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Hizo una pausa como si aguardara una respuesta, pero ella no contestó, así que continuó:

– Entonces el mayor me dijo: «Willem puede sernos de gran utilidad. Nos encontrará judíos. Y también hará otras cosas para mí. ¿No es así, Willem?» Y el muchacho contestó: «Sí, Herr Mayor.» No sé, pero yo sospeché que el mayor lo conocía de antes y que había tenido relación con él. Pero no se lo pregunté, y el mayor me ordenó que lo entrenara. En vigilancia, persecución, armas, detección. Que incluso le enseñara algo de códigos. Y también a hacer falsificaciones, para lo cual tenía muy buena mano. «¡El chico ha de aprender a ser un Gestapo!» ¡Un judío! De modo que le enseñé y, ¿sabe?, señorita Martínez, jamás un maestro ha tenido un alumno como él.

– ¿Por qué?

– Porque en todo momento tenía presente que podían subirlo al siguiente transporte. Y porque sentía un odio profundo y total.

– Pero por qué el mayor…

– Porque el mayor era un hombre inteligente. ¡Un hombre brillante! Todavía hoy hago el saludo cuando me acuerdo de él. Su trabajo consistía en buscar judíos, pero sabía que le sería muy útil tener a un hombre como la Sombra, aunque tuviese rastros de sangre judía en las venas, bien entrenado y siempre dispuesto para cualquier tarea. ¿Que quería robar un documento? ¿Asesinar a un rival? Nadie mejor que la Sombra para cualquier trabajo sucio que necesitara el mayor. Porque, señorita Martínez, ¡ la Sombra ya estaba muerto! Como lo estaban todos los judíos. Y sabía que debía la vida solamente a sus capacidades especiales.

El viejo nazi sonrió de nuevo.

– Fuimos asesinos, señorita Martínez, él y yo. Maestro y alumno. Pero él era muy superior a mí… -Se pasó una mano por la frente-. Yo me sentía culpable, en cambio él no.

Hizo otra pausa.

– Era nuestro asesino perfecto, ¿y sabe otra cosa, señorita Martínez?

– ¿Qué?

– La Sombra disfrutaba de verdad con su trabajo. Detrás de todo su odio, le encantaba dar muerte a quienes culpaba de la sangre sucia que corría por sus venas.

– ¿Qué fue de él?

Klaus Wilmschmidt afirmó con la cabeza.

– Era muy listo. Robaba diamantes, oro, joyas, lo que fuera. Robaba a la gente que encontraba y después se encargaba de su muerte. Es que, señorita Martínez, sabía que su propia existencia dependía de su capacidad para detectar judíos y ejecutar los encargos especiales del mayor. A medida que iba disminuyendo el número de judíos a cazar, en el cuarenta y tres y el cuarenta y cuatro, su propia existencia fue volviéndose más precaria. De modo que tomó precauciones.

– ¿A qué se refiere?

– Adoptó medidas para sobrevivir, señorita Martínez. Todos lo hicimos. Ya nadie creía en nada. Cuando uno oye a la artillería rusa, cuesta trabajo creer. Pero nosotros lo sabíamos mucho antes de eso. Cuando uno ha ayudado a fabricar las mentiras, señorita Martínez, es de tontos creérselas uno mismo.

– ¿Y la Sombra?

– Él y yo teníamos un pacto, un acuerdo de beneficio mutuo. De lo que él robara, yo recibía la mitad. Y papeles. Era todo un falsificador, señorita Martínez. Yo me encargué de conseguir los sellos e impresos necesarios para que, llegado el momento, pudiéramos desaparecer, convertirnos en algo nuevo. Yo iba a ser un soldado de la Wehrmacht, herido en el frente occidental y discapacitado. ¡Un hombre honorable! Un soldado que sólo había obedecido órdenes y que ahora deseaba regresar a su casa en paz. No de la Gestapo. Y así, un día, cuando todo terminó, me convertí en ese hombre. Me entregué a los británicos.

– ¿Y la Sombra?

– A él no iba a resultarle tan fácil, pero era más listo que yo. Se puso a buscar un hombre en el cual convertirse. Lo buscaba todos los días.

– No entiendo.

– Una identidad diferente. Un judío, como él mismo. De aproximadamente la misma edad, estatura, formación. Con el mismo color de pelo. Y cuando lo encontró, no lo subió a un transporte, aunque eso es lo que se leía en los documentos. Lo mató él mismo y se apropió de su identidad. Empezó a hacer régimen a rajatabla…

– ¿Régimen?

