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Espy dirigió una mirada a Schultz, pero éste estaba escuchando atentamente la respuesta del anciano.

– Sólo porque cumpliera órdenes, ¿crees que no significa nada?

La hija sacudió la cabeza con desesperación.

El viejo se volvió hacia Espy:

– Mi hija se avergüenza del pasado y eso la convierte en una persona atemorizada. La preocupa lo que puedan pensar los vecinos, sus compañeros del banco y el resto del mundo. Pero yo no tengo tanto tiempo y no me preocupo en absoluto. ¡Hicimos lo que hicimos! ¡El mundo tembló y se alzó contra nosotros! De modo que fuimos derrotados, pero las ideas no han muerto. Con independencia de que fueran acertadas o no, siguen aún vivas. Ustedes los americanos deberían entenderlo mejor que nadie. ¿Usted lo entiende, señorita Martínez?

– Naturalmente -replicó ella tras oír la traducción.

– ¡Usted no entiende nada! -El anciano lanzó un bufido, el cual se transformó en un prolongado acceso de tos-. No puede entenderlo -añadió con un leve gruñido y una sonrisa torcida-. ¡Yo era policía! Yo no hacía las leyes, sólo las hacía cumplir. Cuando las leyes cambiaban, yo hacía cumplir las leyes nuevas. Si las leyes cambiaban al día siguiente, yo también cambiaba al día siguiente.

Espy no respondió, aparte de pensar que el viejo ya se había contradicho a sí mismo.

El anciano volvió a toser y buscó la mascarilla de oxígeno. Se oyó un siseo cuando abrió la botella y aspiró varias bocanadas largas.

Observó a Espy por encima de la mascarilla.

– Así que la Sombra está vivo y continúa trayendo la muerte. Ya lo sabía. Lo sabía sin que usted me lo dijera. Llevo años sabiéndolo. Yo fui el último del grupo que lo vio, pero en aquel momento supe que no iba a morir. ¿Será usted quien lo mate, señorita Martínez?

– No. Yo sólo quiero detenerlo y llevarlo ante un tribunal…

El viejo negó violentamente con la cabeza.

– Para la Sombra no hay leyes, señorita Martínez. Para usted y para mí, sí. Pero para él, no. Contésteme otra vez, señorita Martínez: ¿será usted quien lo mate?

– No. Será el Estado.

El anciano soltó una carcajada. Un sonido quebradizo en aquella pequeña habitación.

– Ya, lo mismo dijeron de nosotros.

– No es lo mismo.

El viejo volvió a reír, burlándose de ella.

– Claro que no.

Espy lo miró fijamente.

– Dijo que iba a ayudarme -le recordó tras un tenso silencio.

– No. Le dije que le hablaría de la Sombra. Llevo muchos años esperando a que venga alguien a preguntarme por él. Sabía que iba a ocurrir antes de morir, pero no sabía quién iba a ser. A veces he pensado que a lo mejor venían judíos, quizá los que todavía andan buscando a los viejos. O tal vez un periodista, un estudiante o un erudito, alguien que se dedique a estudiar estas cosas grandes y malvadas. Alguien que quiera saber acerca de la muerte. Eso es lo que pensé. Lo he esperado todos los días. Cada vez que sonaba el teléfono me decía: aquí está. Si alguien llamaba a la puerta, pensaba: por fin han dado conmigo y vienen a buscar información. Incluso conforme pasaban los años, señorita Martínez, estaba cada vez más seguro de que vendría alguien.

– ¿Por qué?

– Porque un hombre como la Sombra no puede existir en silencio.

– ¿Le enseñó usted?

Klaus Wilmschmidt le clavó la mirada. Alargó lentamente la mano hacia la mesilla de noche, abrió un cajón y extrajo una daga fina y de empuñadura negra, con una calavera de la muerte como adorno en la empuñadura. Movió la hoja con cautela dejando que el dedo le resbalara por el acero.

– Esto se usaba con fines ceremoniales, señorita Martínez. El cuchillo de un asesino era más grueso y de doble filo, con una empuñadura más ancha para poder girarlo con más facilidad. -La miró fijamente-. ¿Sabe cuántas maneras hay de matar a un hombre con un cuchillo, señorita Martínez? ¿Sabe que desde atrás es diferente -movió despacio la daga de derecha a izquierda- que por delante? -De repente la movió hacia arriba y la giró rasgando el espacio que los separaba.

Espy no dijo nada y el viejo rió otra vez.

– ¿No cree que eso haría de usted una mejor policía, señorita Martínez?

– ¿El qué?

