Литмир - Электронная Библиотека

Esto me volvió a la realidad. Levanté la cabeza y vi en el borde superior de la hendidura unas lucecitas que centelleaban. Mis compañeros hacía tiempo que me estaban dando señales. Era necesario volver. Les hice señales con mi linterna, de prisa recogí las muestras más interesantes y llené mi bolsa de campaña. En la Tierra este tesoro pesaría seguramente no menos de sesenta kilos. O sea que aquí no pesa más de diez. Este lastre no me molestó mucho y rápido subí a la superficie.

Tuve que escuchar una reprimenda por parte del astrónomo por haberme separado de la expedición, pero cuando le conté mi hallazgo, se ablandó un poco.

— ¡Usted ha hecho un gran descubrimiento! ¡Le felicito! — dijo—. Naturalmente, organizaremos una expedición. Pero ahora no vamos a detenernos más. ¡Adelante, sin demora de ninguna clase!

Pero sobrevino a pesar de esto una demora. Estábamos ya en el extremo del océano. Ante nosotros se levantaban las peñas «costeras» iluminadas por el sol. ¡Un espectáculo encantador! Sokolovsky paró la máquina sin querer.

Debajo, las rocas eran de pórfidos rojizos y basaltos de los más variados coloridos y matices: verde esmeralda, rosa, gris, azul, pajizo y amarillo… Parecía una alfombra mágica oriental tornasolada por todos los colores del arco iris. En algunos sitios se veían contrafuertes de blanco níveo y obeliscos rosáceos. Sobresalían en las rocas enormes cristales que resplandecían con luz cegadora. Como gotas de sangre colgaban los anaranjados rubines. Cual flores transparente lucían su hermosura los jacintos, los rojo-sangre pirones, los oscuros zafiros melanitas, los almandinos violetas. Nidos enteros de zafiros, esmeraldas, amatistas… De uno de los lados, en un borde agudo del peñascal, brotó un haz de vivos rayos irisados. Así, sólo podían brillar los diamantes. Seguramente eran rupturas recientes de la roca y por esto su brillo no había sido empañado aún por el polvo cósmico.

El geólogo frenó en seco. Tiurin por poco no volvió a caer. Paramos. Sokolovsky, sacando el martillo de geólogo de su bolsa, ya saltaba por las rocas fulgurantes. Tras él iba yo y Tiurin detrás de nosotros. Sokolovsky fue preso de la locura «geológica». No era la codicia del buscador de piedras preciosas. Era la codicia del científico que encuentra un yacimiento de minerales raros.

El geólogo golpeaba con el martillo en los bloques de diamantes, con el enfurecimiento del minero atrapado por un desmoronamiento al abrir camino hacia su salvación. Bajo sus golpes, los diamantes saltaban en todas direcciones con chispas iridiscentes. La locura es contagiosa. Tiurin y yo recogíamos trozos de piedras diamantinas y las tirábamos allí mismo para recoger otras mejores. Llenamos nuestras bolsas, les dábamos vueltas en nuestras manos exponiéndolas a los rayos del sol, las lanzábamos al aire. A nuestro alrededor todo centelleaba y brillaba.

¡Luna! ¡Luna! Desde la Tierra te vemos de color uniforme plateado. ¡Pero cuántos y variados colores descubre el que llega a pisar tu superficie…!

Muchas veces fuimos sorprendidos con tales descubrimientos. Las piedras preciosas, como rocío policromo, sobresalían en las rocas de montañas y picos. Los diamantes, esmeraldas, las piedras preciosas más caras en la Tierra, no son raras en la Luna… Ya casi nos acostumbramos a tales espectáculos. No les dábamos valor. Pero no olvidaré jamás la «fiebre de diamantes» de la que fuimos presa en las orillas del Océano de las Tempestades…

De nuevo volamos hacia el este saltando a través de montañas y grietas. El geólogo recupera el tiempo perdido.

Tiurin, aferrado con una mano en el respaldo de su asiento, levanta solemne su otro brazo. Este gesto significa nuestro paso por la frontera de la superficie lunar visible desde la Tierra. Hemos entrado en las regiones desconocidas. Ni un sólo hombre ha visto jamás lo que ahora vemos. Mi atención se esfuerza hasta el límite.

