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– Haz lo que tengas que hacer -dijo-. Forma parte del juego. Lo entiendo. Haz lo que tengas que hacer.

Robinson se levantó.

– Muy bien -dijo-. Gracias.

– Y yo haré lo que tenga que hacer -respondió el Leñador.

– ¿Qué quieres decir?

– Nada, coño. No he querido decir nada. Y ahora vete.

– ¿Qué has querido decir?

– Ya te he dicho que nada. Ya sabes dónde está la puerta.

Robinson quiso decir algo más, pero no pudo. Salió del salón y se dirigió hacia la puerta. Cuando la abría, la mujer lo alcanzó.

– ¿Inspector? -dijo en voz baja.

– Sí.

– La detención en la que accedió participar era suya. Usted la organizó, y casi logra que lo maten. Puede haber quedado incapacitado de por vida gracias a usted. ¿Y ahora va a dejar que el desgraciado que le hizo eso salga libre? Espero que se pudra en el infierno, inspector.

Dijo «inspector», pero, por la rabia que vio en sus ojos, Robinson sospechó que tenía una palabra totalmente distinta en mente. Se preguntó por qué no la habría usado.

– Salga de mi casa… -soltó la mujer.

A Robinson le pareció oír una n al final de la frase, como si hubiese estado a punto de soltarle un insulto racial. Pero pensó que quizá se equivocaba, a lo mejor sólo estaba furiosa y no tenía intención de insultarlo. Quizá no se había percatado nunca de que vivía en un mundo tan segregado y tan asustado de los negros como cualquier plantación anterior a la guerra de Secesión. Quizá, pero lo dudaba. Pensó que Miami era así; un lugar donde la gente piensa «negrata cabrón» pero no lo dice en voz alta. Sintió un imperioso deseo de marcharse, de volver a su trabajo. Se limitó a asentir, y dejó atrás el frescor del aire acondicionado para sumergirse en el calor implacable de un mediodía de verano, sintiéndose como si de algún modo hubiera llenado de pisadas un hogar inmaculado. Cuando la mujer cerró de golpe la puerta tras él, oyó el clamor del pequeño, que se había despertado llorando.

Espy Martínez no podía soportar el regocijo que Tommy Alter era incapaz de ocultar en su voz.

– Sabía que entraríais en razón, Espy -dijo.

– No te confundas, Tommy. Es por conveniencia. No tiene nada que ver con la razón.

Los dos estaban sentados en la cafetería del Palacio de Justicia. Un par de cafés intactos humeaban en sus tazas delante de ellos. Otros fiscales y abogados ocupaban otras mesas, rara vez mezclados, y cuando se reunían en una, generalmente era para intercambiar insultos y desafíos, o para cerrar un acuerdo, como Martínez y Alter estaban haciendo. Los demás abogados los miraban de vez en cuando, pero debido a una norma tácita de la profesión, nadie se sentó en las mesas más próximas, con lo que se creó una zona de aislamiento a su alrededor.

– Bueno, como quieras llamarlo. ¿Cuál es la oferta?

– Tiene que cumplir condena en la cárcel, Tommy. No puede disparar a un agente de policía y quedar impune.

– ¿Por qué no? La policía fue a detenerlo por algo que no había hecho. Son ellos quienes le echaron la puerta abajo y entraron en su casa armados. Tuvo suerte de que no le dispararan entonces. Tuvo suerte de que tú no lo mataras por algo que no había hecho. A mi entender, tendríais que pedirle disculpas.

– Presenció un asesinato y a continuación robó a la víctima. No sé por qué, pero diría que pedirle disculpas no sería muy apropiado.

– Bueno, nada de condena en la cárcel; ésta es nuestra postura. Aceptará un período de libertad condicional, si queréis. Presentad cargos menores. Allanamiento de morada o agresión. Pero no irá a la cárcel. No después de ayudaros a encontrar a un asesino. Puede que incluso a detenerlo antes de que vuelva a matar.

– ¿Qué quieres decir, Tommy? -Espy Martínez inspiró hondo-. ¿Volver a matar? ¿Qué te ha contado? ¿Sabes algo?

