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– Konstantín Mijáilovich, ¿quiere que investigue sus hipótesis o que piense por mi cuenta?

– Pero si yo de momento sólo tengo dos hipótesis. Según la primera, el asesinato de Yeriómina está relacionado con algún negocio sucio de la empresa. Según la segunda, de veras era una enferma mental y fue víctima de un cabrito que se le cruzó en el camino. Todavía no hemos empezado a trabajar con la primera y sí hemos avanzado mucho en la verificación de la segunda, pero, por desgracia, no hemos obtenido resultados. No se ha podido detectar rastro alguno de los movimientos de la víctima en los días que separan su desaparición del hallazgo del cadáver.

– ¿Y cuál es, a su modo de ver, mi tarea? -preguntó Kaménskaya.

– Quiero que busques algún otro modo de trabajar con la segunda hipótesis. Quiero que pienses dónde y cómo podemos detectar alguna huella de la presencia de Yeriómina partiendo del supuesto de que, en efecto, estaba afectada por una psicosis aguda. Habla con los especialistas, consulta a los psiquiatras, averigua qué comportamiento tiene el enfermo en ese estado, intenta imaginar adonde y para qué pudo haber ido la chica.

– ¿Y la primera hipótesis? ¿La de los tejemanejes de la empresa?

– Anastasia, ¡eres de lo que no hay, lo juro! -dijo Olshanski agitando las manos-. ¿Es que crees que podrás hacer las dos cosas al mismo tiempo? Quiero que trabajes con la hipótesis que te parezca más prometedora en vista de lo que dicen los materiales del expediente. Si eres capaz de ocuparte a la vez de, la otra, podré darme con un canto en los dientes. Pero te seré sincero, no me parece factible mientras trabajes sola. ¿Piensa Gordéyev asignar a alguien más al caso? ¡Dónde se ha visto que una sola persona lleve un asesinato!

Nastia meditó su respuesta al juez para no dejar en mal lugar a su superior, el Buñuelo. En efecto, no iba a contarle a Olshanski que Gordéyev tenía en su poder cierta información de que uno de los detectives era un indeseable y por esta razón no había querido encomendar el caso a nadie más que a ella, Nastia, ya que podían estar en juego los intereses de la mafia. Pero por fortuna, Konstantín Mijáilovich no deseaba aclarar las intenciones del jefe del Departamento de la Lucha Contra los Crímenes Violentos Graves. Había expresado su indignación y dio el asunto por zanjado. Sobre todo porque ya era hora de acudir al mencionado careo.

Mirando al suelo para no hundirse en algún charco hasta los tobillos, Nastia Kaménskaya caminaba lentamente mientras se dirigía desde la parada de autobús hacia su casa. Últimamente se cansaba mucho, ya que, acostumbrada como estaba a trabajar sentada en su despacho, de repente tenía que desempeñar las tareas normales de un funcionario de la policía criminal: recorrer Moscú de punta a punta en busca de direcciones y personas, hablarles y a menudo convencerles para que le prestaran atención y, cuando tocaba hacerles preguntas, implorar y suplicar para que respondieran. Qué remedio, casi a nadie le gustaba hablar con la policía.

El resultado de todos estos esfuerzos de Nastia fue deplorable: se hubiese dicho que después del 22 de octubre a Yeriómina se la había tragado la tierra. No la había visto ninguno de los habituales amiguetes con los que solía reunirse para charlar o para emborracharse. Se trataba de un círculo reducido pero, excluyendo ese núcleo fijo, existía un número amplio de gente que tomaba parte en las juergas de forma esporádica, de tarde en tarde. Todos ellos fueron identificados e interrogados, y todos, como un solo hombre, contestaron con rotundidad que después del 22 de octubre no habían visto a Vica Yeriómina ni se habían comunicado con ella por teléfono. En su mayoría eran interlocutores difíciles: en vez de hablar de su amiga trágicamente fallecida, se empeñaban en convencer a Nastia de que el consumo del alcohol era un asunto personal y no tenía por qué interesar a la policía.

