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– Lo pasaré, Víctor Alexéyevich, pero no mañana. Para mañana tengo programado… -empezó a decir Nastia.

Pero Gordéyev la interrumpió con brusquedad:

– No me interesa lo que tengas programado. Yo personalmente no tengo programado darle explicaciones a la clínica. Las reglas son iguales para todos. Hazme el favor, ve a ver mañana a todos los médicos y no vuelvas por aquí sin el certificado conforme cumples los requisitos. Quiero tenerlo sobre mi mesa mañana por la tarde. ¿Está claro?

– De acuerdo -suspiró Nastia con resignación.

Al concluir la reunión, se encerró en su despacho esperando la llamada del jefe. Gordéyev le telefoneó unos minutos más tarde.

– ¿Qué me dices, Stásenka? ¿No me he pasado contigo?

– Sí que me ha sacado la piel a tiras, Víctor Alexéyevich -respondió Nastia sonriendo al auricular-. Me ha dejado para el arrastre. Pero ha estado muy convincente. El mundo se ha perdido a un nuevo Smoktunovsky (1).

(1) Actor dramático de los años setenta y ochenta de prestigio internacional. (N. del t.)

– Vale, suéltalo todo, échame en cara mi crueldad, hazme una escena. Cuando le cortes el hipo al respetable, acuérdate de llamar a la clínica y enterarte del horario de los especialistas para mañana. Creo que todo lo demás ya lo hemos hablado. Suerte, pequeña.

– Gracias. Haré lo que pueda.

– Esto ya me lo has dicho antes -respondió sonriendo sin entusiasmo Gordéyev, y colgó.

El teléfono estaba ronco de sonar pero Borís Kartashov no manifestó la menor intención de cogerlo. Por cuarta vez consecutiva, la pantalla de identificación de la llamada permanecía en blanco. Esto significaba que llamaban desde una cabina pública. En su fuero interno, Borís se puso tenso. Era buen deportista, poseía vigor físico, durante muchos años había practicado varias modalidades de atletismo. Débil e indeciso en su vida personal, en la misma medida se mostraba audaz y seguro de sí mismo en todo lo relacionado con la resistencia física. No obstante, el ánimo le flaqueaba.

La puerta del ascensor se cerró con un chasquido apenas audible. Y casi en seguida sonó el timbre de la puerta. Borís salió al recibidor con pasos suaves y se incrustó en la pared, junto a la percha, escondiéndose de la vista del que pudiera entrar. Un nuevo timbrazo estalló justo encima de la cabeza del pintor ensordeciéndole. Otro. Y otro. Y al fin se oyó el castañetazo de la llave introducida en la cerradura.

La puerta se abrió lentamente, alguien entró en el piso y encontró a tientas el interruptor. Se oyó un tenue clic pero la luz no iluminó el recibidor. El intruso pulsó el interruptor varias veces más pero el recibidor continuó oscuro como boca de lobo. Avanzó con movimientos cautelosos, tanteando el camino, hacia el salón, y en este momento Borís, cuyos ojos se habían adaptado ya a la oscuridad, se le echó encima bruscamente y le tumbó al suelo. El intruso no pudo ni gritar de la sorpresa. Se derrumbó encima de la alfombra, protegiéndose la cabeza con las manos instintivamente. Kartashov, con sus dos metros de estatura y un centenar largo de kilos de peso, le aplastó clavándole la rodilla en el espinazo y retorciéndole los brazos detrás de la espalda.

– ¿Quién eres? ¿Quién te ha dado las llaves de mi piso? -inquirió amenazador.

El intruso intentó soltarse y el anfitrión no tuvo más remedio que asestarle un par de guantazos a base de bien. Borís era un luchador experto, sabía cómo había que pegar para causar el máximo de dolor sin dañar los órganos vitales. Muy pronto, la capacidad de resistencia del desconocido se vio reducida a nada. Borís le levantó como un saco lleno de trapos, le sentó en un sillón y le quitó los finos guantes de cabritilla de las manos inertes, en las que colocó un vaso lleno de un líquido incoloro. Finalmente, encendió la luz.

Su visita era un joven de unos veintidós o veintitrés años, de pelo cortado al estilo militar, cara simpática aunque algo estropeada por unos ojos demasiado hundidos bajo las cejas y musculatura espectacular. «Un tarzán, éste está hecho un tarzán», lo catalogó para sus adentros Kartashov, palpando con los ojos el cuerpo del muchacho allá donde la chaqueta, desabrochada, dejaba ver el torso ceñido por un cisne de punto fino.