– ¿He puesto el dedo en la llaga, Espy? No, no puedo decir que sepa nada con certeza. Sólo estaba especulando, ¿sabes? Imagina que hubiera alguna razón por la que esa anciana fue asesinada y que, quizás, esa misma razón pueda aplicarse a alguien más. Es sólo una suposición.

Ella vaciló y Alter sonrió.

– Vais a tener lo que queréis, Espy. Un testigo presencial. Puede que no sea el mejor acuerdo del mundo, pero tampoco es el peor que se haya hecho nunca en este edificio.

– Debe cooperar plenamente, hacer una declaración completa y una descripción. Trabajar con el dibujante. Hacer todo lo que Walter Robinson le pida que haga, y después ir a juicio y declarar toda la verdad cuando lo llamen. ¿Entendido? Cualquier incomparecencia, cualquier reticencia, cualquier declaración falsa o engañosa, cualquier ausencia inexplicada, cualquier lapsus, y se va a prisión por una temporada muy larga, ¿entendido, Tommy?

– Me parece aceptable. ¿Cerramos el acuerdo con un apretón de manos?

– No quiero darte la mano, Tommy.

– No sé por qué, pero lo imaginaba -sonrió el abogado-. Relájate, Espy. Piensa que mi cliente te ayudará a detener a tu hombre y que te convertirás en una heroína. Tenlo presente cuando comparezcamos ante el juez. Me aseguraré de que esté en su lista de causas de mañana por la mañana. Pueden ir a buscar a Jefferson temprano; acaban de pasarlo a una silla de ruedas.

– Quiero hacerlo durante su lista regular, lo más discretamente posible. Una vista rápida y se va con el inspector.

– Claro -aseguró Alter, que sonrió y se levantó-. Me parece lógico.

– Tenemos que mantener la integridad de la investigación.

– Qué bonita e importante suena esa frase. Claro que sí.

– No me hagas enfadar más de lo que ya estoy, Tommy.

– Y ¿por qué iba a querer hacer eso?

Sin esperar respuesta, se volvió y se marchó de la cafetería. Espy vio cómo cerraba el puño y lo movía en el aire para expresar satisfacción. Trató de recordar a los dos ancianos de South Beach y procuró convencerse de que lo que estaba haciendo era casi una medida terapéutica: los mantendría vivos.

Un adolescente larguirucho parecía tener un poco más de velocidad e impulso, y cuando tenía la pelota, daba la impresión de moverse sin esfuerzo hacia la canasta. Desde su posición, sentado en un banco situado delante de la valla con reja metálica, Simon Winter observaba cómo el adolescente dominaba el juego y superaba a jugadores más corpulentos que él.

«Yo era así antes», pensó.

Y con una sonrisa, intentó imaginar qué habría hecho para detener a aquel adolescente. Dejarse llevar por esos pensamientos era como satisfacer la necesidad de golosinas de un niño; no era algo realmente necesario para vivir, pero le proporcionaba un placer efímero. Examinó con atención al adolescente. Era alto; rondaba el metro noventa y cinco, lo que seguía dando a Simon una ligera ventaja en cuanto a la altura. Se dijo que lo primero sería privarle de la pelota. Avanzaría hacia él en ese punto donde le gustaba recibir el pase y no lo dejaría volverse para intentar encestar. Haría que recibiera la pelota en la banda, donde tenía menor margen de maniobra. Lo obligaría a usar la mano izquierda, ya que parecía menos seguro con ella, y cuando tomaba impulso para saltar no se elevaba con la misma potencia. Le cerraría la línea de fondo, para que no pudiera recorrerla por la derecha. Winter concluyó que debería presionarlo para que pudiera practicar aquel lanzamiento en suspensión hacia atrás. Encestaría algunas, pero fallaría la mayoría. Tendría que mover los pies y hacerle trabajar mucho cada vez que recibiera la pelota, hasta hacerle bajar el ritmo y buscar el pase, y cuando esto sucediera, sabría que había hecho bien su trabajo.

Asintió y sonrió. Jugar mentalmente siempre daba el mismo resultado: una victoria.

En la cancha, Winter vio cómo el adolescente se abría paso entre dos defensas y encestaba con un movimiento suave y fluido.

«El chico sabe jugar», pensó. Puede que un buen mate que deja el tablero temblando sea impresionante, pero los jugadores de verdad reconocen y admiran el movimiento que te lleva a conseguirlo, no el resultado.

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