Sin embargo, esas charlas le proporcionaron un dato importante: cuanto más achispada estaba Vica, mayor necesidad sentía de contárselo a alguien por teléfono. En el curso de una juerga -que podía prolongarse dos o tres días- llamaba a Borís Kartashov más o menos cada dos horas, para comunicarle con lengua de trapo que se encontraba bien, y que todos los tíos eran unos estúpidos y unos hijos de puta y no tenían derecho a decirle qué vida debía llevar y cuánto y con quién podía beber. Además de Borís, solía llamar a su amiga Lola, la misma con la que había estado en el orfanato. Y no sólo esto, sino que en un par de ocasiones se las ingenió para telefonear a la empresa y prometer que al día siguiente estaría en su lugar de trabajo. Ya que tanto el jefe de Yeriómina como su amiga Lola y Borís Kartashov aseguraban que, desde el momento de su inexplicable desaparición, Vica no les había llamado, era lógico sacar la conclusión de que, cuando menos, durante aquellos días la chica no estaba borracha. Con una reserva: siempre que los tres dijeran la verdad. Pero si esos tres, tan diferentes, que vivían lejos uno del otro y a los que apenas nada unía, le mentían, entonces era que tenían un motivo de mucho peso para hacerlo. Y Nastia quería comprender por dónde había que empezar. ¿Por buscar ese misterioso motivo si es que existía, o por seguir intentando descubrir algún rastro que Yeriómina pudo haber dejado?

En el caso del asesinato colaboraba con Nastia, Andrei Chernyshov, funcionario de la Dirección Provincial del Interior. Andrei era un joven simpático, inteligente, habilidoso y, lo más importante, titular de un coche propio, gracias a lo cual conseguía hacer en un día el triple de trabajo que hacía Nastia. Le apasionaban los perros y trataba a su pastor alemán, no ya como oro en paño, sino como a un niño prodigio; vivía con el miedo permanente de que una alimentación y unos cuidados mal administrados afectasen a las facultades mentales del can. No obstante, había que reconocerlo, el pastor alemán, que respondía al extraño nombre de Kiril, estaba magníficamente enseñado, obedecía todas las órdenes a la primera y para entender a su dueño no sólo le bastaba con medias palabras, sino también con medias miradas y medios suspiros, capacidad de la que Andrei presumía terriblemente. Nastia sabía que no exageraba cuando hablaba de las virtudes de Kiril. Hacía un año y medio, en el curso de la operación de aprehensión del sicario Gall, fue justamente ese perro, al obedecer las imperceptibles órdenes de su dueño, quien le proporcionó a Nastia la posibilidad de alejarse del lugar peligroso sin despertar sospechas en el criminal y sin estorbar a los compañeros, que habían preparado una emboscada. Kiril fingió que estaba a punto de pegarle una dentellada en el cuello y Nastia, a su vez, fingió estar muy asustada, pero al final, tras darse un golpe en la cabeza, destrozarse una rodilla y romperse un tacón, consiguió apartarse de la línea de fuego.

Nastia y Andrei Chernyshov tenían un notable parecido físico, como si fueran hermanos: los dos eran altos, delgados, rubios, de facciones finas y ojos grises. Pero Andrei era guapo, cosa que difícilmente alguien iba a decir nunca de Nastia. No era ni guapa ni fea sino simplemente no llamaba la atención, tenía una cara corriente y ojos sin brillo. Su aspecto no la hacía sufrir ni lo más mínimo, puesto que sabía que una aplicación hábil del maquillaje y una ropa elegante podían volverla absolutamente irresistible, y a veces echaba mano de ellos. Pero fuera de esas ocasiones, Nastia era un ratoncito gris y no experimentaba la menor necesidad de gustar y despertar admiración. No le interesaba.

Por supuesto que, al trabajar juntos, Chernyshov y Nastia conseguían hacer muchísimo, pero les cundía poco… El caso estaba en punto muerto. El Departamento de la Lucha Contra los Delitos Económicos no disponía de información sobre si la empresa donde había trabajado la víctima estaba mezclada en negocios sospechosos de cualquier índole. Y cuando Nastia expresó sus dudas respecto a que en el momento actual hubiera empresas privadas que no recurriesen a manejos turbios, le contestaron:

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