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Mientras estuve observando la Tierra, ésta tomó el aspecto de una enorme Luna en cuarto menguante. No podía retirar la mirada de esta gigantesca media luna vivamente iluminada por la luz del sol.

— Nuestra Estrella Ketz — comentó Kramer—, vuela hacia el este y efectúa una vuelta completa alrededor de la Tierra en cien minutos. Nuestro día solar dura tan sólo sesenta y siete minutos y la noche treinta y tres. Dentro de cuarenta a cincuenta minutos entraremos en la sombra de la Tierra…

La parte oscura de la Tierra, débilmente iluminada por la luz reflejada por la Luna, era casi invisible. El límite de la zona oscura y de la clara destacaba vivamente con enormes, casi negros, dientes: las sombras de las montañas. De pronto vi la Luna, la verdadera Luna. Parecía muy cercana, pero muy pequeña en comparación con lo que parece desde la Tierra.

Finalmente, el Sol se ocultó por completo tras la Tierra. Ahora la Tierra se presentó en apariencia de un disco oscuro rodeado por un círculo bastante luminoso formado por la luz de la aurora. Eran los rayos de Sol invisibles que iluminaban la atmósfera terrestre. Un reflejo rosado penetraba en nuestra habitación.

— Como puede ver, aquí no hay oscuridad — dijo Kramer—. La aurora de la Tierra sustituye por completo a la luz de la Luna cuando ésta se pone tras la Tierra.

— Me parece que hace más frío — indiqué yo.

— Sí, es el fresco de la noche — contestó Kramer—. Pero esta disminución de la temperatura es insignificante. La capa intermedia de la envoltura de nuestra estación resguarda de manera segura de la radiación calorífera; además, la Tierra irradia gran cantidad de calor y la noche en la Estrella Ketz es muy corta. Así que no hay peligro de helarnos. Para nosotros, los biólogos, esto va muy bien. Pero nuestros físicos no están contentos: logran con dificultad alcanzar en sus experimentos temperaturas cercanas al cero absoluto. La Tierra, como un gran horno, respira calor incluso a la distancia de mil kilómetros. Las plantas de nuestro invernadero soportan sin daño alguno el breve frescor nocturno. No es necesario poner en marcha las estufas eléctricas. Aquí se disfruta de un magnífico clima de montaña. Muy pronto en sus pálidas mejillas aparecerá el bronceado color de los alpinistas. Yo aquí engordé y aumentó mi apetito.

— La verdad sea dicha, yo también tengo hambre — dije yo.

— Pues vamos volando al comedor — propuso Kramer, extendiendo su mano bronceada.

Me sacó al corredor, y, saltando y agarrándose en las correas, nos dirigimos al comedor.

Era una gran sala de forma cilíndrica, en la que penetraba la luz de los dorados rayos del «amanecer». Un gran ventanal de gruesos cristales rodeaba un marco con plantas enredaderas de un verde esplendoroso. Nunca había visto en la Tierra un verde así.

— ¡Aquí está!

Vuelvo la cabeza hacia la voz conocida y veo a Meller. Se ha pegado a la pared, como una golondrina, y a su lado está Tonia con un ligero vestido color lila. Los cabellos de Tonia están desgreñados después de la desinfección. Le sonrío con alegría.

— Por favor, por favor, venga aquí — me llama Meller—. ¿Bueno, con qué quiere que le invite?

Delante de mí hay un anaquel con potes, latas, tarros y una especie de globos.

— Vamos a darle de comer en biberón, con papillas y alimentos líquidos. Usted no va a poder tomar alimentos sólidos: le saltarían de las manos y no podría atraparlos. Nuestros alimentos son casi todos vegetarianos, de nuestras propias plantaciones. Aquí hay papillas de manzana — y señaló un pote cerrado—, aquí de fresas con arroz, albaricoques, melocotones, bananas, nabos a la «Ketz», que en la Tierra no habrá comido… ¿Quiere nabos?

Y Meller hábilmente sacó del anaquel un cilindro con un tubo al lado. En la pared posterior del cilindro había otro tubo más ancho. Este tubo lo enchufó a una pequeña bomba y empezó a bombear. Del extremo del otro tubo salió una espuma amarilla. Meller tendió el cilindro a Tonia.

