Un día fue a verle un joven funcionario de la Dirección de la Seguridad del Estado de Moscú, que necesitaba cumplir con este trámite antes de incorporarse en un organismo central, a saber, en el directorio que tenía a su cargo los servicios de inteligencia en el extranjero. Como era su costumbre, Dmitri le explicó las peculiaridades del trabajo fuera de las fronteras nacionales, le subrayó la necesidad de adaptar el comportamiento de uno a las exigencias de la cultura y de las tradiciones del país de destino, particularmente en lo referente a la psicología de la vida cotidiana. Todas las estancias de una embajada tenían micrófonos ocultos colocados por los servicios de inteligencia enemigos, siempre al acecho de la posibilidad de captar a algún ciudadano soviético, por lo que se debía conceder especial atención a problemas familiares. En otras palabras, no discutir con la esposa y, sobre todo y de ninguna manera, pegarle, ya que, al enterarse de las discordias conyugales, el enemigo no tardaría en ofrecerle al empleado de la embajada una seductora amiguita. El candidato al nuevo empleo escuchaba distraídamente y sus réplicas daban a entender que, en su opinión, los consejos del funcionario del Departamento de Personal no valían un pimiento, puesto que en Moscú había cumplido con sus tareas a las mil maravillas y tampoco iba a quedar mal en el extranjero. En cuanto al trato que le daba a su mujer, eso no tenía por qué importarle a nadie.
Para Dmitri fue evidente que ese joven, con su brillante curriculum, sin lugar a dudas trabajador competente, que dominaba a la perfección dos idiomas extranjeros, no valía para el servicio de inteligencia en el extranjero. Podía hacer mucho aquí en Moscú, sumido en la familiar subcultura de la capital, pero al otro lado de la frontera seria un fracaso. No obstante, su intento de compartir sus dudas con el jefe de la subdivisión en la que iba a entrar el candidato fue acogido con malos modos. Le dieron a entender de forma clara e inequívoca que no era más que un oficinista, un peón del tablero de ajedrez, y que su tarea era archivar papelitos y pegar fotografías; y de ninguna manera debía entrometerse en los cometidos operativos, pues la decisión había sido tomada, se habían recogido los vistos buenos pertinentes y lo único que faltaba era formalizarla publicando la orden correspondiente. Esa reacción dejó atónito al inspector del Departamento de Personal. La rabia se le clavó en el alma como un cuchillo oxidado.
Unos días más tarde, el candidato al destino extranjero fue recogido por la policía en estado de grave intoxicación etílica, con un maletín repleto de documentos secretos y sin su pase departamental, que nunca apareció. Fue despedido de forma fulminante de la Dirección de Seguridad y puesto a disposición judicial. Nadie se enteró nunca de que su incorporación en el directorio de la inteligencia en el extranjero se frustró porque Dmitri había dedicado un par de noches a consultar diccionarios médicos y farmacológicos, tras lo cual encontró a ciertas personas y les pagó. El inspector quedó muy contento de que el nombramiento que no creía correcto se fuera al carajo. No se detuvo a pensar en que le había destrozado la vida a un hombre que no le había hecho nada y con el que no tenía enemistad personal. Lejos de esto, experimentó una satisfacción sorprendentemente cosquilleante porque todo había salido según sus deseos. Aquélla fue su primera experiencia de la manipulación de los demás, una experiencia coronada por el éxito. Dmitri comprendió que no necesitaba en absoluto recorrer pasillos o dar puñetazos en la mesa para demostrar que tenía razón. Era posible actuar de otro modo, ideando tretas ingeniosas y estudiando las derivadas del movimiento como si de una partida de ajedrez se tratara, tirando de los hilos invisibles y observando contento cómo los acontecimientos tomaban el curso previsto en el guión creado por uno mismo; aunque sus protagonistas creyeran a pies juntillas que hacían su santa voluntad y actuaban conforme su libre albedrío. Las víctimas no tenían importancia… Eran peones de la partida jugada por alguien más. Por él.
