans-Erik Wennersrtöm, pero en todo el mes que llevaba en Hedestad ni siquiera había abierto las viejas carpetas cuyo contenido le habían conducido ante el juez. Al contrario, evitaba el problema. Cada vez que se ponía a pensar en Wennersrtöm y su propia situación, las fuerzas le flaqueaban y caía en el más profundo desánimo. En los momentos de lucidez se preguntaba si iba camino de volverse igual de chalado que el viejo. Su carrera profesional se había derrumbado como un castillo de naipes y su reacción no había sido otra que esconderse en un pequeño pueblo en el campo para cazar fantasmas. Además, echaba de menos a Erika.
Henrik Vanger contemplaba a su colaborador con una discreta preocupación. Sospechaba que Mikael Blomkvist no siempre se encontraba en perfecto equilibrio. A finales de enero, el viejo tomó una decisión que incluso a él mismo le sorprendió. Cogió el teléfono y llamó a Estocolmo. La conversación duró veinte minutos y versó mayoritariamente sobre Mikael Blomkvist.
Hizo falta casi un mes para que a Erika se le pasara el enfado. Llamó a las nueve y media de una de las últimas noches de enero.
– ¿Piensas realmente quedarte ahí arriba? -fue su saludo inicial. La llamada pilló a Mikael tan desprevenido que al principio no supo qué replicar. Luego sonrió y se arrebujó aún más en la manta.
– Hola, Ricky. Deberías probarlo tú también.
– ¿Por qué? ¿Vivir en el culo del mundo tiene algún encanto especial?
– Acabo de lavarme los dientes con agua helada. Me duelen hasta los empastes.
– Pues ¡allá tú! La verdad es que aquí en Estocolmo también hace un frío que pela.
– Cuéntame.
– Hemos perdido dos tercios de nuestros anunciantes. Nadie quiere decirlo claramente, pero…
– Ya lo sé. Haz una lista de los que abandonan. Algún día hablaremos de ellos en el reportaje que se merecen.
– Micke…, he hecho mis cálculos y si no tenemos nuevos anunciantes para este otoño, nos hundimos. Así de claro.
– Las cosas cambiarán.
Erika se rió sin ganas al otro lado del teléfono.
– Mira, no puedes decir eso y quedarte tan ancho ahí arriba escondido entre los malditos lapones.
– Oye, hay por lo menos cincuenta kilómetros hasta el pueblo sami más cercano.
Erika se calló.
– Erika: yo…
– Ya lo sé. A man's gotta do what a man's gotta do and all that crap. No hace falta que digas nada. Perdóname por haber sido tan cabrona y no haber contestado a tus llamadas. ¿Podemos volver a empezar? ¿Quieres que suba a verte?
– Cuando quieras.
– ¿Tengo que llevar escopeta para defenderme de los lobos?
– No te preocupes. Contrataremos a unos lapones con trineos y perros. ¿Cuándo vienes?
– El viernes por la noche, ¿de acuerdo?
De repente, la vida le pareció infinitamente más llena de color.
A excepción del estrecho sendero que conducía hasta la puerta, el jardín de Mikael tenía casi un metro de nieve. Durante un largo minuto, Mikael miró con pereza la pala, luego cruzó el camino hasta la casa de Gunnar Nilsson y preguntó si Erika podía dejar allí su BMW cuando viniera. No había problema. Les sobraba sitio en el doble garaje y además podían ofrecerle un calentador de motores.
Erika subió en coche y llegó sobre las seis de la tarde. Durante unos segundos se observaron el uno al otro, en actitud expectante, y luego se fundieron en un abrazo considerablemente más largo.
Aparte de la iglesia iluminada no había mucho que ver en la oscuridad de la noche; tanto Konsum como el Café de Susanne estaban a punto de cerrar. Así que se fueron apresuradamente. Mikael preparó la cena mientras Erika dio una vuelta inspeccionando la casa, hizo comentarios sobre los Rekordmagasinet conservados desde los años cincuenta y fisgoneó en las carpetas del estudio. Cenaron chuletas de cordero y patatas con una consistente salsa de nata -demasiadas calorías-, todo regado con vino tinto. Mikael intentó sacar el tema, pero Erika no estaba de humor para hablar de Millennium. Así que conversaron durante dos horas sobre lo que hacía Mikael allí arriba y sobre cómo estaban. Luego se fueron a comprobar si la cama era lo suficientemente ancha para los dos.