Pero los primeros kilómetros nos desilusionaron. Es la misma sensación que se apodera de nosotros la primera vez que salimos al extranjero. Siempre parece que al traspasar la frontera todo será diferente. Sin embargo, te das cuenta que ves el mismo paisaje, los mismos campos, la misma vegetación… Sólo la arquitectura en algunos casos cambia y los vestidos de las personas varían. Después poco a poco se van descubriendo las particularidades del nuevo país. Aquí la diferencia era aún menos manifiesta. Las mismas montañas, circos, cráteres, valles, cavidades de antiguos mares…

Tiurin estaba extraordinariamente inquieto. No sabía que hacer: encima del vagón-cohete se veía todo mejor, pero en el interior era más cómodo efectuar apuntes. Lo que ganaba en uno, lo perdía en lo otro. Por fin, decidió sacrificar los apuntes: de todas maneras, la superficie de la parte «trasera» de la Luna será en un futuro próximo estudiada y medida cuidadosamente para, al final, ser llevada a un mapa. Ahora tan sólo es necesario recibir una idea general de esta parte del relieve lunar aún desconocido por el hombre. Decidimos pasar por el ecuador. Tiurin anotaba sólo los circos de mayores proporciones, los más altos cráteres y les daba al mismo tiempo sus nombres. Este derecho de primer explorador era para él motivo de gran satisfacción. Sin embargo, era tan modesto que no tenía prisa en poner su nombre a los cráteres y mares que descubríamos. Seguramente ya tenía preparado todo un catálogo, y ahora lo rellenaba con nombres de científicos, héroes, escritores y exploradores célebres.

— ¿Qué le parece este mar? — me preguntó con el aire de un rey que se dispone a recompensar con títulos y tierras a su vasallo—. ¿Le gustaría bautizarlo con el nombre de «Mar de Artiomov»?

Miré la profunda cavidad llena de grietas que se extendía hasta el horizonte. Este mar no se diferenciaba en nada de los otros mares lunares.

— Si me permite. — dije después de un momento de vacilación—, lo llamaremos «Mar de Antonino».

¿Antonio? ¿Marco Antonio, el ayudante de Julio César? — preguntó extrañado Tiurin. No había oído bien. Y, por lo visto, su cabeza estaba llena de nombres de grandes hombres y dioses antiguos—. Bueno, está bien. ¡Marco Antonio! No suena mal y me parece que es un nombre no utilizado aún por los astrónomos. Sea. Apuntó: «Mar de Marco Antonio».

Era violento corregir al profesor. Así recibió Marco Antonio unas posesiones a título póstumo en la Luna. Bueno. Para mí y Tonia aún quedaban bastantes mares.

Tiurin pidió hacer una parada. Estábamos en una cuenca donde aún no llegaban los rayos del sol.

Descendimos y el astrónomo sacó el termómetro y lo hundió en el suelo. El geólogo descendió del cohete después de Tiurin. Pasado un tiempo Tiurin sacó el termómetro del suelo y, una vez observado lo entregó a Sokolovsky. Acercaron sus escafandras y, por lo visto, compartieron sus impresiones. Luego subieron precipitadamente a la plataforma del cohete. Allí empezaron de nuevo a hablar. Yo, con mirada interrogante, contemplé a Sokolovsky.

— La temperatura del suelo es de cerca de doscientos cincuenta grados bajo cero por la escala de Celsius — me dijo Sokolovsky—. Por eso Tiurin está de mal humor. Cree que esto es debido a que en este lugar hay pocas materias radiactivas, cuya desintegración calentaría el suelo. Dice que también en la Tierra los océanos se formaron allí donde el suelo era más frío. En el fondo de los mares tropicales, la temperatura es incluso menos que en los mares de latitud norte. Afirma que aún hallaremos zonas calentadas por la desintegración radiactiva. A pesar que, entre nosotros, debo decirle que en régimen térmico de la Tierra, la desintegración radiactiva constituye una magnitud insignificante. Pienso que en la Luna, pasará lo mismo.

Sokolovsky propuso subir a un lugar más elevado para poder observar mejor el relieve de la superficie lunar de la región en que nos encontrábamos.

— Tendremos todo un mapa ante nosotros. Será posible fotografiarlo incluso — dijo Tiurin.

26
{"b":"110762","o":1}