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– Elena Petrovna, ¿de veras no sabía dónde conoció su marido a Támara Yeriómina?

– De veras. Antes de hablar con el juez de instrucción, nunca había oído su nombre.

– ¿Y a Grádov y Nikiforchuk?

– ¿Qué pasa con Grádov y Nikiforchuk?

– ¿Ha oído antes estos nombres, por casualidad? ¿Eran quizás amigos de su marido?

– Qué amigos -suspiró Elena Petrovna Luchnikova con aire de cansancio-. Más bien eran sus enemigos. Eran aquellos a quienes Vitaly chantajeaba. ¿Cómo se ha enterado de que se trata de ellos? No creo que le haya mencionado cómo se llamaban.

– ¿Por cierto, por qué no me lo ha dicho? Me lo ha contado todo con tanto detalle pero ha omitido los nombres. ¿Alguien le ha pedido callar? ¿Acaso ha recibido amenazas, Elena Petrovna?

– ¡Pero qué dice, buen hombre, soy muy poca cosa para que alguien me pida algo, y mucho menos para que me amenace! -dijo Luchnikova agitando la mano-. Simplemente no acababa de decidir si tenía que dar nombres o no. Llevo casi medio año esperando que alguien caiga en la cuenta, que empiece a hurgar en el pasado, que saque a relucir los trapos sucios. A nuestros periodistas les encanta hacer eso, venderían a su madre con tal de acusar a alguien. He pasado medio año preparándome para esta conversación pero no he sabido decidir si convenía hablar de él. Me da miedo, es político, aunque de quinta fila, y las venganzas no me van. Ni siquiera sé por qué se lo he mencionado. Quizá porque me lo ha preguntado de forma distinta de cómo me lo imaginaba.

– ¿De quién está hablando, exactamente? Eran dos.

– Pues de quién va a ser, de Grádov, claro está, de Serguey Alexándrovich. Desde que le vi por televisión hace seis meses estoy esperando a que alguien venga a verme para condenar su alma diabólica. Durante esos seis meses, mientras él se estaba preparando a luchar por el escaño en la Duma, yo pensaba en esta conversación. Y ahora cada uno ha recibido lo que esperaba, cada uno lo suyo.

Camino de la comisaría de policía local, Alexei fue reflexionando sobre la absurda unión de Lena y Vitaly Luchnikov, una unión en la que no había ni ternura, ni pasión, ni amistad, sólo la deprimente soledad de un habitante de la zona rural que se lanzaba a la conquista de Moscú y se aferraba convulsivamente a los estandartes que en aquellos tiempos simbolizaban el éxito: el permiso de residencia permanente, un piso, una familia. ¿Qué mantenía a una persona al lado de otra? ¿Qué las obligaba a continuar juntas?

Arsén estaba fuera de sí de furia. Esa pipiola, ese mal bicho, le había cogido desprevenido. Había fingido ser un corderito inocente, enferma hasta la médula de los huesos, hasta la última célula del cuerpo, mientras, por lo bajinis, esa palomilla sin hiel buscó y encontró, contra todo lo previsto, a Bondarenko. Claro, el responsable de que eso hubiera ocurrido, el que la había dejado escabullirse de la clínica aquel día, se lo iba a pagar caro. Esto no quedaría así. Pero de momento era lo de menos, más adelante tendría tiempo para decidir a quién castigar y con quién mostrarse clemente. Ahora lo crucial era cortarle a esa rata el oxígeno y hacerlo de manera que se le quitaran las ganas de respirar hondo para siempre.

Consultó la libreta de teléfonos e hizo dos llamadas breves. Para trabajar con Bondarenko había tenido que recurrir a la gente del distrito Oriente de Moscú. El propio Arsén tenía en sus manos todos los hilos que conducían a la Dirección General del Interior de la ciudad, a Petrovka, 38. Cuando Arsén sólo estaba ideando y empezando a crear su organización o, como solía llamarla, la Oficina, quiso darle la mayor envergadura posible. El proyecto era sencillo y cristalizó cuando, haciendo la cola de todos los días en una lechería para comprar nata y queso fresco, escuchó esa frase mil veces oída, familiar desde tiempos inmemoriales y que por eso mismo pasaba casi inadvertida, que dejó caer la descocada y oronda dependienta:

– ¡Ustedes son muchos y yo estoy sola!

