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Por un instante, Mikael experimentó una increíble sensación, como si su cuerpo y su alma se unieran. Veía con total nitidez y pudo discernir hasta la más mínima mota de polvo de la habitación. Oía perfectamente; percibía cada respiración o cada roce de ropa, como si el sonido procediera de unos auriculares puestos en sus orejas. Sintió el olor a sudor de Lisbeth Salander y el del cuero de su cazadora. Luego la sensación desapareció cuando la sangre empezó a fluir nuevamente hasta su cabeza, y su cara recuperó su color habitual.

Lisbeth Salander giró la cabeza en el mismo momento en que Martin Vanger desaparecía por la puerta. Se levantó rápidamente y buscó la pistola; examinó el cargador y le quitó el seguro. Mikael advirtió que no debía de ser la primera vez que manejaba armas de fuego. Miró a su alrededor y descubrió las llaves de las esposas sobre la mesa.

– Le cogeré -dijo, y se fue corriendo hacia la puerta.

Cogió las llaves a la carrera y, con un revés, las tiró al suelo, donde estaba Mikael.

Mikael intentó gritarle que esperara, pero no le salió más que un áspero sonido apagado cuando ella ya había desaparecido por la puerta.

A Lisbeth no se le había olvidado que Martin Vanger tenía una escopeta en algún sitio, y, al llegar al pasadizo que conducía del garaje a la cocina, se detuvo con la pistola en la mano, lista para disparar. Aguzó el oído, pero no pudo apreciar ni el más mínimo ruido que revelara dónde se hallaba su presa. Por puro instinto se fue acercando a la cocina; casi había llegado cuando oyó un coche arrancar en el patio.

Salió corriendo por la puerta lateral del garaje. Desde el camino vio cómo un par de luces traseras pasaban la casa de Henrik Vanger y giraban hacia el puente; echó a correr todo lo que le permitieron sus piernas. Se metió la pistola en el bolsillo de la cazadora y no se preocupó del casco al montarse en la moto. Unos pocos segundos más tarde ya estaba cruzando el puente.

Tal vez él le llevara una ventaja de unos noventa segundos cuando ella llegó a la rotonda del acceso a la E 4. No lo pudo ver. Paró, apagó el motor y se quedó escuchando.

El cielo estaba lleno de pesadas nubes. En el horizonte se adivinaba el amanecer. Luego percibió el sonido de un motor y divisó el destello del coche de Martin Vanger en la E 4 en dirección sur. Lisbeth volvió a arrancar la moto, metió una marcha y pasó por debajo del viaducto. Al salir de la curva de la cuesta que accedía a la autopista iba ya a 80 kilómetros por hora. Por delante tenía una recta. No había tráfico: le dio gas a tope y salió volando. Cuando la carretera empezó a encorvarse a lo largo de una larga loma, Lisbeth iba a 170, más o menos la máxima velocidad que su moto ligera, trucada por ella misma, era capaz de alcanzar cuesta abajo. Al cabo de dos minutos descubrió el coche de Martin Vanger a unos cuatrocientos metros por delante.

«Análisis de consecuencias. ¿Qué hago ahora?»

Redujo a unos razonables 120 kilómetros por hora y se mantuvo a la misma velocidad que él. Al pasar por unas curvas muy cerradas lo perdió de vista durante algunos segundos. Luego salieron a una larga recta. Ella se hallaba a unos doscientos metros del coche.

Él debió de ver el faro de su moto porque aumentó la velocidad en un largo tramo en curva. Ella le dio más gas, pero Martin ganó terreno en las curvas.

A lo lejos, Lisbeth divisó los faros de un camión que venía de frente. Martin Vanger también los vio. De repente, él aumentó aún más la velocidad y pasó al carril contrario apenas unos ciento cincuenta metros antes del encuentro. Lisbeth vio cómo el camión frenaba y hacía señas desesperadamente con los faros, pero recorrió la distancia en pocos segundos y la colisión resultó inevitable. Martin Vanger se estampó frontalmente contra el camión produciendo un horrible estruendo.

Lisbeth Salander frenó de manera instintiva. Luego vio cómo el remolque del camión empezaba a invadir su carril cerrándole el paso. Con la velocidad que llevaba le quedaban unos dos segundos para recorrer el tramo que la separaba del lugar del accidente. Aceleró y se metió por el arcén, pasando a tan sólo un metro del remolque. Por el rabillo del ojo vio salir las llamas por debajo de la cabina del camión.

