En cuanto paramos, Tiurin subió a la plataforma de un salto. Verdaderamente la Luna lo había rejuvenecido.
Sin embargo, exageró un poco. Tiurin cayó sobre mí con todo su cuerpo y se veía cómo su vestido se levantaba convulsivamente en el pecho. El viejo estaba extraordinariamente cansado.
Sokolovsky «pisó el pedal» ante la grieta. Se oyó una explosión y al mismo tiempo el cohete dio un tirón hacia arriba. En este instante vi ante mis ojos los pies de Tiurin. El cansancio se hizo sentir: no tuvo tiempo de aferrarse fuerte de la barandilla y fue derribado. Vi cómo su cuerpo describía un arco y empezaba a caer. Caía despacio, pero desde una altura considerable. Mi corazón dejó de latir ¡Se ha matado…!
Y nosotros ya volábamos encima de la ancha grieta. Sokolovsky giró bruscamente el cohete, con lo cual por poco no salto también yo, y rápidamente descendimos a la superficie, no lejos de donde yacía Tiurin. Estaba tendido y no se movía. Sokolovsky, como persona entendida, revisó ante todo, el estado del traje. El más pequeño agujero podría ser mortal: el frío convertiría en un momento el cuerpo del profesor en un pedazo de hielo. Por fortuna el vestido estaba entero, sólo manchado en algunos sitios por el negro polvo, y tenía algunos rasguños sin importancia, que no había llegado a agujerearlo. Tiurin levantó una mano, movió el pie… ¡Vivo! Inesperadamente se levantó y sin ayuda de nadie se dirigió al cohete. Yo quedé admirado. Sólo en la Luna se puede caer con tanta suerte. Tiurin subió a su sitio y sin decir palabra señaló con el brazo adelante. Miré a través del cristal de su escafandra. ¡Estaba sonriendo!
Después de unos minutos llegamos al lugar. El profesor, con aire solemne, bajó primero del cohete. Realizaba un rito. Este cuadro se grabó en mi memoria. El cielo negro sembrado de estrellas. El Sol, azulado. Por un lado, las montañas de un brillo cegador; por el otro, picos montañosos «encendidos» hasta el blanco, «pendientes en el vacío». El amplio valle del circo, casi la mitad cubierto por sombras de bordes dentados; las huellas de nuestro automóvil-cohete en el suelo rocoso cubierto de cenizas y polvo. Estas huellas en la superficie lunar producían un efecto singular. En el mismo límite de la sombra pisa con solemnidad una figura, parecida a un buzo dejando tras de sí huellas… ¡Huellas del pie del hombre! Pero he aquí que esta figura se para. Mira el cráter, hacia nosotros, el cielo. Recoge algunas piedras y forma una pequeña pirámide. Luego se agacha y dibuja con el dedo en la ceniza:
TIURIN
Esta inscripción, hecha en la frágil ceniza con un dedo de la mano, de hecho era más fuerte que las inscripciones rúnicas en las rocas terrestres: las lluvias no van a erosionarla, los vientos no van a taparla con polvo. Se conservará durante millones de años, suponiendo que no caiga en este lugar algún meteorito casual.
Tiurin está satisfecho. De nuevo subimos a nuestro coche y volamos hacia el norte. El sol, poco a poco, se eleva en el horizonte e ilumina aislados peñascos de las montañas situadas al este. ¡Sin embargo, qué lento se desliza por el firmamento!
De nuevo un salto sobre una grieta. Esta vez Tiurin está preparado. Se agarra fuerte a la barandilla. Miro hacia abajo. ¡Pavorosa grieta! No es fácil que en la Tierra existan tales grietas. No se ve el fondo, está oscuro. Tiene una anchura de varios kilómetros. ¡Pobre viejecita, la Luna! ¡Qué profundas arrugas tiene tu cara…!
— Alfonso… Ptolomeo… Ya los vimos cuando volábamos hacia la Luna — dice Tiurin.
A lo lejos veo la cúspide de un cráter.
Tiurin acerca su escafandra a la mía (de otra manera no podemos conversar) y me comunica:
— ¡Helo aquí…! ¡Copérnico! Uno de los más grandes cráteres de la Luna. Su diámetro pasa de los ochenta y cinco kilómetros. El mayor de la Tierra, en la isla de Ceilán, tiene menos de setenta kilómetros de anchura.
