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Sobre las ocho y media de la noche, mientras esperaba al cerrajero, Mikael se acercó a casa de Dirch Frode y llamó a la puerta. La mujer de Frode lo acompañó al jardín de detrás y le ofreció una cerveza fresca que Mikael aceptó con mucho gusto. Quería saber cómo se encontraba Henrik Vanger.

Dirch Frode negaba con la cabeza.

– Le han operado. Tiene una arteriosclerosis coronaria. El médico dice que el mero hecho de que esté vivo es esperanzador, pero los próximos días van a ser críticos.

Meditaron un rato acerca de esas palabras mientras se tomaban la cerveza.

– ¿Has hablado con él?

– No. No estaba en condiciones. ¿Qué tal en Estocolmo?

– Lisbeth Salander ha aceptado. Aquí está el contrato de Dragan Armanskij. Lo tienes que firmar y luego enviárselo.

Frode hojeó los papeles.

– Nos va a salir cara -constató.

– Henrik se lo puede permitir.

Frode asintió, sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa y firmó con un garabato.

– Es mejor que lo firme mientras Henrik esté vivo. ¿Puedes pasar por el buzón que hay al lado de Konsum?

A medianoche Mikael ya estaba acostado, pero le resultaba difícil conciliar el sueño. Hasta ese momento su estancia en la isla de Hedeby había tenido el carácter de una investigación de curiosidades históricas. Pero si a alguien le interesaban sus actividades lo suficiente como para entrar en su estudio, tal vez la historia tuviera más relación con el presente de lo que creía.

De repente se le ocurrió que había otras personas que también podrían interesarse por lo que hacía. La súbita aparición de Henrik Vanger en la junta directiva de Millennium difícilmente habría pasado desapercibida para Hans-Erik Wennerström. ¿O acaso este tipo de ideas indicaba que se estaba volviendo paranoico?

Mikael se levantó de la cama. Desnudo, se acercó a la ventana de la cocina y se quedó pensativo observando la iglesia. Encendió un cigarrillo.

No llegaba a entender a Lisbeth Salander. Tenía un comportamiento raro, con largas pausas en medio de la conversación. El desorden de su casa rayaba el caos: una montaña de bolsas de periódicos en la entrada y una cocina que llevaba años sin limpiar. Su ropa se esparcía por todo el suelo; obviamente, se había pasado toda la noche de juerga. Los chupetones de su cuello evidenciaban que había disfrutado de compañía en la cama. Llevaba numerosos tatuajes por todo el cuerpo y un par de piercings en la cara. Y quién sabe en qué otros sitios. En resumen, se trataba de una chica un tanto peculiar.

Pero, por otra parte, Armanskij le había asegurado que era la mejor investigadora de la empresa; y el detallado y minucioso informe sobre Mikael demostraba que, indudablemente, era muy meticulosa. «Una chica rara.»

Lisbeth Salander se hallaba delante de su PowerBook reflexionando sobre su reacción a la visita de Mikael Blomkvist. En su vida adulta, nunca había dejado que nadie no invitado expresamente con anterioridad entrara en su casa; y ese reducido grupo de personas se podía contar con los dedos de una mano. Mikael había irrumpido en su vida desvergonzadamente y ella no fue capaz de reaccionar más que con unas sosas protestas.

Y no sólo eso; le tomó el pelo. Se rió de ella.

Normalmente, un comportamiento así la habría puesto en alerta para apretar mentalmente el gatillo. Pero no sintió ni la más mínima amenaza ni enemistad por su parte. Él tenía razones para echarle una buena bronca, incluso, tras descubrir que había pirateado su ordenador, para denunciarla a la policía. Pero también se había reído de eso.

Fue la parte más delicada de su conversación. Le dio la sensación de que Mikael, conscientemente, evitaba sacar el tema, y al final ella no pudo resistirse a hacerle la pregunta.

– Has dicho que sabías lo que yo había hecho.

– Eres una hacker. Has entrado en mi ordenador.

– ¿Cómo te has enterado?