— Tómelo y chupe. Si se hace difícil chupar, bombee un poco de aire. Las boquillas son esterilizadas. ¿Por qué hace muecas? Nuestra vajilla no es tan bonita como los cálices griegos, pero es indispensable en nuestras condiciones.

Tonia, indecisa, se puso el tubo en la boca.

— ¿Qué tal? — preguntó Meller.

— Muy sabroso.

Kramer alcanzó para mí otro «biberón». La papilla semilíquida de color amarillo, elaborada con nabos de Ketz, era en efecto deliciosa. La de bananas era también buena. Yo no hacía más que bombear. A estos «suculentos» platos siguieron jalea de albaricoque y fresas.

Yo comía con apetito. Pero Tonia estaba pensativa y casi no comía nada.

Ya en el comedor la alcancé, tomé su mano y le pregunté:

— ¿De qué está preocupada, Tonia?

— Acabo de ver al director de la Estrella Ketz y le pregunté sobre Evgenev. Ya no está en la Estrella. Ha partido en un largo viaje interplanetario.

— ¿O sea que vamos a seguir tras él? — pregunté alarmado.

— ¡Claro que no! — contestó ella—. Nosotros tenemos que trabajar. Pero el director dijo que quizás usted efectúe un viaje interplanetario.

— ¿A dónde? — pregunté con espanto.

— Aún no lo sabe. A la Luna, a Marte, quizás más lejos.

— Pero, ¿no se puede hablar con Evgenev por radio?

— Sí, se puede. El enlace por radio desde Ketz, por ahora es imposible únicamente con la Tierra: estorba la capa de Jevisayd. Esta repele las ondas de radio. A mí precisamente me tocará trabajar en este problema, para intentar traspasar esta capa con rayos cortos y poder establecer el enlace por radio con la Tierra. Por ahora se efectúa mediante un telégrafo luminoso. Un proyector de un millón de bujías da destellos perfectamente visibles desde la Tierra, siempre que no esté cubierta por nubes. Pero casi siempre en el Pamir, en la ciudad de Ketz, el cielo está descubierto de nubes. Con los cohetes que vuelan por los espacios interplanetarios, la Estrella Ketz mantiene un enlace continuo por radio… Precisamente ahora iba a la estación de radio para intentar hablar con el cohete que investiga el espacio entre la Estrella Ketz y la Luna… Y ahora recuerdo que el director rogó que usted fuera a verle. — Mirando su reloj, Tonia añadió—: Aunque ya es tarde para verlo. Volemos juntos a la estación de radio. Es en la habitación número nueve.

El inmenso corredor vivamente iluminado con lámparas eléctricas, se perdía a lo lejos como un túnel subterráneo. Las voces sonaban más bajo de lo habitual, debido a que el aire estaba enrarecido, y no oí en seguida que me llamaban.

Era Kramer. Volaba hacia nosotros agitando unas pequeñas alas. Colgaban de su espalda unos objetos parecidos a abanicos plegados.

— Ahí van las alas — dijo—, para que sean completamente parecidos a los habitantes del cielo. Abiertas, recordaban un poco las alas del murciélago. Se sujetan a las manos, pueden plegarse, y echándolas hacia atrás dan posibilidad a las manos para actuar libremente.

Kramer nos puso las alas con rapidez y habilidad, nos enseñó cómo utilizarlas y se fue volando. Tonia y yo empezamos los vuelos. Más de una vez chocaron nuestras cabezas, nos dábamos golpes en las paredes dando vueltas inesperadas. Pero estos golpes no dolían.

— En verdad, parecemos murciélagos — dijo Tonia riéndose—. Vamos a ver. ¿Quién llega primero a la estación de radio?

Salimos volando.

— ¿Y por qué está tan desierto el corredor? — pregunté.

— Están todos en el trabajo — dijo Tonia—. Dicen que aquí por las tardes está lleno de público. Vuelan como un enjambre. ¡Como escarabajos de Mayo en buen tiempo!

Llegamos a la habitación número nueve. Tonia pulsó un botón y la puerta se abrió silenciosamente. Lo primero que me sorprendió fue el operador de radio. Con los auriculares en las orejas, estaba en el techo anotando un radiotelefonograma.

— Ya está — dijo él, guardando en una bolsa atada a su cinturón la libreta de apuntes: esta bolsa, por lo visto, reemplazaba el cajón de la mesa escritorio—. ¿Quiere hablar con Evgenev? Vamos a intentarlo.

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