Gunnar Nilsson examinó con cierto escepticismo el pequeño televisor, e invitó a Mikael a ir a su casa por las noches si quería ver algún programa de la tele. Tenían antena parabólica
Henrik Vanger permaneció un rato más en la casa después de que el matrimonio Nilsson se marchara. El viejo comentó que le parecía mejor que el propio Mikael ordenara el archivo y que subiera a verle si le surgía alguna duda. Mikael le dio las gracias y aseguró que no habría ningún problema.
Cuando Mikael se quedó solo, llevó las cajas al estudio y se puso a revisar el contenido.
La investigación privada de Henrik Vanger sobre la desaparición de la nieta de su hermano se había prolongado durante treinta y seis años. A Mikael le costaba decidir si ese interés se debía a una obsesión enfermiza o bien si a lo largo de los años se había convertido en un juego intelectual. Resultaba completamente obvio, sin embargo, que el viejo patriarca había acometido el trabajo con la mentalidad sistemática de un arqueólogo aficionado: el material ocupaba casi siete metros de librería.
El grueso lo componían las veintiséis carpetas que conformaban la investigación policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. A Mikael le parecía difícil que cualquier otra desaparición más «normal» diese un material tan abundante. Claro que, por otra parte, sin duda Henrik Vanger había ejercido la influencia necesaria para que la policía de Hedestad no dejara de seguir todas las pistas, tanto las buenas como las menos prometedoras.
Además de la investigación de la policía, había cuadernos con recortes, álbumes de fotos, planos, recuerdos, artículos periodísticos sobre Hedestad y sobre las empresas Vanger, el diario de Harriet Vanger (que, sin embargo, no contenía muchas páginas), libros de texto del colegio, certificados médicos y otras cosas. Allí también había no menos de dieciséis volúmenes encuadernados, de cien páginas cada uno, que podían considerarse el cuaderno de bitácora de las investigaciones de Henrik Vanger. En esos cuadernos el patriarca había escrito, con letra pulcra, sus propias reflexiones, ideas, pistas falsas y otras observaciones. Mikael los hojeó un poco aleatoriamente. Tenían cierto estilo literario y a Mikael le dio la impresión de que los volúmenes contenían textos pasados a limpio desde decenas de cuadernos más antiguos. Para terminar, encontró diez o doce carpetas con material sobre distintas personas de la familia Vanger; las páginas estaban mecanografiadas y, al parecer, habían sido escritas durante un largo período de tiempo.
Henrik Vanger había investigado a su propia familia.
Hacia las siete, Mikael escuchó un claro maullido y abrió la puerta. Una gata parda rojiza entró como un rayo al calor del hogar.
– Te entiendo perfectamente -dijo Mikael.
La gata dio una rápida vuelta olisqueando toda la casa. Mikael cogió un plato y le puso un poco de leche, que la invitada se tomó a lengüetazos. Luego, el felino se subió de un salto al arquibanco de la cocina y se enroscó. No parecía tener intención de moverse de allí.
Eran más de las diez de la noche cuando, finalmente, Mikael pudo hacerse una idea general de todo el material y lo colocó sobre los estantes en un orden lógico. Fue a la cocina y se preparó café y dos sándwiches. A la gata le ofreció un poco de embutido y de paté. A pesar de no haber comido bien en todo el día, se sentía extrañamente inapetente. Cuando se terminó el café y los sándwiches, sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo de la cazadora y la abrió.
Escuchó los mensajes de su móvil; Erika no había dado señales de vida, así que intentó llamarla. Lo único que consiguió, de nuevo, fue escuchar el contestador.
Una de las primeras medidas que Mikael tomó en su investigación privada fue escanear el mapa de la isla de Hedeby que le dejó Henrik Vanger. Todavía tenía frescos en la memoria todos los nombres que Henrik le había ido mencionando durante el paseo, así que apuntó quién vivía en cada casa. La galería de personajes del clan Vanger era tan amplia que le llevaría algún tiempo aprenderse quién era cada uno.
Poco antes de medianoche, Mikael se abrigó bien, se puso las botas que acababa de comprar y dio un paseo cruzando el puente. Giró y tomó el camino que discurría paralelamente a la costa, por debajo de la iglesia. En el estrecho y el viejo puerto se había formado una capa de hielo, pero algo más allá divisó una franja de agua algo más oscura. Mientras permanecía allí, la iluminación de la fachada de la iglesia se apagó y la oscuridad le envolvió. Hacía frío y la noche estaba estrellada.
De repente, le invadió un profundo desánimo. Por mucho que lo intentara, no entendía por qué había dejado que Henrik Vanger lo persuadiera para aceptar esa absurda misión. Erika tenía toda la razón del mundo; era una absoluta pérdida de tiempo. Debería estar en Estocolmo -por ejemplo, en la cama, con Erika- preparando la guerra contra Hans-Erik Wennerström. Pero también respecto a eso se sentía apático; ni siquiera tenía la más mínima idea de cómo empezar a preparar una estrategia de contraataque.
Si en ese momento hubiese sido de día, habría ido a hablar con Henrik Vanger para romper el contrato y marcharse a su casa. Pero, desde la colina de la iglesia, pudo constatar que la Casa Vanger estaba ya a oscuras y en silencio. Desde allí se veían todas las edificaciones de la parte insular del pueblo. La casa de Harald Vanger también permanecía a oscuras, pero había luz en la de Cecilia Vanger y en la que estaba alquilada, al igual que en el chalé de Martin Vanger, ya hacia el final de la punta. En el puerto deportivo había luz en casa de Eugen Norman, el pintor de la casucha con corrientes de aire cuya chimenea también lanzaba su buen penacho de chispas y humo. La planta superior del café también estaba iluminada y Mikael se preguntó si Susanne viviría allí y, en ese caso, si se encontraría sola.
Mikael durmió hasta bien entrada la mañana del domingo y se despertó, presa del pánico, cuando un enorme estruendo invadió toda la casa. Le llevó un segundo orientarse y darse cuenta de que no eran más que las campanas de la iglesia llamando a misa y que, por tanto, faltaba poco para las once. Se sentía desanimado y se quedó un rato más en la cama. Al escuchar los exigentes maullidos de la gata, se levantó y le abrió la puerta para dejarla salir.
A las doce ya estaba duchado y había desayunado. Decidido, entró en el estudio y cogió la primera carpeta de la investigación policial. Luego dudó. Desde la ventana lateral vio el letrero del Café de Susanne; metió la carpeta en su bandolera y se abrigó bien. Al llegar al café descubrió que estaba hasta arriba de clientes; por fin encontró la respuesta a la pregunta que él llevaba tiempo haciéndose: ¿cómo podía sobrevivir un café en un pueblucho como Hedeby? Susanne se había especializado en los feligreses de la iglesia y en servir café para funerales y otros actos.
Así que cambió de idea y salió a dar un paseo. Konsum cerraba ese día, de modo que continuó un poco más por el camino que iba hacia Hedestad y compró periódicos en una gasolinera que sí abría los domingos. Dedicó una hora a pasear por Hedeby y a familiarizarse con el entorno de la parte continental. Las antiguas edificaciones en torno a la iglesia y el supermercado Konsum constituían el núcleo del pueblo: casas de piedra de dos plantas, seguramente construidas a lo largo de las dos primeras décadas del siglo xx, que conformaban una pequeña calle. Al norte de la carretera se levantaban unos bloques de pisos, muy bien cuidados, para familias con niños. Junto a la orilla y al sur de la iglesia, predominaban los chalés. Hedeby era, sin duda, una buena zona, destinada a ejecutivos y altos cargos administrativos de Hedestad.