Lisbeth estaba perfectamente segura de no haber dejado rastro alguno y de que su infracción no podría descubrirse a menos que un experto en seguridad informática de alto nivel estuviese escaneando el disco duro en el preciso instante en que ella entraba.

– Cometiste un error.

Le explicó cómo ella había citado la versión de un texto que sólo existía en su ordenador y en ningún otro sitio más.

Lisbeth Salander permaneció callada un buen rato. Al final, lo miró con ojos inexpresivos.

– ¿Cómo lo hiciste? -preguntó Mikael.

– Es un secreto. ¿Qué piensas hacer?

Mikael se encogió de hombros.

– ¿Qué opciones tengo? Tal vez debería hablar contigo de la ética y de la moral, y del peligro de hurgar en la vida privada de la gente.

– Es lo mismo que haces tú como periodista.

Mikael asintió con la cabeza.

– Pues sí. Precisamente por eso los periodistas tenemos una comisión ética que controla los aspectos morales. Cuando escribo un texto sobre un hijo de puta del mundo de la banca, no incluyo, por ejemplo, su vida sexual. No menciono que una estafadora de cheques es lesbiana o que le pone hacerlo con su perro o cosas así, aunque sea verdad. Incluso los cabrones tienen derecho a la intimidad, y resulta muy fácil herir a la gente atacando su forma de vida. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Sí.

– En pocas palabras, has violado mi integridad personal. Mi jefe no necesita saber con quién me acuesto. Eso es cosa mía.

En la cara de Lisbeth Salander se dibujó una sonrisa torcida.

– Crees que no debería haberlo mencionado.

– En mi caso no tiene la mayor importancia. La mitad de Estocolmo conoce mi relación con Erika. Es sólo una cuestión de principios.

– Siendo así, quizá te gustaría saber que yo también tengo un principio; y mi propia comisión ética. Yo lo llamo «El principio de Salander». Según él, un cabrón es siempre un cabrón; y si puedo hacerle daño descubriendo sus mierdas, es que entonces lo tiene bien merecido. Sólo le pago con la misma moneda.

– Vale -contestó Mikael Blomkvist, sonriendo-. Mis ideas tampoco distan tanto de las tuyas, pero…

– Cuando investigo a alguien también tengo en cuenta mi opinión sobre él. No soy objetiva. Si parece una buena persona, puedo suavizar el informe.

– ¿De verdad?

– Fue lo que hice en tu caso. Podría haber escrito un libro sobre tu vida sexual. Podría haberle contado a Frode que Erika Berger tiene un pasado en el Club Extreme y que en los años ochenta tonteó con el BDSM, lo cual, teniendo en cuenta la naturaleza de vuestra vida sexual, habría creado, sin duda, ciertas e inevitables asociaciones de ideas.

Las miradas de Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander se cruzaron. Acto seguido él miró por la ventana y soltó una carcajada.

– Eres realmente meticulosa. ¿Por qué no lo has introducido en el informe?

– Erika Berger y tú sois personas adultas y está claro que os queréis mucho. Lo que hacéis en la cama no es asunto de nadie, y lo único que habría conseguido revelando esos datos habría sido haceros daño o proporcionarle información a alguien para que os chantajeara. ¿Quién sabe? No conozco a Dirch Frode y el material podría haber acabado en manos de Wennerström.

– ¿Y no quieres proporcionarle información a Wennerström?

– Si en un combate entre vosotros dos tuviera que elegir entre un rincón y otro del cuadrilátero, creo que acabaría en el tuyo.

– Erika y yo tenemos… nuestra relación es…

– Me importa una mierda la relación que tengáis. Pero no has contestado a mi pregunta: ¿qué piensas hacer ahora que sabes que he entrado en tu ordenador?

El silencio que guardó Mikael fue casi tan largo como el de Lisbeth.

– Lisbeth, no he venido a joderte. No pienso chantajearte. Estoy aquí para pedirte que me ayudes con una investigación. Puedes contestar sí o no. Si me dices que no, me largaré, buscaré a otra persona y nunca más sabrás nada de mí.

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