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– Es algo distinto, ¿eh? -dijo el Leñador en voz baja. Había entrado en el salón por una puerta lateral.

Walter Robinson se volvió hacia él.

– Es una obra bonita -comentó.

– Seguro que no esperabas que tuviera algo así.

– Pues no.

– Mi mujer estudiaba arte hace un par de siglos, es decir, antes de los niños, las hipotecas y todo eso, y lo compró en un viaje a Haití. No he entendido nunca por qué alguien puede querer ir allí de vacaciones, ¿sabes? Sólo hay un montón de gente más pobre a cada segundo que pasa. Es por eso que no cejan en intentar venir aquí.

– Una patrulla de la Guardia Costera interceptó otra embarcación delante de cayo Vizcaíno el otro día -indicó Robinson.

– Pues eso, lo que te decía. El caso es que mi mujer cargaba con este trasto dondequiera que fuera, diciendo siempre que algún día valdría algo. ¿Y sabes qué? Ahora debe de valer diez mil, o puede que quince mil. Es la mejor inversión que hemos hecho, aunque quede un poco raro aquí colgado. Tengo que asegurarlo. Yo preferiría una nueva lancha de seis metros. Pero, qué coño, uno se acostumbra a todo.

– Supongo que sí.

– Resulta irónico, ¿no crees?

– ¿Porqué?

– Bueno, verás, algún pobre desgraciado pintó este cuadro y quizá le dieron unos dólares por él, a lo mejor lo bastante para una comida, para comprarse un pollo, un bidón de gasolina o algo. Pero nada más. Y su cuadro, bueno, viaja hasta aquí, a Estados Unidos, sin ningún problema, no necesita papeles. Es probable que él estuviera dispuesto a morir para venir aquí, como muchos de esos pobres desgraciados. Y el jodido cuadro vale más de lo que él valdrá nunca. ¿Es irónico o no?

– Pues sí, desde luego.

– Joder, puedes apostarte lo que quieras a que estos cuadros no cruzan el mar en una embarcación renqueante que tiene más probabilidades de hundirse a ochenta kilómetros de la costa que de llegar a Miami Beach. -El Leñador se giró y se sentó con cuidado en una butaca-. ¿Eres aficionado al arte, Walter?

– Me interesa.

– A mí nunca me gustó demasiado. Pero bueno, mi mujer me llevaba a exposiciones y demás. Aprendí a tener la boca cerrada. Estaba allí, asentía, bebía agua con gas importada y comía entremeses. Estaba de acuerdo con todo el mundo. Así es más fácil, sobre todo si no tienes ni puñetera idea.

Todavía llevaba el brazo escayolado hasta el cuello. El yeso se lo inmovilizaba a noventa grados del cuerpo, de modo que el Leñador tenía el aspecto de un pájaro desgarbado que iba dando saltitos con un ala rota.

Hizo una mueca al cambiar de postura.

– Todavía me duele el muy cabrón -masculló.

– ¿Qué te han dicho?

– Ya no tienen que operarme más, gracias a Dios. Cuatro meses sujeto como una jodida marioneta, y después de seis a ocho meses de rehabilitación. Luego, tal vez, sólo tal vez, pueda volver al trabajo. Pero no es seguro, ¿sabes? Nadie sabe qué hará en realidad el maldito brazo hasta que intentemos comprobarlo.

– ¿Y cómo estás?

– Mi mujer se está volviendo loca conmigo en casa. Los niños también empiezan a cansarse. ¿Sabes qué pasa? Soy como un crío más, coño. No puedo conducir, no puedo hacer casi nada. Ver mucha televisión, sólo eso. ¿Qué diablos encuentra la gente en las telenovelas?

Robinson no contestó, y el Leñador sonrió.

– Yo también me estoy volviendo un poco loco -añadió. Se recostó en la butaca y retorció el cuerpo-. No consigo estar cómodo -explicó. Después de unos segundos cambiando de postura, miró a su amigo con una ceja arqueada-. Dime, Walter, ¿has venido hasta aquí sólo para oírme protestar? Entiéndeme, habría estado bien de ser así pero, vamos, tampoco es que fuéramos amigos íntimos ni nada, así que estoy pensando que tiene que haber otra razón, ¿verdad?

Robinson asintió con la cabeza y en ese momento la mujer entró en el salón.

