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Por consiguiente, en diciembre -haciendo una breve pausa en la investigación sobre Mikael Blomkvist- se presentó en el despacho de Bjurman, en Sankt Eriks-plan, donde una mujer mayor que representaba a la comisión le entregó el extenso informe sobre Salander al abogado Bjurman. La señora le preguntó amablemente cómo se encontraba y pareció contenta con el profundo silencio que recibió como respuesta. Al cabo de una media hora la dejó al cuidado del abogado Bjurman.

Apenas cinco segundos después de darle la mano al abogado Bjurman ya le había cogido antipatía.

Mientras Bjurman leía el informe, Lisbeth lo observó de reojo. Edad: cincuenta y pico. Cuerpo atlético; tenis los martes y los viernes. Rubio. Pelo ralo. Hoyuelo en la barbilla. Perfume de Boss. Traje azul. Corbata roja con pasador de oro y ostentosos gemelos con las iniciales NEB. Gafas de montura metálica. Ojos grises. A juzgar por las revistas que había en una mesita, le interesaban la caza y el tiro.

Durante la década que estuvo con Palmgren, él solía invitarla a tomar café para charlar un rato. Ni siquiera sus peores huidas de las casas de acogida ni el sistemático absentismo escolar le hacían perder los estribos. La única vez que Palmgren se mostró realmente indignado fue cuando la detuvieron por maltratar a aquel asqueroso tipo que la tocó en Gamla Stan. «¿Entiendes lo que has hecho? Le has hecho daño a otra persona, Lisbeth.» Sonó como la bronca de un viejo profesor, pero ella la aguantó estoicamente, ignorando cada palabra

Bjurman, sin embargo, no era muy amigo de charlar. Él constató inmediatamente que, según el reglamento del administrador, había una discrepancia entre los deberes de Holger Palmgren y el hecho de que, al parecer, hubiera dejado a Lisbeth Salander al mando de su propia economía. La sometió a una especie de interrogatorio. «¿Cuánto ganas? Quiero una copia de tus gastos e ingresos. ¿Con quién te relacionas? ¿Pagas el alquiler dentro del plazo? ¿Tomas alcohol? ¿Ha aprobado Palmgren esos piercings que tienes en la cara? ¿Sabes mantener tu higiene personal?».

«Fuck you

Palmgren se había convertido en su tutor poco después de que ocurriera Todo Lo Malo. Había insistido en verla al menos una vez al mes -o incluso con mayor frecuencia- en reuniones fijadas de antemano. Además, desde que ella volvió a Lundagatan casi eran vecinos; él vivía en Hornsgatan, a sólo un par de manzanas, y, de vez en cuando, se encontraban en la calle por pura casualidad y se iban a tomar café a Giffy o a alguna otra cafetería de la zona. Palmgren nunca la molestaba, pero en alguna que otra ocasión fue a verla para darle un pequeño regalo por su cumpleaños. Lisbeth podía ir a visitarlo siempre que quisiera, un privilegio que raramente aprovechaba, pero desde que se mudó al barrio de Söder empezó a celebrar la Navidad en su casa, después de visitar a su madre. Comían el típico jamón asado navideño y jugaban al ajedrez. Ella no tenía ningún interés por el juego, pero desde que aprendió las reglas nunca perdía una partida. Palmgren era viudo y Lisbeth Salander veía como un deber compadecerse de él durante esas solitarias fiestas.

Se lo debía; y ella siempre pagaba sus deudas.

Fue Palmgren el que puso en alquiler el apartamento de la madre de Lisbeth en Lundagatan, hasta que la joven necesitó una vivienda. El piso, de cuarenta y nueve metros cuadrados, estaba sin reformar y era algo cutre; pero al menos Lisbeth tenía un techo bajo el que dormir.

Ahora Palmgren era historia y otro vínculo más con la sociedad «normal» se había roto. Nils Bjurman pertenecía a otra clase de personas. Lisbeth tenía claro que no pasaría la Nochebuena en su casa. La primera medida que él tomó fue introducir nuevas reglas referentes a cómo administrar el dinero de la cuenta corriente de Handelsbanken. Palmgren, despreocupadamente, había interpretado la ley a su manera y dejó que ella misma se hiciera cargo de su propia economía. Ella pagaba sus facturas y disponía del dinero a su antojo.