– Cuanto más sepa de la muerte, mejor se le dará detectarla. A mí me sirvió. Y también a otros muchos como yo. Imagino que usted conocerá a varios hombres como yo, señorita Martínez. Lo que pasa es que no siempre resulta agradable admitirlo. -Y lanzó otra carcajada-. Debo de parecerle un viejo terrible -añadió y, al ver que su hija vacilaba al traducir, le lanzó un gruñido haciendo gestos con el cuchillo-. Y puede que lo sea. Pero voy a contarle una historia acerca de la Sombra, y luego podrá hacer con ella lo que quiera.

– Tal vez fuera mejor que yo le hiciera preguntas… -repuso Espy, pero una mirada fiera del enfermo la acalló. La hija consiguió intercalar unas palabras en alemán y después calló también bruscamente.

– Ich erzähle Ihnen jetzt die Geschichte [Voy a contarle la historia] -dijo el anciano. Llevó la mano a un costado y cogió de nuevo la mascarilla, se la puso sobre la cara y aspiró profundamente.

– Corría el año 1941 cuando fui transferido a la sección Ciento una, y acababa de ser ascendido al rango de sargento. ¡Sargento! No estaba nada mal para ser el hijo de un carbonero cuya esposa tenía que trabajar de lavandera para poder llegar a fin de mes. Mi hija no sabe nada de mis padres, porque murieron en un bombardeo aéreo en el cuarenta y dos. -Miró fijamente a su hija-. Du weisst ja was Seide ist [Tú conoces la seda] -dijo con dureza-. La seda y los coches Mercedes, gracias a tu banco internacional. Conoces el dinero. ¡Nosotros no conocíamos nada de eso! ¡Yo me crié pobre y moriré pobre!

La hija no tradujo aquello, pero Schultz sí, en voz baja. Espy vio que el rostro de la mujer se contraía y comprendió que estaba recreando un viejo dolor privado entre padre e hija.

– Tú no te preocupes -continuó el antiguo nazi-, y así tampoco me preocuparé yo.

Apartó la vista de su hija y volvió a enfocarla en Espy.

– En aquella época había transportes de continuo. Hacían redadas a diario. En ocasiones, dos veces al día.

– ¿Redadas?

– De judíos. Los transportaban al Este, a los campos. -Sonrió-. Aquellos trenes siempre eran puntuales.

Espy intentó poner cara de póquer.

– ¿Y la Sombra?

Klaus Wilmschmidt volvió el rostro y sus ojos buscaron la ventana. Se quedó mirando el cristal.

– No veo nada -se quejó amargamente-. Estoy aquí tumbado y lo único que puedo ver es una esquina de la casa de al lado y un trozo de cielo. No hay luz -añadió con súbita agitación y una vez más cogió la mascarilla al sentir que le faltaba el aire.

Luego se volvió hacia Espy.

– La Sombra estaba en la oficina del mayor, quien me llamó. El mayor sabía que él era distinto. Yo sólo vi a un muchacho vestido como un obrero, con botas gruesas, pantalón de lana y chaqueta. Llevaba un sombrero calado, de tal modo que costaba verle la cara. Entonces, el mayor me dijo: «Este judío nos ayudará a atrapar a otros judíos», y yo lo saludé. Era algo que ya me esperaba. Pero lo que vino a continuación fue inusual, porque el mayor se giró hacia el judío y le dijo: «Willem, tú eres judío, ¿no es así?», como si estuviera de broma. Y el muchacho, que tendría unos veinte años, hizo una mueca como si fuera una bestia del zoo. Estaba lleno de rabia y rebeldía. Y pasados unos momentos contestó: «¡Sí, Herr Mayor, soy judío!» Y el mayor se echó a reír y me dijo: «Willem no es muy judío, sargento, sólo un poquito. ¿Cómo de poquito, Willem?» Y el chico respondió: «Por mi abuela, la muy maldita.»

El anciano hizo una pausa y miró a Espy.

– Usted es una mujer de leyes, ¿correcto?

– Así es. Soy abogada y fiscal…

– ¡Ustedes no tienen leyes como las que teníamos nosotros! ¡Las leyes de la raza! -Rió-. ¡Pobre Sombra! Con una abuela medio judía que renunció a su religión al casarse antes de la guerra. Y que murió antes de que naciera él. Qué terrible broma, ¿no lo cree así, señorita Martínez? Una mujer a la que él no había llegado a conocer le puso su sangre en las venas, y por eso él tenía que morir. ¿Acaso no es una broma macabra? ¿No ve en ello la mano del diablo jugando con el pobre Sombra?

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