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Colocó los libros y los cedes en la librería del estudio, al lado de dos carpetas que contenían documentos de su investigación sobre Hans-Erik Wennerström. El material carecía de valor, pero no podía deshacerse de él. Aquellas dos carpetas tenían que convertirse de alguna manera en la base sobre la que edificar su nueva carrera profesional.

Por último, abrió la bandolera y colocó su iBook en la mesa del cuarto de trabajo. Luego se detuvo y miró a su alrededor con cara de tonto. The benefits of living in the countryside. De repente, se dio cuenta de que no tenía dónde conectar el cable de banda ancha. Ni siquiera había una toma telefónica para un viejo módem.

Mikael volvió a la cocina y, desde su móvil, llamó a Telia, la compañía telefónica. Tras no pocos inconvenientes consiguió que alguien buscara la solicitud que había hecho Henrik Vanger. Preguntó si la línea tenía capacidad para ADSL y le contestaron que sería posible a través de un relé instalado en Hedeby, pero que les llevaría unos días.

Eran más de las cuatro de la tarde cuando Mikael terminó de ordenarlo todo. Volvió a ponerse los calcetines de lana y las botas, y se abrigó con un jersey más. Ya en la puerta se detuvo; no le habían dado las llaves de la casa, y sus instintos urbanos se rebelaban contra el principio de dejar la puerta sin cerrar. Volvió a la cocina y abrió los cajones. Al final encontró la llave colgando de un clavo de la despensa.

El termómetro había bajado a 17 grados bajo cero. Mikael cruzó el puente apresuradamente y subió la cuesta, pasando por delante de la iglesia. Tenía el supermercado Konsum muy a mano, apenas a unos trescientos metros. Llenó dos bolsas hasta arriba de productos básicos, que cargó hasta la casa antes de cruzar el puente de nuevo. Esta vez entró en el Café de Susanne. Tras el mostrador había una mujer de unos cincuenta años. Le preguntó si era Susanne y se presentó diciendo que seguramente se convertiría en un cliente habitual. En ese momento no había nadie más, y Susanne lo invitó a café cuando pidió un sándwich y compró pan y unos bollos para llevar. Cogió del revistero el periódico local -Hedestads-Kuriren- y se sentó a una mesa con vistas al puente y a la iglesia, cuya fachada estaba iluminada. En medio de esa oscuridad parecía una postal de Navidad. Tardó alrededor de cuatro minutos en leer el periódico. La única noticia de interés era un breve texto sobre un político municipal llamado Birger Vanger (de los liberales) que quería apostar por el IT TechCent, un centro de alta tecnología de Hedestad. Se quedó media hora en el café hasta que Susanne cerró, a las seis.

A las siete y media de la tarde, Mikael llamó a Erika, pero el abonado no estaba disponible. Se sentó en el arquibanco de la cocina e intentó leer una novela que, según el texto de la contracubierta, constituía el sensacional debut de una feminista adolescente. La novela trataba de los intentos de la autora por poner orden en su vida sexual durante un viaje a París, y Mikael se preguntaba si a él lo llamarían feminista en el caso de que escribiera una novela sobre su vida sexual en estilo estudiantil. Probablemente no. Había comprado el libro sobre todo porque la editorial alababa a la escritora y la bautizaba como «la nueva Carina Rydberg». Tardó poco en constatar que no era cierto, ni estilísticamente ni en cuanto al contenido. Al cabo de un rato dejó la novela y, en su lugar, se puso a leer un relato del vaquero Hopalong Cassidy publicado en la revista Rekordmagasinet de los años cincuenta.

Cada media hora se oía el tañido breve y apagado del campanario de la iglesia. Las ventanas de la casa de Gunnar Nilsson, al otro lado del camino, estaban iluminadas pero no se veía a nadie. En la casa de Harald Vanger reinaba la oscuridad. Sobre las nueve, un coche cruzó el puente y desapareció con dirección a la punta de la isla. A medianoche la iluminación de la fachada de la iglesia se apagó. Ésa era, al parecer, toda la vida nocturna existente en Hedeby un viernes por la noche del mes de enero. Un silencio sepulcral.

Intentó llamar de nuevo a Erika y saltó el contestador, que le pidió que dejara un mensaje. Lo hizo. Acto seguido, apagó las luces y se acostó. Antes de conciliar el sueño, pensó que el riesgo que corría en Hedeby de volverse completamente loco era alto e inminente.

