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La cuarta y última intervención policial tuvo lugar tres semanas antes de cumplir los dieciocho años, cuando, esta vez sobria, le dio una patada en la cabeza a un pasajero en la estación de metro de Gamla Stan. El incidente acabó en arresto por delito de lesiones. Salander justificó su actuación alegando que el hombre le había metido mano y que, como su aspecto era más bien el de una niña de doce años y no de dieciocho, ella consideró que el pervertido tenía inclinaciones pedófilas. Eso fue todo lo que consiguieron sacarle. Sin embargo, la declaración fue apoyada por testigos, lo cual significó que el fiscal archivó el caso.

Aun así, en conjunto, su historial era de tal calibre que el juez ordenó un reconocimiento psiquiátrico. Como ella, fiel a su costumbre, se negó a contestar a las preguntas y a participar en los tests, los médicos consultados por la Seguridad Social emitieron al final un juicio basado en sus «observaciones sobre el paciente». Tratándose, en este caso, de una joven callada que, sentada en una silla, se cruzaba de brazos y se ponía de morros, no quedaba muy claro qué era exactamente lo que estos expertos habían podido observar. Se llegó simplemente a la conclusión de que sufría una perturbación mental cuya naturaleza no aconsejaba que permaneciera desatendida. El dictamen del forense abogaba por que se la recluyera en algún centro psiquiátrico; al mismo tiempo, el jefe adjunto de la comisión social municipal elaboró un informe apoyando las conclusiones de los expertos.

Por lo que respecta a su curriculum, el dictamen constató que existía «un gran riesgo de abuso de alcohol o drogas», y que, evidentemente, «carecía de autoconciencia». A esas alturas, su historial cargaba con el lastre de vocablos como «introvertida, inhibida socialmente, ausencia de empatía, fijación por el propio ego, comportamiento psicópata y asocial, dificultades de cooperación e incapacidad para sacar provecho de la enseñanza». Cualquiera que lo leyera podría engañarse fácilmente y llegar a la conclusión de que se trataba de una persona gravemente retrasada. Tampoco decía mucho a su favor el hecho de que una unidad asistencial de los servicios sociales la hubiera visto más de una vez en compañía de varios hombres por los alrededores de Mariatorget; en una ocasión, además, la policía la cacheó en el parque de Tantolunden al encontrarla, de nuevo, en compañía de un hombre considerablemente mayor. Se temía que Lisbeth Salander se dedicara a la prostitución, o que corriera el riesgo de verse metida en ella de una u otra manera.

Cuando el Juzgado de Primera Instancia -la institución que iba a pronunciarse sobre su futuro- se reunió para tomar una decisión sobre el asunto, el resultado ya parecía estar claro de antemano. Se trataba de una joven manifiestamente problemática y resultaba poco creíble que el tribunal dictaminara algo distinto a lo recomendado en el informe social y forense.

La mañana de la vista oral fueron a buscar a Lisbeth Salander a la clínica psiquiátrica infantil, donde se hallaba recluida desde el día del incidente en el metro. Se sentía como un preso en un campo de concentración, sin esperanzas de llegar al final de la jornada. La primera persona a la que vio en la sala del juicio fue Holger Palmgren, y le llevó un rato comprender que no estaba allí en calidad de tutor, sino que actuaba como su abogado y representante jurídico. Lisbeth descubrió en él una faceta completamente desconocida.

Para su sorpresa, Palmgren se situó en su rincón del cuadrilátero y formuló con claridad una serie de alegaciones oponiéndose enérgicamente a que la internaran. Ella no dio a entender, ni con un simple arqueo de cejas, que se sentía sorprendida, pero escuchó con atención cada una de sus palabras. Palmgren estuvo brillante cuando, durante dos horas, acribilló a preguntas a aquel médico, un tal doctor Jesper Löderman, que había firmado la recomendación de que Salander fuera recluida en un centro psiquiátrico. Palmgren analizó todos los detalles del informe y le pidió al médico que explicara la base científica de cada una de sus afirmaciones. En muy poco tiempo quedó claro, debido a que la paciente se había negado a realizar un solo test, que las conclusiones de los médicos se basaban en meras suposiciones.

