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La próxima parada era el Camille's House of Fashion, a ciento cincuenta metros más abajo en la misma calle. Salió al cabo de una hora llevando botas y medias negras, una falda de color arena con una blusa a juego, una chaqueta corta y una boina. Todo de marca. Se lo había dejado elegir al vendedor. También se llevó un exclusivo maletín de cuero y una pequeña maleta Samsonite. Para coronar la obra, unos discretos pendientes y una sencilla cadena de oro alrededor del cuello. Le hicieron un cargo de cuarenta y cuatro mil coronas en la tarjeta de crédito.

Además, por primera vez en su vida, Lisbeth Salander lucía un pecho que, al contemplarse en el espejo de la puerta, la dejó sin aliento. Aquel pecho era igual de falso que la identidad de Monica Sholes. Estaba hecho de látex y lo había adquirido en una tienda de Copenhague donde hacían sus compras los travestís.

Ya estaba preparada para entrar en combate.

Poco después de las nueve, caminó dos manzanas hasta el prestigioso hotel Zimmertal, donde tenía una habitación reservada a nombre de Monica Sholes. Le dio el equivalente a cien coronas de propina al chico que le subió la nueva maleta, la cual contenía su bolsa de viaje. La suite era pequeña y sólo costaba veintidós mil coronas por día. Había reservado una noche. Tras quedarse sola, echó un vistazo a su alrededor. Desde la ventana disfrutaba de una fantástica vista sobre Zurich See, cosa que no le interesaba lo más mínimo. En cambio, pasó cinco minutos delante de un espejo contemplándose a sí misma con unos ojos como platos. Estaba viendo a una persona completamente extraña. La rubia Monica Sholes, de generoso pecho y melena de paje, llevaba más maquillaje del que usaba Lisbeth en un mes. Tenía un aspecto… diferente.

A las nueve y media pudo, por fin, desayunar en el bar del hotel: dos tazas de café y un bagel con mermelada. Coste: doscientas diez coronas. Are these people nuts?

Poco antes de las diez, Monica Sholes dejó la taza de café, abrió su móvil y marcó un número que la conectó con un módem ubicado en Hawai. A los tres tonos, sonó la señal de conexión. El módem se inició. Monica Sholes contestó introduciendo un código de seis cifras en su móvil y envió un mensaje que daba la orden de poner en marcha un programa que Lisbeth Salander había diseñado especialmente para ese fin.

El programa dio señales de vida en Honolulú, en una página web anónima de un servidor que pertenecía formalmente a la universidad. Era sencillo. Su única función consistía en enviar instrucciones para activar otro programa en otro servidor; en este caso, una página web normal y corriente que ofrecía servicios de Internet en Holanda. El objetivo era buscar el espejo del disco duro de Hans-Erik Wennerström, y asumir el comando sobre el programa que informaba del contenido de sus más de tres mil cuentas bancarias en todo el mundo.

Sólo le interesaba una en concreto. Lisbeth Salander había notado que Wennerström la consultaba un par de veces por semana. Si él encendiera su ordenador y entrara precisamente en ese archivo, todo tendría un aspecto perfectamente normal. El programa presentaría pequeños cambios esperables, calculados según los movimientos habituales producidos en la cuenta durante los últimos seis meses. Si durante las próximas cuarenta y ocho horas Wennerström diera una orden de pago o transferencia, el programa le informaría de que su petición se había realizado. En realidad, el movimiento sólo se habría hecho en el espejo del disco duro que estaba en Holanda.

Monica Sholes apagó el móvil en el momento en que escuchó cuatro breves tonos confirmando que el programa estaba en marcha.

Abandonó el Zimmertal y se dirigió al Bank Hauser General, justo enfrente, donde había concertado una cita con un tal Wagner, el director, a las diez de la mañana. Llegó tres minutos antes, tiempo que dedicó a posar delante de la cámara de vigilancia, que le sacó una foto al pasar a la zona de despachos para consultas más privadas y discretas.