El tarzán sorbió el líquido del vaso y se atragantó.

– Pero si es vodka -ronqueó lamiéndose el labio ensangrentado.

– ¿No me digas? -se refociló Borís-. Venga, bébetelo; lo que no mata engorda.

El joven intentó levantarse del sillón pero el dueño del piso le metió un expeditivo puñetazo en la boca que le obligó a volver a tomar asiento.

– ¿Qué tal? ¿Cuándo piensas pedirme disculpas?

– Oye, tío, perdona -balbuceó el joven-, he metido la pata. Me habían dicho que no estarías en casa. Te he llamado por teléfono y, luego, a la puerta. Creí que no estabas de veras. Pero ¡toma!, sí estabas.

– ¡Ay, qué disgusto tan grande! Me has llamado por teléfono, me has llamado hasta que las llamadas empezaron a salirte por las orejas, y yo, canalla de mí, me permito estar en casa. Y no me escondo de una fémina, tenlo en cuenta. Bien pues, ¿qué vamos a hacer, campeón de llamadas? ¿Avisamos a la policía o charlamos aquí nosotros solitos?

– Oye, tío, la policía no nos hace falta, ¿vale? No te he robado nada. Por tu parte, ya me has puesto la cara como un mapa, así que creo que estamos empatados.

– ¿Quién te ha dado las llaves?

– Las compré.

– ¿A quién?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Un colega me dijo que tenías el chamizo a tope de trastos, que había aparatos, parné, ropa nueva, y que estabas de viaje.

– ¿Por qué será que ese colega tuyo no ha venido en persona si tengo aquí tantos cachivaches? ¿Por qué te dio las llaves a ti?

– Necesitaba dinero con urgencia, quería marcharse. Además, no era ladrón, se le notaba a la legua.

– Pero tú sí lo eres, ¿verdad?

– Verdad verdura -confirmó el joven mirando a Borís con ojos límpidos-. Oye, tío, déjame marchar, ¿eh? Venga, nos decimos adiós muy buenas y aquí no ha pasado nada.

– Ya, ¡y un jamón! -resopló Kartashov, y le sacudió un nuevo bofetón-. ¿Dónde tienes las llaves?

– En el bolsillo.

Borís registró con rapidez los bolsillos de la chaqueta que lucía el tarzán y extrajo las llaves ensartadas en un llavero.

– ¡Mira por dónde! -silbó-. Pero ¡si son las llaves de Vica! ¿La has matado? Contesta, ¿has matado a Vica?

– ¡No conozco a ninguna Vica! -chilló el joven tratando en vano de esquivar un nuevo golpe-. ¿Estás chiflado o qué? Te lo he dicho claramente: estas llaves, yo las he comprado…

Un nuevo cate no le dejó terminar. El labio partido sangraba cada vez más, la cara se le había puesto blanca como la pared.

– ¿Por qué habéis matado a Vica? ¿Qué os había hecho? ¡Habla! ¡Habla, cabrón, puñetero! -repetía Borís propinándole metódicamente nuevos sopapos en los puntos más sensibles, hasta que el joven se desplomó dando de bruces contra la mesita, buscando un punto de apoyo en su pulida superficie.

El pintor se quedó mirándole unos instantes, luego entró en el cuarto de baño, cerró la puerta y se puso a lavarse meticulosamente las manos con jabón. Desde el salón llegó un gemido, luego el ruido de unos pasos pesados e inseguros. Finalmente oyó el chasquido de la cerradura. Se enjugó las manos con la toalla, salió sin prisa del cuarto de baño, comprobó que la visita se había largado y apagó la luz. Era la señal que habían convenido.

Unos pocos minutos después, en el piso entraron el juez de instrucción Olshanski, el experto criminólogo Zúbov, Nastia y dos testigos jurados.

– ¿Dónde? -fue lo único que le preguntó Konstantín Mijáilovich.

– En el salón -contestó Borís con idéntica brevedad-. El sillón, el vaso, la mesita, todo está como ustedes me han dicho que tenía que estar. Incluso se ha dejado los guantes.

– Estupendo -se frotó las manos Olshanski-. Será mejor que usted y Kaménskaya se retiren a la cocina y nos dejen hacer nuestro trabajo.

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