La viuda de Valentín Petróvich Kosar, trágicamente fallecido el día 25 de octubre al ser arrollado por un automóvil sin identificar, era una mujer lozana, de cara agradable y melena castaña exuberante. Recibió al funcionario de la policía criminal con amabilidad pero se notaba que hacía continuos esfuerzos por mantener esa conversación, que le resultaba dura y penosa.
– ¿Acaso tiene algo que ver con la muerte de mi marido? -preguntó extrañada cuando se procedió a interrogarla sobre los sucesos de mediados de octubre.
– No, no tiene nada que ver. No estamos investigando las circunstancias del atropello de su marido.
– Así lo he entendido -suspiró con pesadumbre-. Creo que no las investiga nadie. A nadie le importa un tal Kosar. Si hubiera sido ministro o diputado, no me harían esas visitas sorpresa.
– Entiendo sus sentimientos pero, créame, se equivoca. El atropello lo lleva la dirección del distrito Suroeste, mientras que yo trabajo en Petrovka, en la Policía Criminal de Moscú, y tratamos de resolver otro crimen.
– ¿Qué relación pudo tener con esto Valentín? Era un hombre de honradez fuera de toda sospecha, en su vida se había apropiado de un céntimo ajeno, no habría matado ni a una mosca…
Los ojos se le llenaron de lágrimas pero la mujer se dominó en seguida.
– De acuerdo, adelante con las preguntas.
– El día 10 o 12 aproximadamente, un tal Borís Kartashov le pidió a su marido que le recomendase a un psiquiatra para consultarle en privado. ¿Se lo contó su marido?
– Sí, recuerdo aquella conversación. Le dijo que intentaría encontrar a Máslennikov y, si no lo localizaba, llamaría a otro médico amigo, a Gólubev.
– ¿Le habló Valentín Petróvich sobre el problema de Kartashov?
– Sí. Parece ser que la novia de Kartashov concibió la idea de que alguien quería influir sobre sus actos mediante la radio. No, creo que no es eso… Espere… ¡Ya lo tengo! Decidió que alguien le robaba sus sueños y luego los contaba por la radio. Eso es más exacto.
– ¿Qué pasó luego?
– Valia llamó a Máslennikov en seguida y acordaron la visita. Recuerdo también que Máslennikov dijo que en los dos días siguientes iba a estar muy ocupado, por lo que no podría visitar al amigo de Valia antes del viernes.
– ¿El viernes? ¿No tendrá un calendario a mano?
– Aquí tiene.
La viuda de Kosar le tendió un pequeño calendario que había extraído de la agenda, colocada encima de la mesa. En el calendario estaba marcado con lápiz el día 15 de octubre, un viernes.
– ¿Se acuerda de qué viernes habían hablado? ¿Del quince o del siguiente, el veintidós?
– Lo más probable es que del quince. Sí, seguro -dijo echando una ojeada al calendario-. Lo ve, la fecha está marcada a lápiz.
– ¿Qué significa que esté marcada a lápiz?
– Es el calendario de Valia, lo utilizaba siempre. Marcaba con un color los cumpleaños y otras ocasiones especiales; con otro, las citas, etcétera. Si marcaba una fecha con un lápiz normal, se trataba de un asunto que no le concernía personalmente sino que tenía que pasar el mensaje a alguien más, como ocurrió en el caso de Kartashov. Valia, sabe usted, siempre temía fallarle a alguien o confundir las cosas.
Los ojos volvían a llenársele de lágrimas pero se contuvo.
– ¿Es la libreta de su marido?
– Sí.
– ¿Puede prestármela por un tiempo? Se la devolveré sin falta.
– Si la necesita, llévesela.
– Una pregunta más, si me permite. ¿Siempre se mantuvo al corriente de los asuntos de su marido?
– Por supuesto. Éramos buenos compañeros…
– ¿Tenía muchos amigos?
– Escuche, déjelo, me parte el alma. ¿Qué importancia tiene todo esto ahora? No creerán que le atropelló uno de sus amigos, ¿verdad? Además, me ha dicho que no investiga el atropello…