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Al final, Mikael hizo de tripas corazón y entró en la redacción, que estaba medio vacía. Pudo ver a Erika en su despacho con el teléfono pegado a la oreja. Tan sólo dos de los colaboradores se encontraban en la redacción. Monika Nilsson, de treinta y siete años, era una hábil reportera especializada en temas políticos y probablemente la cínica más consumada que Mikael había conocido en su vida. Llevaba nueve años en Millennium, donde se sentía muy a gusto. El colaborador más joven de la redacción se llamaba Henry Cortez y tenía veinticuatro años. Había entrado directamente desde la Escuela Superior de Periodismo, dos años antes, para hacer las prácticas, declarando que era en Millennium -y en ningún otro sitio- donde quería trabajar. El presupuesto de Erika no daba para contratarle, pero le ofrecieron una mesa en un rincón y le integraron en el equipo como freelance fijo.

Encantados, los dos irrumpieron en gritos al ver a Mikael, y lo recibieron con besos y unas palmadas en la espalda. Enseguida le preguntaron si pensaba volver, pero suspiraron decepcionados cuando les explicó que le quedaban todavía seis meses en Norrland y que sólo había pasado por allí para saludarlos y hablar con Erika.

Erika también se alegró de verle; sirvió café y cerró la puerta de su despacho. Se interesó inmediatamente por la salud de Henrik Vanger. Mikael le explicó que sólo sabía lo que le había dicho Dirch Frode: su estado era grave, pero el viejo todavía seguía con vida.

– ¿Qué haces en la ciudad?

Mikael no supo qué decir. Milton Security estaba a sólo unas pocas manzanas de distancia; su visita respondía más bien a un impulso espontáneo. Le parecía complicado explicarle a Erika que acababa de contratar a una asesora personal de una empresa de seguridad, la misma persona que había pirateado su ordenador. Se encogió de hombros y dijo que se había visto obligado a bajar a Estocolmo por un asunto relacionado con Vanger y que regresaba de inmediato al norte. Preguntó cómo les iba en la redacción.

– Aparte de las agradables noticias, tanto el número de anuncios como de suscriptores continúa subiendo, hay un nubarrón que se avecina por el horizonte.

– ¿Ah, sí?

– Janne Dahlman.

– Claro.

– En abril, poco después de que hiciéramos público que Henrik Vanger entraba como socio, tuve que hablar seriamente con él. No sé si es así de negativo por naturaleza o si hay algo más. Tal vez esté jugando.

– ¿Qué ocurrió?

– Ya no me fío de él. Tras firmar el acuerdo con Henrik Vanger, Christer y yo podíamos optar por informar inmediatamente a toda la redacción de que ya no corríamos el riesgo de tener que cerrar en otoño, o…

– O avisar a unos cuantos colaboradores de manera selectiva.

– Exacto. Quizá me haya vuelto paranoica, pero no quería arriesgarme a que Dahlman filtrara la historia. Así que decidimos informar a toda la redacción el mismo día que se hizo pública la noticia. Por lo tanto, estuvimos callados durante más de un mes.

– Bueno, eran las primeras noticias buenas que la redacción recibía en muchos años. Todo el mundo lanzó gritos de júbilo, menos Dahlman. Bueno, ya sabes que no somos precisamente la redacción más grande del mundo; o sea, tres personas saltan de alegría, más el becario, y una persona se cabrea porque no lo han puesto al corriente del acuerdo con anterioridad…

– También tenía su parte de razón…

– Ya lo sé. Lo que pasa es que seguía dando la lata sobre el tema un día sí y otro también, y el ambiente de la redacción cayó en picado. Tras dos semanas soportando esa mierda lo llamé al despacho y le expliqué que la razón por la que no había informado a la redacción era porque no tenía confianza en él y no estaba segura de que supiera guardar silencio.

– ¿Y cómo se lo tomó?

– Evidentemente, se mostró muy herido e indignado. Yo no me eché atrás y le di un ultimátum: o se espabilaba o ya podía ponerse a buscar otro trabajo.

– ¿Y?

