Sin embargo, después de escuchar a Henrik Vanger se dio cuenta de que aquel año no tenía por qué ser un año perdido. Un libro sobre la familia Vanger tendría valor por sí mismo; en el fondo, se trataba de una buena historia.
Ni por un segundo se le pasó por la cabeza poder dar con el asesino de Harriet Vanger, si es que realmente la habían asesinado y no había fallecido en algún absurdo accidente o desaparecido Dios sabe cómo. Mikael estaba de acuerdo con Henrik en que la probabilidad de que una chica de dieciséis años se hubiera ido voluntariamente y hubiera conseguido burlar todos los sistemas de control burocrático durante treinta y seis años era inexistente. En cambio, Mikael no quería descartar que Harriet Vanger hubiera huido; tal vez llegara a Estocolmo o quizá le ocurriera algo en el camino: drogas, prostitución, un atraco o, simplemente, un accidente.
Por su parte, Henrik Vanger estaba convencido de que Harriet había sido asesinada y de que algún miembro de la familia, tal vez en colaboración con otra persona, era el responsable. Su razonamiento se basaba en el hecho de que ella desapareciera durante aquellas dramáticas horas en las que la isla estuvo cortada y todas las miradas se centraron en el accidente.
Erika tenía razón en que, si se trataba de resolver el misterio de un crimen, la misión era un auténtico disparate. En cambio, Mikael Blomkvist empezaba a comprender que el destino de Harriet Vanger había ejercido una influencia determinante en la familia, sobre todo en Henrik Vanger. Llevara razón o no, la acusación de Henrik Vanger tenía una gran importancia en la historia de esa familia: a lo largo de más de treinta años, desde que la formulara abiertamente, había marcado las reuniones del clan y creado profundos conflictos que contribuyeron a desestabilizar a todo el Grupo Vanger. Un estudio sobre la desaparición de Harriet Vanger, por lo tanto, cumpliría su función como capítulo propio, incluso como hilo conductor de la historia de la familia; y material había de sobra… Un razonable punto de partida, tanto si Harriet Vanger era su principal misión como si simplemente se contentaba con escribir una crónica familiar, lo constituía el estudio de la galería de personajes. Sobre eso versó la conversación que mantuvo con Henrik Vanger aquel día.
La familia Vanger estaba compuesta -incluyendo a los hijos de los primos y a los primos segundos- por un centenar de personas. La familia era tan amplia que Mikael tuvo que crear una base de datos en su iBook. Usó el programa NotePad (www.ibrium.se), uno de esos geniales productos diseñado por dos chavales de la universidad KTH de Estocolmo que lo distribuían por dos duros en Internet como shareware. Al parecer de Mikael, pocos programas resultaban tan imprescindibles para un periodista de investigación. Así, cada miembro de la familia pudo contar con su propio archivo en la base de datos.
El árbol genealógico podía ser reconstruido, con toda fiabilidad, hasta comienzos del siglo XVI, cuando el apellido familiar era Vangeersad. Es posible que el nombre, según Henrik Vanger, procediera del holandés Van Geerstat; en tal caso, el origen de la familia podría remontarse incluso hasta el siglo XII.
En lo que concernía a la época moderna, la familia llegó a Suecia desde el norte de Francia a principios del siglo XIX con Jean-Baptiste Bernadotte. Alexandre Vangeersad era militar; no conocía personalmente al rey pero había destacado como jefe de guarnición. En 1818 se le regaló la finca de Hedeby en señal de agradecimiento por la fidelidad y los servicios prestados. Alexandre Vangeersad poseía, además, una fortuna propia que usó para comprar unos extensos terrenos en los bosques de la provincia de Norrland. El hijo, Adrian, nació en Francia, pero, a petición de su padre, se mudó a Hedeby, ese perdido rincón del norte lejos de los salones de París, para encargarse de la administración de la finca. Se dedicó a la agricultura y la silvicultura con nuevos métodos importados del continente, y fundó la fábrica de papel en torno a la cual se fue creando Hedestad.