Le produjo una extraña sensación despertarse en completo silencio. En sólo una fracción de segundo, Mikael pasó de un profundo sueño a estar completamente despierto; luego se quedó un rato quieto escuchando. Hacía frío en el dormitorio. Giró la cabeza y miró el reloj que había dejado en un taburete al lado de la cama. Eran las siete y ocho minutos de la mañana; nunca había sido muy madrugador y normalmente le costaba despertarse sin, por lo menos, dos despertadores. Ahora lo había hecho sin ninguna ayuda y, además, se sentía descansado.

Puso a hervir agua para preparar el café antes de meterse bajo la ducha, donde de repente experimentó la placentera sensación de contemplarse a sí mismo: Kalle Blomkvist, explorador de tierras vírgenes.

Al menor roce con el grifo de la ducha el agua pasó de arder a estar helada. Ya en la cocina, echó en falta el periódico del desayuno. La mantequilla estaba congelada. No había ningún cortaquesos en el cajón. Fuera, seguía tan oscuro como la boca del lobo y el termómetro marcaba 21 grados bajo cero. Era sábado.

La parada del autobús para Hedestad estaba enfrente del supermercado Konsum y Mikael inició su particular exilio cumpliendo su plan de ir de compras. Se bajó del autobús delante de la estación de ferrocarril y dio una vuelta por el centro. Compró unas robustas botas de invierno, dos pares de calzoncillos largos, unas gruesas camisas de franela, un buen tres cuartos de invierno, un gorro y unos guantes forrados por dentro. En Teknikmagasinet encontró un pequeño televisor portátil con antena de cuernos. El vendedor le aseguró que en Hedeby iba a poder sintonizar, por lo menos, la televisión nacional; Mikael prometió regresar para que le devolvieran el dinero si no lo conseguía.

Pasó por la biblioteca, se hizo el carné de socio y sacó dos novelas de misterio de Elizabeth George. En una papelería adquirió bolígrafos y cuadernos. También se hizo con una bolsa de deporte para meter sus nuevas adquisiciones.

Por último, se compró un paquete de tabaco; había dejado de fumar hacía diez años, pero de vez en cuando tenía recaídas y experimentaba un repentino deseo de nicotina. Sin abrirla, se metió la cajetilla en el bolsillo de la cazadora. La última visita fue a una óptica, donde encargó unas lentillas nuevas y adquirió una solución limpiadora.

A eso de las dos ya había vuelto a Hedeby; estaba quitándole las etiquetas del precio a la ropa cuando se abrió la puerta. Una mujer rubia de unos cincuenta años llamó al marco de la puerta de la cocina al mismo tiempo que cruzaba el umbral. Traía un bizcocho en un plato.

– Hola, sólo quería darte la bienvenida. Me llamo Helen Nilsson y vivo justo enfrente, así que somos vecinos.

Mikael le estrechó la mano y se presentó.

– Ya sé quién eres; te he visto en la tele. Me alegro de ver luces encendidas en esta casita por las noches.

Mikael se puso a preparar café para los dos; ella intentó excusarse, pero, aun así, se sentó a la mesa de la cocina. Miró por la ventana de reojo.

– Aquí viene Henrik con mi marido. Por lo visto te hacían falta unas cajas.

Henrik Vanger y Gunnar Nilsson se detuvieron fuera con un carrito; Mikael se apresuró a salir para saludar y ayudarles con las cuatro cajas de cartón. Las dejaron en el suelo, junto a la cocina de hierro. Mikael puso las tazas de café sobre la mesa y cortó el bizcocho de Helen.

Gunnar y Helen le resultaron simpáticos. No daban la impresión de tener mucha curiosidad por saber por qué Mikael se encontraba en Hedestad; el hecho de que trabajara para Henrik Vanger parecía ser suficiente explicación. Mikael observaba la relación entre los Nilsson y Henrik Vanger y constató que no era nada afectada y que estaba exenta de la clásica subordinación entre el señor y el personal de servicio. Charlaron sobre el pueblo y sobre quién había construido la casita en la que se alojaba Mikael. El matrimonio Nilsson corregía a Vanger cuando la memoria le fallaba; y éste, por su parte, contó una divertida anécdota. Una noche Gunnar Nilsson descubrió al tonto del pueblo del otro lado del puente intentando entrar por la ventana de la casita. Nilsson se había acercado para preguntarle al torpe ladrón por qué no entraba por la puerta, que no estaba cerrada con llave.

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