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De repente, Lisbeth Salander sintió cómo un frío polar invadía su estómago.

Martin Vanger dejó otra vez solo a Mikael durante un buen rato. Permanecía inmóvil en su incómoda posición, con las manos esposadas por detrás y el cuello sujeto con una fina cadena a la argolla del suelo. Toqueteaba las esposas, pero sabía que no conseguiría abrirlas. Le apretaban tanto que perdió la sensibilidad en las manos.

No podía hacer nada. Cerró los ojos.

Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido cuando oyó de nuevo los pasos de Martin Vanger. El empresario entró en su campo de visión. Parecía preocupado.

– ¿Incómodo? -preguntó.

– Sí -contestó Mikael.

– Es culpa tuya. Deberías haberte vuelto a casa.

– ¿Por qué matas?

– Es una elección propia. Podría pasarme toda la noche debatiendo contigo los aspectos morales e intelectuales de mis actos, pero eso no cambiaría los hechos. Intenta verlo de la siguiente manera: un ser humano es una envoltura de piel que mantiene en su sitio a las células, la sangre y las sustancias químicas. Unos pocos individuos terminan en los libros de historia. Pero la gran mayoría sucumbe y desaparece sin dejar rastro.

– Matas a mujeres.

– Los que matamos por placer, porque yo no soy el único que tiene este pasatiempo, vivimos una vida completa.

– Pero ¿por qué Harriet, tu propia hermana?

De repente la cara de Martin Vanger se desencajó. De una sola zancada se acercó a Mikael y lo agarró del pelo.

– ¿Qué pasó con ella?

– ¿Qué quieres decir? -jadeó Mikael.

Intentó girar la cabeza para reducir el dolor del cuero cabelludo. La cadena se tensó enseguida alrededor del cuello.

– Tú y Salander. ¿Qué habéis encontrado?

– Suéltame. ¿No estábamos hablando?

Martin Vanger le soltó el pelo y se sentó con las piernas cruzadas delante de Mikael. Sostenía un cuchillo en la mano. Le puso la punta contra la piel, justo debajo del ojo. Mikael se obligó a desafiar la mirada de Martin Vanger.

– ¿Qué coño pasó con ella?

– No te entiendo. Creía que la habías matado tú.

Martin Vanger miró fijamente a Mikael durante un buen rato. Luego se relajó. Se levantó y se puso a deambular por la habitación reflexionando. Dejó caer el cuchillo al suelo, se rió y se volvió hacia Mikael.

– Harriet, Harriet; siempre esa Harriet. Intentamos… hablar con ella. Gottfried procuró educarla. Pensamos que era una de los nuestros, que aceptaría su deber, pero no era más que una simple… puta. Creía que la tenía bajo control, pero se lo pensaba contar todo a Henrik y comprendí que no me podía fiar de ella. Tarde o temprano se chivaría.

– La mataste.

– Quería matarla. Tuve la intención de hacerlo, pero llegué tarde. No pude cruzar hasta la isla.

El cerebro de Mikael intentaba asimilar la información, pero era como si apareciera un letrero con el texto information overload. Martin Vanger no sabía lo que había pasado con su hermana.

De repente, Martin Vanger se sacó el teléfono móvil de la americana, examinó la pantalla y lo colocó encima de la silla, junto a la pistola.

– Ya va siendo hora de que terminemos con todo esto. Necesito tiempo para encargarme también de tu urraca anoréxica esta misma noche.

Abrió un armario, sacó una estrecha correa de cuero y se la puso a Mikael alrededor del cuello, a modo de soga, con un nudo corredizo. Soltó la cadena que mantenía a Mikael encadenado al suelo, lo levantó y lo empujó contra la pared. Introdujo la correa de cuero en una argolla del techo, sobre la cabeza de Mikael, y la tensó de tal modo que éste se vio obligado a ponerse de puntillas.

– ¿Te aprieta demasiado? ¿No puedes respirar?

La aflojó unos centímetros y enganchó el extremo de la correa en la pared, un poco más abajo.

– No quiero que te ahogues tan pronto.

La soga le apretaba el cuello con tanta fuerza que no era capaz de pronunciar ni una palabra. Martin Vanger lo contempló con atención.