– Ha mejorado. Pero sólo va a lo suyo y hay mucha tensión entre él y el resto de la redacción. Christer no le soporta y se lo demuestra muy claramente siempre que tiene ocasión.

– ¿Qué es lo que sospechas de Dahlman?

Erika suspiró.

– No lo sé. Le contratamos hace un año, cuando ya habíamos empezado la batalla con Wennerström. No puedo probar absolutamente nada, pero me da la sensación de que no trabaja para nosotros.

Mikael asintió con la cabeza.

– Confía en tu instinto.

– A lo mejor es sólo un cabrón que sigue sin encontrar su sitio y que va creando mal rollo a su alrededor.

– Es posible. Pero estoy de acuerdo contigo en que fue un error contratarle.

Veinte minutos más tarde, Mikael pasaba por Slussen de camino al norte en el coche que le había prestado la mujer de Dirch Frode, un Volvo de diez años que ella no usaba nunca. Le había prometido dejárselo las veces que quisiera.

Se trataba de pequeños y sutiles detalles que Mikael habría pasado por alto si no hubiera estado más atento. Una pila de papeles algo menos ordenada de lo que recordaba. Un archivador no del todo colocado en su sitio en la estantería. Y el cajón de la mesa se hallaba completamente cerrado; Mikael recordaba perfectamente que se había quedado algo entreabierto cuando el día anterior abandonó la isla de Hedeby para ir a Estocolmo.

Se quedó un rato inmóvil, asaltado por la duda. Luego una total certidumbre se fue imponiendo en su interior: alguien había estado en su casa.

Salió al porche y miró a su alrededor. Había cerrado la puerta con llave, pero era una vieja cerradura normal y corriente; sin duda, se abría con un simple destornillador. Por otra parte, sabe Dios cuántas copias de llaves circularían por allí. Volvió a entrar y examinó sistemáticamente su cuarto de trabajo por si había desaparecido algo. Al cabo de un rato llegó a la conclusión de que no faltaba nada.

No obstante, era un hecho más que evidente que alguien había entrado en la casa para fisgonear en sus papeles y carpetas. El ordenador lo llevaba en el coche, así que eso no lo habían podido tocar. Dos preguntas le vinieron a la mente: ¿quién?, y ¿cuánto habría sacado en claro aquel misterioso visitante?

Las carpetas formaban parte del material de Henrik Vanger que Mikael había vuelto a llevar a la casa después de salir de la cárcel. No había nada nuevo. Los cuadernos de la mesa resultarían indescifrables para alguien no iniciado, pero la persona que había estado revolviendo sus cajones ¿era alguien no iniciado?

Lo más grave era una pequeña funda de plástico donde había metido la lista de los supuestos números de teléfono y una copia pasada a limpio de las citas bíblicas a las que hacían referencia. Quien estuviera husmeando en su estudio sabía ahora que Mikael había descifrado el código de la Biblia.

«¿Quién?»

Henrik Vanger estaba en el hospital. De Anna, el ama de llaves, no sospechaba. ¿Dirch Frode? Ya conocía todos los detalles… Cecilia Vanger había cancelado su viaje a Florida y acababa de volver de Londres acompañada de su hermana. No se habían encontrado todavía, pero la vio a lo lejos el día anterior cuando pasó el puente en un coche. Martin Vanger. Harald Vanger. Birger Vanger, que apareció un día después del infarto de Henrik, cuando lo convocaron a un consejo familiar al que Mikael no había sido invitado. Alexander Vanger. Isabella Vanger: una mujer cualquier cosa menos simpática.

¿Con quién había hablado Frode? ¿Qué se le habría escapado? ¿Cuántos de los más allegados estaban al tanto de que Mikael, efectivamente, había abierto una brecha en sus pesquisas?

Eran más de las ocho de la noche. Llamó a Låsjouren, en Hedestad, para que fueran a cambiarle la cerradura de la puerta. El cerrajero le dijo que podría ir al día siguiente. Mikael prometió pagarle el doble si acudía inmediatamente. Acordaron que pasara sobre las diez y media de la noche para instalar una nueva cerradura de seguridad.

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