– Necesito ayuda con una serie de transacciones -dijo Monica Sholes en un impecable inglés de Oxford. Al abrir su maletín dejó caer, como por casualidad, un bolígrafo publicitario que revelaba que se alojaba en el hotel Zimmertal y que el director Wagner recogió educadamente. Ella le dedicó una picara sonrisa y escribió el número de la cuenta en el cuaderno de la mesa que tenía enfrente.

El director Wagner le echó una mirada y le colocó la etiqueta de «hija consentida de quién sabe quién».

– Se trata de una serie de cuentas en el Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán. Transferencia automática contra códigos de clearing en secuencia.

– Fräulein Sholes: imagino que ha traído todos los códigos de clearing -dijo él.

– Aber natürlich -contestó ella con un acento tan fuerte que resultó evidente que tenía un pésimo alemán de colegio.

Empezó a recitar series de números de dieciséis cifras sin servirse, ni una sola vez, de ningún papel. El director Wagner se dio cuenta de que iba a ser una mañana laboriosa, pero por el cuatro por ciento de comisión en las transferencias estaba dispuesto a saltarse la comida.

Tardaron más de lo que ella había calculado. Hasta poco después de las doce, con algo de retraso según el horario previsto, Monica Sholes no dejó el Bank Hauser General. Volvió al hotel Zimmertal andando. Se dejó ver por la recepción antes de subir a su habitación para quitarse la ropa que acababa de comprar. Continuó con el pecho de látex puesto, pero sustituyó la peluca de paje por el largo pelo rubio de Irene Nesser. Se vistió con ropa más cómoda: botas con tacones muy altos, pantalones negros, un sencillo jersey y una clásica cazadora de cuero negro comprada en el Malungsboden de Estocolmo. Se examinó detenidamente ante el espejo. No presentaba, en absoluto, un aspecto desaliñado, pero tampoco era ya una rica heredera. Antes de que Irene Nesser abandonara la habitación, seleccionó unas cuantas obligaciones y las guardó en una fina carpeta.

A la una y cinco, con unos pocos minutos de retraso, entró en el Bank Dorffmann, situado a unos setenta metros del Bank Hauser General. Irene Nesser tenía concertada una reunión con un tal Hasselmann, que era el director. Ella pidió disculpas por su retraso. Hablaba un impecable alemán, aunque con acento noruego.

– No se preocupe, Fräulein -contestó el director Hasselmann-. ¿En qué puedo serle útil?

– Quiero abrir una cuenta. Tengo unas obligaciones que me gustaría convertir.

Irene Nesser colocó la carpeta sobre la mesa.

El director Hasselmann hojeó el contenido, primero con rapidez. luego más despacio. Arqueó una ceja y sonrió cortésmente.

Abrió cinco cuentas que podría manejar a través de Internet y que tenían como titular a una empresa buzón anónima de Gibraltar que un agente local le había montado por cincuenta mil de las coronas que Mikael Blomkvist le prestó. Convirtió cincuenta obligaciones en dinero que ingresó en esas cuentas. Cada obligación valía un millón de coronas.

Su gestión en el Bank Dorffmann se prolongó tanto que se retrasó aún más en el horario. Le resultó imposible terminar sus últimas transacciones antes de que los bancos cerraran. Por eso, Irene Nesser regresó al hotel Matterhorn, donde se dejó ver durante una hora para que advirtieran su presencia. Sin embargo, le dolía la cabeza y se retiró pronto. Compró aspirinas en la recepción, pidió que la despertaran a las ocho de la mañana y subió a la habitación.

Eran casi las cinco y todos los bancos europeos habían cerrado. En cambio, los del continente americano estaban abiertos. Encendió su PowerBook y se conectó a la red a través de su móvil. Tardó una hora en vaciar las cuentas que acababa de abrir en el Bank Dorffmann.

Dividió el dinero en pequeñas cantidades y lo usó para pagar supuestas facturas de un gran número de empresas ficticias distribuidas por todo el mundo. Por curioso que pueda parecer, al final todo ese capital acabó siendo transferido al Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán, pero esta vez a una cuenta completamente distinta a aquellas de las que había salido esa misma mañana.

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