De repente le desabotonó los pantalones y se los bajó junto con los calzoncillos. Cuando se los sacó, Mikael perdió el contacto con el suelo y durante unos segundos estuvo colgando de la soga antes de que los dedos de sus pies volvieran a tocar tierra. Martin Vanger se acercó a un armario y buscó unas tijeras. Hizo jirones la camiseta de Mikael y la tiró al suelo. Luego se alejó un poco y se puso a contemplar a su víctima.

– Es la primera vez que tengo a un chico aquí -dijo Martin Vanger con voz seria-. Nunca he tocado a otro hombre… aparte de mi padre. Era mi deber.

Las sienes de Mikael palpitaban. No podía dejar caer su peso corporal sobre los pies sin estrangularse. Palpando con los dedos la pared de hormigón intentó agarrarse a algo, pero allí no había nada a lo que asirse.

– Es la hora -dijo Martin Vanger.

Puso la mano en la correa y tiró hacia abajo. Mikael sintió de inmediato cómo la soga cortaba su cuello todavía más.

– Siempre me he preguntado qué sabor tendrá un hombre.

Aumentó la presión de la soga y, acto seguido, se inclinó hacia delante y besó a Mikael en la boca. En ese mismo instante se oyó una gélida voz retumbar en la habitación.

– Oye, tú, jodido cerdo asqueroso; en este puto pueblo sólo yo tengo derecho a eso.

Mikael oyó la voz de Lisbeth a través de una roja niebla. Consiguió enfocar la mirada y la vio al lado de la puerta. Observaba a Martin Vanger con unos ojos inexpresivos.

– No… ¡Corre! -graznó Mikael.

Mikael no vio la expresión de Martin Vanger, pero pudo sentir su shock al darse éste la vuelta. Por un segundo el tiempo se detuvo. Luego Martin Vanger alargó la mano hasta la pistola que había dejado sobre la silla.

Lisbeth Salander dio tres rápidos pasos hacia delante y levantó un palo de golf que llevaba escondido en la espalda. El hierro dibujó en el aire un amplio arco y le dio a Martin Vanger en toda la clavícula. Fue un golpe brutal y Mikael pudo oír cómo algo se rompía. Martin Vanger aulló.

– ¿Te gusta el dolor? -preguntó Lisbeth Salander.

Su voz sonaba áspera como el papel de lija. Mikael no olvidaría en la vida la cara de Lisbeth cuando se lanzó al ataque. Enseñaba los dientes como una fiera. Los ojos le brillaban con un intenso negro azabache. Se movía como una araña, rápida como un rayo, y parecía totalmente centrada en su presa cuando volvió a levantar el palo de golf y le dio a Martin Vanger en las costillas.

Martin Vanger tropezó con la silla y se cayó. La pistola fue a parar al suelo, ante los pies de Lisbeth, quien la apartó de una patada, lejos de él.

Luego le asestó un tercer golpe, justo cuando Martin Vanger intentó incorporarse. Con un chasquido seco le alcanzó la cadera. De la garganta de Martin Vanger surgió un espeluznante grito. El cuarto golpe, dado desde atrás, le alcanzó el omoplato.

– Lis… errth… -graznó Mikael.

Estaba a punto de perder la conciencia; el dolor de las sienes le resultaba casi insoportable.

Lisbeth se volvió hacia él y vio que su cara estaba roja como un tomate; tenía los ojos desorbitados y la lengua a punto de salírsele de la boca.

Miró rápidamente a su alrededor y descubrió el cuchillo en el suelo. Luego le echó una mirada a Martin Vanger, quien había conseguido ponerse de rodillas e intentaba alejarse arrastrándose con un flácido brazo colgando. No iba a causarle el menor problema durante los próximos segundos. Lisbeth dejó caer el palo de golf y recogió el cuchillo. Tenía una buena punta, pero no estaba muy afilado. Se puso de puntillas y empezó a cortar frenéticamente para desgastar la correa de cuero. Transcurrieron varios segundos hasta que Mikael, por fin, se desplomó sobre el suelo. Pero la soga se había cerrado alrededor de su cuello.

Lisbeth Salander miró de nuevo a Martin Vanger. Se había puesto de pie, pero estaba encorvado. Lo ignoró e intentó meter los dedos por dentro de la soga. Al principio no se atrevió a usar el cuchillo, pero después metió la punta y, al intentar ensanchar la cuerda, hirió levemente el cuello de Mikael. Finalmente la soga cedió, y Mikael pudo tomar aire con unas ruidosas y roncas inspiraciones.

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