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– ¿Se encontraba su mujer aquí por aquellas fechas? ¿No se había ido de viaje o a pasar unos días en casa de una amiga?

– Creo que no.

– ¿Lo cree? ¿Suele estar al tanto de los desplazamientos de Olga?

– Normalmente no. Paso fuera de casa veinticuatro horas seguidas. Trabajo un día sí y otro no, de modo que…

– ¿Y cuándo libra?

– Tampoco me quedo aquí sentado. Y no vigilo a Olga. Lo importante es que tenga la casa limpia y la comida preparada. Todo lo demás no es asunto mío.

– Pero si es su mujer. ¿Acaso le trae sin cuidado dónde anda y qué hace?

– ¿Como que sin cuidado?

– Creo que es lo que acaba de decir.

– Pues no creo que le haya dicho nada de eso.

– En cuanto a usted mismo, ¿salió de la ciudad a finales de octubre?

– No.

– ¿Estaba trabajando a días alternos todo aquel tiempo?

– Todo el tiempo.

– Tenemos que dar una vuelta por la estación y hablar sobre ese Kolobov con los comerciantes -dijo Nastia pensativa-. Se puso muy nervioso cuando le pregunté sobre si había visto a Vica en la estación. Uno irá a la estación de Savélovo, el otro, a hablar con Olga Kolobova. Rapidito.

– ¡Pero cuándo va a terminar esto! -gimoteó lastimeramente Kolobova, una rubia llenita monísima, de enormes ojazos grises, busto exuberante y piernas torneadas.

Para crear la ilusión de una cintura delgada y caderas esbeltas, vestía un pantalón tejano demasiado ceñido y un jersey demasiado holgado. Ni siquiera la presencia de los representantes de la Policía Criminal la llevó a molestarse en sacarse de la boca la goma de mascar, por lo que su hablar, ya de por sí lento, frenado por vocales larguísimas, parecía al mismo tiempo infantil y remilgado.

– Ya no sé cuántas veces me han interrogado.

– No la estoy interrogando. Estamos hablando, nada más. Dígame, Olga, ¿por qué ha dejado de trabajar y se ha quedado en casa?

– Vasia así lo quiso. No necesita una mujer sino una chacha. Pero por mi parte prefiero estar en casa que encalar paredes.

– ¿Y no se aburre?

– Nooo, no me aburro. Todo lo contrario, me encanta. Nunca antes había tenido casa propia, al principio todo lo que veía era el orfanato, el internado, luego, la residencia. Ahora en cambio estoy todo el día limpiando, fregando suelos, pasando la bayeta, sacando brillo a la bañera. También cocino encantada.

– ¿Para qué se esfuerza tanto si su marido trabaja las veinticuatro horas y cuando libra tampoco para en casa?

– Me esfuerzo para mí. Disfruto como una loca. No lo entenderá.

– Y guisar, ¿para quién guisa? ¿También para sí?

– También. Se acabó la bazofia del orfanato. Además, a Vasili le gusta traer gente a casa y nunca avisa, ni que lo hiciera aposta. Si no hay comida en casa, bronca al canto. Así que siempre estoy preparada para el combate.

– ¿Nunca ocurre que traiga invitados y usted no esté en casa?

– Ocurre a menudo. Nadie me ha cosido a este piso, y como mi legítimo no acostumbra a decir cuándo volverá ni con quién…

– ¿Y qué sucede entonces? ¿Otra bronca?

– Nooo. -La bolita del chicle peregrinó de un lado a otro asomando brevemente entre los dientes pequeños y desiguales-. Para él lo que cuenta es que la casa esté limpia y la nevera, a rebosar; es perfectamente capaz de calentar la comida él sólito. Cuando hay invitados, no me necesita para nada. Para él soy algo así como un mueble.

– ¿Y no lo toma a mal?

– ¿Por qué iba a tomármelo a mal si no me he casado por amor? Vaska quería una chacha y yo, un piso propio, con una cocina propia, con un baño propio. Cuando vivía en la residencia de la constructora no podía ni soñar con tener un día un chamizo propio.

– ¿Estaba su marido aquí a finales de octubre o se había ido de viaje?

– No, seguro que no. No ha faltado un solo día al trabajo.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Suelo pasar por la estación, para comprobarlo.

– ¿Cómo dice?