– El pequeño está durmiendo -dijo-. Gracias a Dios, estará más o menos una hora sin hacer ruido. -Se quedó mirando a Robinson como si esperara que empezara a cantar o bailar.

– Hay un problema en el caso de Leroy Jefferson. Sólo quería que te enteraras por mí y no por otra persona.

– ¿Problema? -preguntó la mujer.

– ¿Qué clase de problema? -soltó el Leñador con aspereza.

– Se ha probado la inocencia de Jefferson en el asesinato de esa anciana. Y puede aportar información importante sobre el caso, y quizá sobre dos homicidios más. Información muy importante.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que le ofrecerán un trato.

– ¡Joder! ¿Qué clase de trato? ¡Ya te diré yo el trato que tendrían que ofrecerle a ese hijoputa! Me gustaría meterle el revólver por el culo y apretar el gatillo. Este es el trato que yo le daría a ese cabrón.

– Vas a despertar al niño -le advirtió la mujer.

El Leñador la miró fijamente. Abrió la boca, pero se detuvo antes de hablar. Se volvió hacia Robinson con los ojos entrecerrados.

– A ver, ¿qué quieres decir?

– Quiero decir que puede quedar libre a cambio de su cooperación.

El Leñador se echó hacia atrás en la butaca, y Robinson imaginó que este movimiento debió de provocarle punzadas de dolor en todo el brazo. El policía gruñó como un perro amenazador.

– ¿Me ha disparado y va a quedar impune?

– Estamos intentando presionarlo. Vamos a ofrecerle reducciones de cargos, a ver si cumple algo de condena en la cárcel… -Robinson se detuvo cuando vio la mirada fulminante que le dirigía el Leñador-. Ya conoces lo que es un trato, conoces las prioridades. Sabes cómo funcionan estas cosas.

– Sí. Pero no me imaginé que el puteado sería yo, joder. -El Leñador soltó el aire despacio-. No me gusta nada. Y no creo que vaya a sentarle nada bien al resto del departamento. Me refiero a que, por lo general, a los policías no nos hace ni puñetera gracia que disparen a otros policías, ¿verdad, Walter? No creo que el resto del departamento vaya a estar muy satisfecho cuando el tirador se largue por cortesía del jodido fiscal del condado.

– Va a resolver un homicidio. Nos va a ayudar a sacar de las calles a un hombre realmente malvado.

– Sí, y vais a soltar a otro -replicó el Leñador.

A Robinson le incomodó esta respuesta. Porque era básicamente cierta.

– Lo siento -se disculpó-. Creí que preferirías saberlo por mí.

– Sí, coño, muchísimas gracias. -El Leñador se volvió un momento y giró la cabeza deprisa para mirar con dureza a Robinson-. ¿Lo del trato es cosa tuya, Walter? ¿Tuviste tú la idea?

Robinson no contestó de inmediato. Pensó en el rabino y Frieda Kroner y entonces, de repente, tuvo una visión escalofriante de la Sombra, acechándoles. Y después, con la misma rapidez, pensó en Espy Martínez, y supo que no quería que cargara con la ira y el resentimiento del Leñador, así que apretó los dientes y contestó:

– Sí, por supuesto. El trato es cosa mía.

– Vas a resolver algunos casos, ¿eh? Puede que así escales algunas posiciones. Que te concedan una de esas distinciones del departamento, quizás un ascenso, ¿verdad? El inspector con más casos resueltos. Puede que hasta publiquen cosas sobre ti en los periódicos, coño. La nueva estrella negra de South Beach, ¿no es eso?

– No -respondió Robinson, e intentó pasar por alto el comentario racial-. Tal vez pueda evitar que alguien asesine otra vez. Eso es lo que pretendo.

– Claro -soltó el Leñador con sarcasmo-. Y te importa una mierda que te sirva para promocionarte.

– Estás equivocado.

– Seguro que sí. Me costó nueve años de uniforme conseguir la placa dorada de inspector, y después me han tenido tres años en Robos y Hurtos. ¿No te parece un buen ejemplo de discriminación positiva? ¿Cuánto tardaste tú, Walter? Fuiste directamente a Homicidios, joder. Un ascenso de cojones. No tuviste que pasar tiempo en las trincheras, ¿eh? Y ahora es posible que no vuelva a trabajar nunca más, muchas gracias.

Los dos se quedaron callados. El Leñador parecía estar dándole vueltas a algo.

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