— ¡Al cráter! ¡Al mismo cráter! — ordena Tiurin.
Sokolovsky pone el cohete vertical. Subimos para volar sobre el borde del cráter. Desde la altura se ve el círculo correcto, en el centro del cual se eleva un cono. El cohete desciende en la base del cono. Tiurin baja a la superficie y dando saltos se dirige hacia él. ¿No querrá subir hasta su cumbre? Así es. Ya empieza a escalar por las abruptas rocas casi verticales, y con tal rapidez que el mejor alpinista en la Tierra no le daría alcance. En la Luna es más fácil la escalada. Aquí Tiurin pesa entre diez y doce kilogramos. No es demasiado peso, incluso para sus debilitados músculos.
Alrededor del cono, a alguna distancia de él, hay un terraplén de piedras formando círculo. No comprendo su origen. Si esto son piedras arrojadas alguna vez por el volcán en erupción entonces estarían dispersas por todo el espacio y no formarían un círculo tan correcto.
La explicación vino inesperadamente. De pronto sentí cómo el suelo se estremecía. ¿No será que en la Luna hay aún «lunemotos»? Miré perplejo a Sokolovsky. Éste, en silencio, extendió el brazo en dirección a un pico: de su cumbre salían disparadas enormes rocas que se desmenuzaban por el camino. En su carrera estas rocas rodaban hasta el terraplén.
¡Ahora comprendo de qué se trata! En la Luna no hay vientos, ni lluvias que destruyan las montañas. Pero en cambio existe otro fenómeno destructor: la enorme diferencia de temperaturas entre el día y la noche lunares. Durante dos semanas se sostienen temperaturas de cerca de doscientos grados bajo cero, y en otras dos semanas, casi doscientos grados de calor. ¡Una diferencia de cuatrocientos grados! Las rocas no resisten y se agrietan rompiéndose a trozos, como un vaso de vidrio al que se vierte agua hirviendo. Tiurin debe saber esto mejor que yo. ¡Cómo ha podido cometer tal imprudencia…! Por lo visto, él mismo ha comprendido esto y ya está descendiendo rápidamente, saltando de roca en roca. A su izquierda hay otro derrumbamiento, a la derecha también, pero ya está cerca de nosotros.
— ¡No, no! Yo no rehúso de mi intento — dice agitado—, pero escogí una mala hora. Para subir a las montañas lunares, es necesario hacerlo al final del día lunar o de noche. Por ahora ya basta. Volemos hacia el Océano de las Tormentas, y desde allí, recto hacia el este, al otro lado de la Luna, el que no ha visto aún ningún ser humano.
— Me gustaría saber quién ha dado estos extraños nombres — dije cuando ya nos pusimos en camino—. Copérnico, Platón, Aristóteles…, no lo comprendo aún. Por ejemplo: ¿Qué océano de las Tormentas puede haber en la Luna, si no las hay en absoluto? ¿Un mar de la Abundancia, donde no hay nada, excepto piedras muertas, un mar de las Crisis…, qué crisis? ¿Y qué clase de mares son éstos, en los que no hay ni una gota de agua?
— Sí, los nombres no son del todo acertados — convino Tiurin—. Claro que las cavidades en la superficie de la Luna, son el lecho de mares y océanos que existieron alguna vez. Pero esos nombres… ¡Hacía falta llamarlos de alguna manera! Cuando se fueron descubriendo los pequeños planetas, al principio se les llamaba, según una tradición ya establecida, por los nombres de los antiguos dioses griegos. Muy pronto se agotaron todos los nombres y había más y más planetas. Entonces se recurrió a los nombres de hombres célebres: Flammarión, Gauss, Pickering e incluso conocidos filántropos como el norteamericano Eduardo Tuck. Así el capitalista Tuck pudo adquirir propiedades en el cielo. Yo creo que para los pequeños planetas el mejor sistema sería el numeral… Los Cárpatos, Alpes, Apeninos en la Luna es por falta de fantasía. Yo, por ejemplo, he imaginado una denominación completamente nueva para las montañas, volcanes, mares y circos, que descubramos en el otro lado de la Luna…
— ¿No se olvidará usted del cráter de Tiurin, verdad? — preguntó, sonriendo, Sokolovsky.
— Habrá para todos — contestó Tiurin—. El cráter de Tiurin, el mar de Sokolovsky y el circo de Artiomov, si así lo quieren.