Lisbeth había preparado el encuentro con Bjurman una semana antes de Navidad, y cuando lo tuvo delante intentó explicarle que su predecesor confiaba en ella y nunca tuvo razón para no hacerlo; que Palmgren la dejaba llevar su propia vida sin meterse en sus asuntos privados.

– Ése es uno de los problemas -contestó Bjurman, golpeando el expediente con el dedo.

Le soltó un largo discurso sobre las reglas y los decretos estatales vigentes referentes a la tutela y luego le comunicó que las cosas tenían que cambiar.

– Te dejó a tu aire, ¿a que sí? Me pregunto cómo se lo permitieron.

«Porque era un loco socialdemócrata que llevaba casi cuarenta años ocupándose de niños conflictivos.»

– Ya no soy una niña -dijo Lisbeth Salander como si eso fuese suficiente explicación.

– No, no eres una niña. Pero a mí me han nombrado tu administrador y, mientras lo sea, tendré responsabilidad jurídica y económica sobre ti.

Empezó por abrir una nueva cuenta corriente, a nombre de Lisbeth, pero controlada por él. A partir de ahora, y una vez comunicado el número al departamento de personal de Milton Security, ésa sería la cuenta que ella debía usar. Salander comprendió que la buena vida se había acabado; en lo sucesivo, el abogado Bjurman pagaría sus facturas y le daría cada mes una paga fija para sus gastos. Ella tendría que presentar facturas de todo. Decidió asignarle mil cuatrocientas coronas por semana «para comida, ropa, cine y esas cosas».

Dependiendo de cuánto trabajara, Lisbeth Salander ganaba alrededor de ciento sesenta mil coronas al año. Podría doblar fácilmente esa suma trabajando a jornada completa y aceptando todos los trabajos que Dragan Armanskij le ofreciera. Pero tenía pocos gastos y no necesitaba mucho dinero. El coste del piso rondaba las dos mil coronas al mes y, a pesar de sus modestos ingresos, tenía noventa mil en su cuenta de ahorro, una cantidad de la que ya no podía disponer.

– Es que ahora soy yo el responsable de tu dinero -le explicó Bjurman-. Tienes que ahorrar para el futuro. Pero no te preocupes; yo me encargaré de todo.

«¡Me las he arreglado sola desde que tenía diez años, maldito hijo de puta!»

– Socialmente funcionas lo bastante bien como para que no sea necesario internarte, pero la sociedad tiene una responsabilidad para contigo.

Le hizo un meticuloso interrogatorio sobre su trabajo en Milton Security. Ella mintió instintivamente y le dio una descripción de sus primeras semanas en la empresa. El abogado Bjurman, por tanto, tuvo la impresión de que preparaba el café y distribuía el correo, unas actividades apropiadas para alguien con tan pocas luces. Pareció satisfecho con las respuestas.

Lisbeth no sabía por qué había mentido, pero estaba convencida de que se trataba de una decisión inteligente. Si el abogado Bjurman hubiera figurado en una lista de insectos en peligro de extinción, ella, sin dudarlo ni un momento, lo habría pisado con el tacón de su zapato.

Mikael Blomkvist pasó cinco horas en compañía de Henrik Vanger y luego dedicó gran parte de la noche, y todo el martes, a pasar a limpio sus apuntes y completar el rompecabezas genealógico de la familia Vanger. La historia familiar que salía a flote en las conversaciones con Henrik Vanger era una versión dramáticamente diferente a la oficial. Mikael era consciente de que todas las familias tenían trapos sucios que lavar, pero la familia Vanger necesitaba una lavandería entera para ella sola.

Ante esta situación, Mikael se vio obligado a recordarse a sí mismo que su verdadera misión no consistía en redactar una autobiografía de la familia Vanger, sino en averiguar qué le pasó a Harriet Vanger. Había aceptado el encargo consciente de que, en la práctica, iba a perder un año de su vida con el culo pegado a una silla, y de que el trabajo encomendado, en realidad, sólo sería de cara a la galería. Al cabo de un año, cobraría su disparatado sueldo; el contrato redactado por Dirch Frode ya estaba firmado. La verdadera recompensa, esperaba, sería la información sobre Hans-Erik Wennerström que Henrik Vanger afirmaba poseer.

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