Resultaba asombrosa la franqueza de esa gatita blanca, suave y amanerada. Costaba comprender si se trataba de un cinismo indisimulado, que se negaba en redondo a disfrazarse con los ropajes del decoro, o si era la sinceridad de una mujer sumida en la desesperación, que ya no podía ni quería mentir ni a sí misma ni a los demás.

– Pero no se lo digan a él, ¿vale? Me matará si se entera. Lo que ocurre es que, cuando nos casamos, no me empadronó, de manera que, si un día decide divorciarse, iré derechita a la residencia otra vez. El año pasado se emperró con una, tuvo un amor que no era de este mundo, y yo las pasé canutas pensando que de un día para otro iba a dejarme para casarse con aquella individua. Me metía cada trola, decía que le mandaban a otra ciudad a recoger mercancía cuando en realidad estaba con la otra; y quién sabe si de verdad no hicieron algún viaje juntos. A partir de entonces le controlo todo el tiempo: si está trabajando o si se ha largado otra vez a ver a su querindanga. Ya sé que me la pega, qué remedio. Pues allá él, siempre que no sea nada serio, siempre que no me eche. Así es mi vida ahora: él se va a las ocho a trabajar, y dos horas más tarde voy detrás, le echo un vistazo, compruebo que está en su quiosco y regreso a casa. Luego, al anochecer, doy otra vuelta por allí. De manera que se lo digo con absoluta seguridad, en los últimos dos meses no ha faltado ni un solo día al trabajo. Una vez ocurrió que le dieron una paliza, e incluso entonces nada más guardó la cama un día, aprovechando que era su día libre, y al siguiente fue al quiosco a rastras, a despachar, aunque tenía el careto lleno de magulladuras. Se puede entender, pues no es el dueño, va a comisión de lo que vende. Un día de baja y la paga se resiente.

– ¿Y cómo fue cuando lo de aquella mujer? Me ha dicho que faltó varios días, que no iba a trabajar.

– Bueno, la individua aquella estaba forrada, supongo que le pasaría algún dinerito. Además, Vaska es un codicioso, se dejaría ahorcar por un centavo; por eso, cuando me enteré de que había dejado de ir a trabajar, me puse en guardia. Me di cuenta en seguida de que no se trataba de una pelandusca cualquiera, de esas que Vaska cambia a diario, sino que era algo diferente. A sus furcias no les da ni la hora.

– Una pregunta más. ¿Cómo es posible que se haya despedido de la constructora pero conserve su permiso de residencia en Moscú? Debían darla de baja inmediatamente, ¿no?

– Nooo, formo parte de la cuota de orfanatos. No pueden darme de baja sin mi consentimiento, aunque no trabaje ya en la empresa.

– Está bien, volvamos a su marido. Por cierto, ¿no le ha contado por qué le dieron aquella paliza?

– ¿Cuándo me ha contado ése algo…? Y, aunque me lo contase, mentiría. Por eso nunca le pregunto nada, no me meto en sus asuntos.

– Dígame, ¿nunca le ha mencionado que hubiera visto a Vica en la estación Savélovsky?

– No, nunca.

– ¿Le preguntó alguna vez dónde trabajaba?

– Un día se lo dije yo misma, dije que era secretaria de una empresa privada. No me pidió detalles. A decir verdad, le tenía ojeriza a Vica.

– ¿Por qué?

– Bueno, creía que era mala influencia para mí.

– ¿En qué sentido?

– En el sentido de las borracheras y en general… Creo que estaba mosca porque Vica ganaba más que él. Sobre mí sí que puede mandar porque no tengo ni blanca y dependo de él para todo. Por eso temía que siguiese el ejemplo de Vica. Porque si empezara a ganar dinero, podría comprar o cuando menos alquilar un piso, ¿Dónde va a encontrar entonces a otra boba como yo? Ninguna tía en su sano juicio aguantaría esta clase de vida, créalo.

– ¿Ha intentado alguna vez hacer lo mismo que Vica? ¿O su marido se preocupaba sin motivo?

– Claro que se preocupaba sin motivo. Es tonto y… cree el ladrón que todos son de su condición, ¿entiende? Pero yo sé lo que hago. Nunca podría ser como Vica, no tengo su físico. Y para dedicarme a la prostitución común y corriente ya soy demasiado vieja. Aparte de que no es para mí. Lo mío es llevar la casa, criar hijos, no deseo ni necesito nada más. Vaska, el cabrón, no quiere tener hijos.

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