El mayor de los nietos de Alexandre se llamaba Henrik, y fue él quien acortó el apellido hasta dejarlo en Vanger. Desarrolló las relaciones mercantiles con Rusia y, a mediados del siglo XIX, creó una pequeña flota comercial de goletas que hacían la ruta de los países bálticos, Alemania y la Inglaterra de la industria del acero. Diversificó la actividad empresarial de la familia: comenzó con una modesta explotación minera y fundó algunas de las primeras industrias metalúrgicas de Norrland. Dejó dos hijos, Birger y Gottfried, y fueron ellos los que asentaron las bases de las actividades financieras de la familia Vanger.
– ¿Conoces las viejas normas hereditarias? -le había preguntado Henrik Vanger a Mikael.
– No, no es precisamente un tema en el que me haya especializado.
– Te entiendo. Yo tampoco lo tengo muy claro. Según la leyenda familiar, Birger y Gottfried siempre andaban como el perro y el gato, peleándose por el poder y la influencia en la empresa familiar. En muchos sentidos, esa lucha se convirtió en un lastre que amenazaba potencialmente la supervivencia de la empresa. Por esa razón, poco antes de morir, su padre decidió crear un sistema mediante el cual todos los miembros de la familia heredarán una parte de la empresa. Bien pensado, sin duda, en su momento, pero condujo a una situación en la que, en vez de buscar a gente competente y posibles socios de fuera, acabamos con un consejo de administración compuesto por miembros de la familia cuyo voto correspondía tan sólo al uno o al dos por ciento.
– ¿Esa norma sigue vigente en la actualidad?
– Así es. Si algún miembro de la familia quiere vender su parte, ha de hacerlo dentro del ámbito familiar. La junta general de accionistas anual reúne hoy en día a unos cincuenta miembros de la familia. Martin posee poco más de un diez por ciento de las acciones; yo tengo el cinco por ciento, ya que las he ido vendiendo, entre otros, al propio Martin. Mi hermano Harald tiene el siete por ciento, pero la mayoría de los que se presentan a la junta general sólo poseen un uno por ciento o un cero coma cinco por ciento.
– No tenía ni idea de eso. Suena un poco medieval.
– Es un auténtico disparate. Implica que para que Martin pueda llevar a cabo una determinada estrategia empresarial, tiene que dedicarse a ganar adeptos para asegurarse así el apoyo de, al menos, un veinte o un veinticinco por ciento de los socios. Es todo un mosaico de alianzas, escisiones e intrigas. -Henrik Vanger prosiguió-: Gottfried Vanger murió en 1901, sin hijos. Bueno, perdona, era padre de cuatro hijas, pero en aquella época las mujeres no contaban. Tenían su parte, pero los verdaderos dueños eran los varones de la familia. Hasta que se introdujo el derecho a voto, bien entrado el siglo XX, las mujeres ni siquiera podían asistir a la junta general.
– Muy liberal.
– No te pongas irónico. Eran otros tiempos. De todos modos, el hermano de Gottfried, Birger Vanger, tuvo tres hijos: Johan, Fredrik y Gideon, todos nacidos a finales del siglo XIX. Podemos olvidarnos de Gideon Vanger; vendió su parte y emigró a América, donde todavía existe una rama de la familia. Pero Johan y Fredrik convirtieron la compañía en el moderno Grupo Vanger.
Henrik Vanger sacó un álbum y empezó a enseñarle fotos. En algunos retratos de principios del siglo pasado se veía a dos hombres con barbillas prominentes y el pelo engominado que miraban fijamente a la cámara sin el más mínimo amago de sonrisa.
– Johan Vanger era el genio de la familia; estudió para ingeniero y desarrolló la industria mecánica con varios inventos patentados. El acero y el hierro constituían la base del Grupo, pero se amplió a otros sectores como el textil. Johan Vanger murió en 1956; por aquel entonces tenía tres hijas: Sofia, Märit e Ingrid, las primeras mujeres que automáticamente tuvieron acceso a la junta general del Grupo.