Como conclusión de la vista oral, Palmgren insinuó que la reclusión forzosa muy probablemente no sólo iba en contra de lo establecido por el Parlamento en este tipo de asuntos, sino que incluso podría ser objeto de represalias políticas y mediáticas. Por lo tanto, a todos les interesaba encontrar una solución alternativa. Ese tipo de discurso no era nada habitual en juicios de esa índole, de modo que los miembros del tribunal se revolvieron, inquietos, en sus sillas.

La solución adoptada fue una fórmula de compromiso. El Tribunal de Primera Instancia concluyó que Lisbeth Salander estaba psíquicamente enferma, pero que su locura no exigía necesariamente un internamiento. En cambio, tomaron en consideración la recomendación del jefe de los servicios sociales de asignarle un administrador. El presidente del tribunal, con una sonrisa venenosa, se dirigió a Holger Palmgren, que hasta ese momento había ejercido de tutor, y le preguntó si estaba dispuesto a aceptar el cometido. Resultaba evidente que el presidente creía que Holger Palmgren iba a declinar la responsabilidad y que intentaría pasarle la responsabilidad a otro; sin embargo, éste explicó, con una sonrisa bondadosa, que estaría encantado de ser el administrador de la señorita Salander, aunque ponía, para ello, una condición.

– Eso será, naturalmente, en el caso de que la señorita Salander deposite su confianza en mí y me acepte como su administrador.

Se dirigió directamente a ella. Lisbeth Salander se encontraba algo confusa por el intercambio de palabras que había tenido lugar por encima de su cabeza durante todo el día. Hasta ese momento, nadie le había pedido su opinión. Miró durante un largo rato a Holger Palmgren y, luego asintió con un simple movimiento de cabeza.

Palmgren era una peculiar mezcla de abogado y trabajador social de la vieja escuela. En sus comienzos fue miembro, designado políticamente, de la comisión social municipal, y había dedicado casi toda su vida a tratar con críos conflictivos. Un respeto reacio que casi rayaba en la amistad surgió entre el abogado y la protegida más conflictiva que jamás había tenido.

Su relación duró once años, desde que ella cumplió trece hasta el año pasado, cuando, unas pocas semanas antes de Navidad, Lisbeth fue a casa de Palmgren tras no acudir éste a una de sus habituales reuniones mensuales. Como no abrió la puerta a pesar de que ella podía oír ruidos en el interior del piso, Lisbeth trepó por un canalón hasta el balcón de la tercera planta y entró. Lo encontró en el suelo de la entrada, consciente pero incapaz de hablar y moverse después de haber sufrido una repentina apoplejía. Sólo tenía sesenta y cuatro años. Llamó a una ambulancia y lo acompañó al hospital, a Södersjukhuset, con una creciente sensación de pánico en el estómago. Durante tres días apenas abandonó el pasillo de la UVI. Como un fiel perro guardián vigilaba cada paso que daban los médicos y enfermeras al salir o entrar por la puerta. Deambulaba como un alma en pena de un lado a otro del pasillo y le clavaba una mirada intensa a cada médico que se acercaba. Al final, un doctor cuyo nombre nunca llegó a conocer la llevó a una habitación y le explicó la gravedad de la situación. El estado de Holger Palmgren era crítico; acababa de sufrir una grave hemorragia cerebral. No esperaban que se despertara. Ella ni lloró ni se inmutó. Se levantó y abandonó el hospital para no volver.

Cinco semanas más tarde, la Comisión de Tutela del Menor convocó a Lisbeth Salander a una reunión con su nuevo administrador. Su primer impulso fue hacer caso omiso de la convocatoria, pero Holger Palmgren le había inculcado meticulosamente que todos los actos tienen sus consecuencias. Había aprendido a analizarlas antes de actuar, así que, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que lo más fácil para salir de la situación era satisfacer a la comisión, actuando como si realmente le importara lo que sus miembros tuvieran que decir.

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