Avanzó otros ciento cincuenta metros antes de parar y darse la vuelta. Vio cómo el camionero saltaba por el lado del copiloto. Entonces volvió a acelerar. En Åkerby, dos kilómetros más al sur, se desvió a la izquierda y regresó hacia el norte por la vieja carretera paralela a la autopista E4. Pasó el lugar del accidente por una elevación del terreno y observó que dos vehículos se habían parado. Los restos del coche ardían en llamas, completamente empotrados bajo el camión. Un hombre intentaba apagar el fuego con un pequeño extintor.

Ella aceleró y pronto estuvo de vuelta en Hedeby, donde cruzó el puente con el motor a pocas revoluciones. Aparcó delante de la casita de invitados y volvió andando a casa de Martin Vanger.

Mikael seguía luchando con las esposas. Sus manos estaban tan dormidas que no podía agarrar la llave. Lisbeth le abrió las esposas y le abrazó mientras la sangre volvía a circular por las venas de sus manos.

– ¿Y Martin? -preguntó Mikael con voz ronca.

– Muerto. Se estampó de frente contra un camión, a unos cuantos kilómetros hacia el sur, cuando iba por la E 4 a ciento cincuenta por hora.

Mikael la miró fijamente. Sólo llevaba un par de minutos fuera.

– Tenemos que… llamar a la policía -graznó Mikael. De repente le invadió un intenso ataque de tos.

– ¿Por qué? -preguntó Lisbeth Salander.

Durante diez minutos, Mikael fue incapaz de levantarse. Desnudo, permaneció en el suelo apoyado contra la pared. Se masajeó el cuello y, con dedos torpes, levantó la botella de agua. Lisbeth esperó pacientemente hasta que Mikael empezó a recuperar la sensibilidad. Ella aprovechó para reflexionar.

– Vístete.

Usó la camiseta, hecha jirones, para borrar las huellas dactilares de las esposas, el cuchillo y el palo de golf. Se llevó la botella de agua.

– ¿Qué haces?

– Vístete. Está amaneciendo. Date prisa.

Mikael se puso de pie sobre sus temblorosas piernas y consiguió ponerse los calzoncillos y los vaqueros. Introdujo los pies en sus zapatillas de deporte. Lisbeth se metió los calcetines en el bolsillo y lo detuvo.

– Exactamente, ¿qué es lo que has tocado aquí?

Mikael miró a su alrededor. Intentó recordar. Al final dijo que no había tocado nada más que la puerta y las llaves. Lisbeth encontró las llaves en la americana de Martin Vanger, colgada en la silla. Limpió meticulosamente el picaporte y el interruptor y apagó la luz. Condujo a Mikael por la escalera del sótano y le pidió que esperara en el pasillo mientras ella devolvía el palo de golf a su sitio. Al volver traía una camiseta oscura que perteneció a Martin Vanger.

– Póntela. No quiero que nadie te vea esta noche andando con el torso desnudo.

Mikael se dio cuenta de que se hallaba en estado de shock. Lisbeth había asumido el mando y él obedecía sus órdenes totalmente falto de voluntad. Lo llevó fuera de la casa de Martin Vanger. Siempre abrazada a él. En cuanto cruzaron la puerta de la casa de invitados lo detuvo.

– Si resulta que alguien nos ha visto y nos pregunta qué es lo que hacíamos fuera a estas horas de la noche, estuvimos en la otra punta de la isla dando un paseo nocturno y haciendo el amor.

– Lisbeth, no puedo…

– Métete en la ducha. Ahora.

Le ayudó a desnudarse y lo mandó al cuarto de baño. Luego puso la cafetera y rápidamente preparó media docena de gruesas rebanadas de pan con queso, paté y pepinillos en vinagre. Estaba sentada junto a la mesa de la cocina sumida en una intensa reflexión cuando Mikael volvió cojeando de la ducha. Ella examinó las heridas y las magulladuras de su cuerpo. La soga le había producido una rozadura tan fuerte que tenía una marca de color rojo oscuro alrededor de todo el cuello, y el cuchillo le había causado un sangrante corte en la parte izquierda.

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