– ¡Sí, dejó de comer para transformarse! Y también se tatuó un número en el brazo, como hacían en los campos de concentración. Y luego, un día, desapareció. Una decisión sensata.

El anciano volvió a reír, lo cual le provocó un acceso de tos.

– Fue muy sensato porque aquel día al mayor, su protector, lo sorprendieron los bombardeos borracho y dormido, y no pudo correr al refugio. Así que cuando por fin despertó… ¡ya iba camino del infierno!

De nuevo se ahogó con la risa. Buscó el oxígeno y sonrió a Espy Martínez.

– Un buen plan. Sospecho que se cosió el dinero al abrigo. ¡Era un hombre rico! Probablemente se dirigió al oeste, hacia los Aliados. Eso hice yo. No queríamos ser interrogados por los rusos. Pero los americanos, como usted, y los ingleses todavía deseaban ser justos. Y si uno acababa cayendo en sus manos, con la historia de que había escapado de un campo de concentración, medio muerto de inanición y con un tatuaje en el brazo, ¿acaso no iban a recibirlo con los brazos abiertos? ¿No le creerían?

Espy no contestó. Tenía la garganta tensa y seca. En aquella pequeña habitación parecía flotar una enfermedad diferente de la que devoraba el cuerpo del viejo nazi. Experimentó una sensación de espesor, de opacidad, como si para abrirse paso por la historia que narraba el anciano le hiciera falta una cuchilla, y no tenía ninguna.

– De manera que escapó, ¿verdad? -lo animó a seguir.

– Escapó. No me cabe ninguna duda. Yo mismo escapé haciendo algo muy parecido.

Ella arrugó el entrecejo.

– De modo que así es como llegó a ser lo que es ahora -dijo, y de improviso introdujo la mano en su bolso y sacó una copia del retrato robot hecho con la ayuda de Leroy Jefferson. Se lo pasó al anciano, el cual lo sostuvo delante de sí. Al cabo de un segundo de contemplarlo, lanzó una carcajada áspera y chillona. Agitó el retrato y dijo:

– Es ist so gut, dich zu sehen, mein alter Freund! [¡Cuánto me alegro de verte, viejo amigo!] -Y miró a la joven fiscal-. Está menos cambiado de lo que hubiera creído.

Ella asintió.

– Me ha hablado usted del pasado -dijo-. ¿Cómo puedo encontrarlo hoy en día.

Klaus Wilmschmidt se recostó en las almohadas sin dejar de mirarla. Alzó una mano y señaló los medicamentos, el oxígeno y su propia persona.

– Me estoy muriendo, señorita Martínez. El dolor me acosa sin cesar y sería capaz de contar las inspiraciones que me quedan.

Maria Wilmschmidt sollozó levemente al traducir.

– ¿Existe un Cielo, señorita Martínez?

– No lo sé.

– Puede que sí o que no. Hubo un tiempo en que participé en cosas terribles. Cosas que usted no puede entender siquiera. Por la noche oigo gritar, veo caras en estas paredes, fantasmas dentro de esta habitación tan pequeña, señorita Martínez. Están aquí conmigo. Y cada día más. Me llaman, y muy pronto intentaré tomar aire y no podré. Cogeré el oxígeno, pero no me servirá. Y entonces me asfixiaré y moriré. Eso es lo que me queda.

Calló unos momentos para recobrar fuerzas.

– De modo que me pregunto: ¿puedo morirme con lo que sé de ese hombre? Dígame, señorita Martínez, ¿conoceré la paz ahora que he hablado de él y de lo que ambos hicimos?

– No lo sé -respondió ella, pero sí lo sabía.

El anciano parecía menguar, como si la noche y la niebla del pasado lo envolvieran poco a poco. Su respiración se hizo rasposa, errática.

– ¿Encontrar a la Sombra? Eso no puedo hacerlo, señorita Martínez.

– Pero…

– Pero sí sé cómo se llama el hombre en que se convirtió.

– ¡Dígamelo! -exigió Martínez, como si necesitara saberlo antes de que el anciano volviera a toser.

Él sonrió, y adoptó una expresión no muy distinta de la calavera que adornaba la daga que había empuñado poco antes.

– Sí -dijo-. Puedo decirle el nombre. Y también puedo decirle algo más.

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