Por aquel entonces ya estaba claro que los grupos criminales que actuaban en el territorio de la ciudad contaban legiones. Las estructuras criminales que operaban en la periferia no tenían nada que envidiarles y, además, siempre escogían Moscú para sus ajustes de cuentas. Bien entendido. Todos ellos estaban muy interesados en que los deplorables resultados de sus frecuentes reyertas no diesen pie ni a la policía ni a los tribunales a exigir responsabilidades penales a ninguno de ellos. El soborno, el chantaje y otros elementos de su arsenal, que les permitían coaccionar a los jueces de instrucción, detectives y criminólogos, eran moneda corriente; pero ya en aquel entonces Arsén comprendió lo que iba a pasar después. Después, vaticinaba él, cada grupo criminal que se preciase querría contar con su propio funcionario en la PCM y con su propio juez de instrucción en la Fiscalía. Se sucederían intentos desordenados y caóticos de fichar colaboradores en las fuerzas del orden público pero la distribución cuantitativa de los que deseaban obtener ciertos servicios y de los capaces de prestárselos impediría alcanzar acuerdos amistosos. Arsén echó sus cuentas y el simple cálculo le confirmó que no habría detectives y jueces para todos.

De aquí que entre esas dos partes numéricamente desiguales habría de interponerse un mediador. Al día siguiente, Arsén llegó al trabajo y se puso manos a la obra con el fin de llevar a la práctica su teoría de atención al cliente procedente del mundillo criminal. Extrajo de un gran armario veinte carpetas de fichas personales de los funcionarios del Comité de la Seguridad del Estado, el KGB. El examen inicial y somero de las fichas ya le permitió detectar entre los primeros veinte funcionarios a siete que tenían motivos para sentirse ofendidos y, para más inri, ofendidos injustamente. Sus hojas de servicio mencionaban traslados incomprensibles a cargos inferiores y órdenes de sanciones chapuceramente amañadas. Tampoco escaparon a su atención otros detalles: ascensos de rango fuera de tiempo, la periodicidad irregular de pruebas de recalificación, vacaciones anuales concedidas a finales de otoño o a principios de primavera y miles de otros indicios que le permitían juzgar, desde su experiencia de oficial de carrera, si a un funcionario se le daba luz verde o si le ponían trabas en el camino. Estudió con especial interés las hojas de servicio de aquellos a quienes de un día a otro les iban a «ofrecer» que se jubilaran.

Dos meses y medio más tarde, el primer grupo de «intermediarios» estaba listo para desempeñar su labor. Entre sus clientes se encontraban grandes mafiosos, miembros de aquellos grupos del crimen organizado con los que se enfrentaba el comité. Los criminales que habían pactado con el grupo de intermediarios ya no tenían por qué preocuparse de seguir el curso de la investigación de un crimen, de buscar modos de acceder a los funcionarios operativos y a los jefes de éstos. Todas estas tareas, así como una multitud de otras, las asumió un personal que Arsén había seleccionado con amor y escrúpulo. Conocían como la palma de la mano la plantilla de las subdivisiones del comité pertinentes, sabían a quién y con qué podían «tentar», a quién y cómo sonsacar la información deseada sobre el curso del trabajo de un caso u otro. Se fijaban en testigos susceptibles de prestar declaraciones «erróneas» y aconsejaban sobre la mejor manera, y más eficaz, de presionarlos para que, como por arte de magia, sus testimonios dejasen de apuntar a los culpables. Los intermediarios -y aquí radicaba el quid de la cuestión- estaban muy pendientes de que grupos que perseguían intereses opuestos no intentasen fichar a los mismos funcionarios del comité, ya que un conflicto de esta naturaleza no conduciría a nada bueno ni a los intermediarios ni a los elementos criminales que se beneficiaban de sus servicios.

El trabajo marchaba viento en popa, y poco a poco Arsén fue dando más vuelo a su idea con tal de poder aplicarla a una escala cada vez más amplia, extendiendo su alcance a las fuerzas del orden público, organismos cuyas plantillas del momento incluían a sus amigos del KGB, empleados como jefes de personal o como comisarios políticos. Estaba vislumbrando las perspectivas radiantes de la creación de un sistema inmenso, que alcanzaría hasta el último confín del país, de intermediarios que servirían de enlace entre los criminales y todas las instituciones de defensa de la ley, los tribunales y fiscalías incluidos. No tenía la menor duda de que sus cálculos eran correctos: el número de peces gordos del crimen estaba creciendo a velocidad de vértigo mientras que, de momento, nadie mencionaba la necesidad de ampliar las plantillas del aparato policial y judicial, por lo que en un caso extremo, todo se reduciría a alguna insignificante «inyección de sangre nueva» al estilo de las que ya se habían producido en épocas anteriores y que nunca habían influido de forma significativa sobre el estado de la lucha contra la delincuencia y la resolución de crímenes. La demanda siempre superaría a la oferta, a condición de que tal demanda surgiera de forma espontánea. Por su parte, Arsén y su Oficina se encargarían de armonizar la demanda y la oferta…

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