»Allí hacía también mucho calor. Nos sentamos a la mesa de la cocina. "Ven aquí", me dijo, "frótale un poco en la frente a tu madre". Cerró los ojos, inclinó la cabeza hacia atrás y comencé a acariciarle la frente. Ella murmuró algo y vi que sonreía. Su cuerpo se relajó. Después de un momento, abrió los ojos y me miró. "Serás un chico mejor", dijo, "entonces serás mío para siempre". Para siempre. ¡Qué palabras tan vacías!
»Se puso de pie y abrió la pequeña nevera. Había rosbif que había sobrado de la cena. Ella cortó dos rebanadas, una para sí, la otra para mí y las sirvió frías en un plato. Cortó la suya en grandes trozos y comenzó a llevárselos a la boca Rápidamente, masticando con avidez.
»Por un momento, sus mandíbulas dejaron de moverse, y recuerdo el cambio que se produjo en su rostro, al que asomó una repentina expresión de sorpresa, de asombro. Ella emitió un quejido agudo, mezcla de gorjeo y grito, y se puso más pálida de lo que nunca la había visto. Respiraba con dificultad, y me percaté de que un trozo de carne atascado en la garganta. Echó los brazos hacia atrás como si fuesen alas, tratando de golpearse la espalda para expulsar aquel pedazo de comida. Me indicó por medio de gestos que la ayudara, mientras se metía los dedos en la boca. Yo estaba clavado en la silla.
»Entonces, mientras yo la observaba, ella se levantó de un salto y se arrojó violentamente contra la pared. Sólo cuando cayó al suelo me puse de pie y me acerqué a ella. Le di un puñetazo en el centro de la espalda y esperé un segundo. Su respiración sonaba más entrecortada, así que volví a golpearla. Luego otra vez, y otra y otra más, hasta que advertí que ella aspiraba aire a grandes bocanadas y que el trozo de carne se había desatascado. Cerré los ojos. Ella se quedó tendida en el suelo, con la bata desabrochada, caída hasta la cintura.
»Me arrodillé junto a ella, sin apartar la vista de su cara, esforzándome por no mirar las partes de su cuerpo que habían quedado al descubierto. Ella tomó aliento lenta y profundamente. Nos quedamos así durante un rato. Luego ella abrió los ojos, extendió la mano y me acarició la mejilla. "Gracias", dijo. Supongo que pensó que mis golpes la habían salvado, aunque yo creo que no. ¿Quién sabe? Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza. Entonces sentí que era yo quien, de pronto se ahogaba, quien no podía respirar. Sentía el sudor de su cuerpo contra mis labios. Era como estar en una habitación en la que se apagan las luces inesperadamente. Cerré los ojos y escuché palpitar su corazón. A veces, cuando por las noches el fuego defensivo de artillería, pasaba silbando muy alto y explotaba a cien metros de distancia, la tierra se estremecía. El sonido me recordaba a los latidos del corazón de mi madre.
Noté que estaba bañado en sudor y el auricular se adhería a mi oreja.
– ¿De dónde llama? -pregunté.
Guardó silencio por unos instantes y luego se rió.
– Es sólo un teléfono -respondió-. ¿Sabe cuántas cabinas telefónicas hay en esta ciudad? Cientos. Tal vez miles. Hay docenas de lugares tranquilos desde donde puedo llamar. Claro que podría estar mintiendo. Podría estar sentado en mi propia habitación, acostado en mi cama, con la mirada fija en las marcas familiares del techo mientras hablo con usted. -Hizo una pausa y dijo-: ¿Se ha dado cuenta del silencio que impera aquí? No hay manera de que usted sepa dónde estoy.
– ¿Por qué ha llamado aquí?
– Porque he sentido la necesidad apremiante de hacerlo -dijo-. Quería que usted fuera consciente de que sé dónde está. De que estaba pensando en usted. De que siento estos impulsos en los momentos más extraños.
– ¿Qué impulsos?
– Los dos que le conciernen -contestó-. El impulso de matar y el impulso de hablar.
No supe qué decir. Me invadió la sensación de que las palabras no llegaban a través del teléfono sino que él me las susurraba directamente al oído.
– Yo tenía diecinueve años -prosiguió- la primera vez que estuve con una mujer, y también la primera vez que maté un hombre. La mujer era una prostituta; no, creo que «puta» es una palabra más adecuada. El hombre apenas lo era; más bien era un muchacho, tal vez de mi misma edad. Ella trabajaba en una zona de bares, moteles y cines porno cercana a Fort Bragg, en aquel pueblecito de Carolina del Norte que no recuerdo cómo se llama. Allí hice la instrucción básica. Sólo al final nos permitían ir al pueblo a disfrutar de los placeres que había allí. Como todo en el ejército, eso se hacía de manera ordenada; nos metían en autobuses, a los que subíamos entusiasmados como los adolescentes que éramos.
»Había un maravilloso simbolismo en aquellos permisos. Dudo que los idiotas que estaban al mando tuvieran idea de ello, pero lo que había que hacer para que te concedieran una licencia era pasar la prueba de los M-16 en el campo de tiro. Aprender a disparar con un arma antes de tener la oportunidad de disparar con otra.
Imaginé su sonrisa al otro lado de la línea.
– Recuerdo los rostros de aquellos que no sabían manejar bien sus armas; se ponían en posición, con la mejilla pegada a la culata, los ojos clavados en el blanco, apuntando con el cañón largo, rezando por darle a algo. Para mí eso no suponía un problema. Cuando era niño vivíamos en la granja, mi padre me enseñó a disparar. El tenía un viejo 22, un Remington de un solo disparo y acción de cerrojo. Los sábados íbamos al descampado de al lado y pasábamos una o dos horas practicando. En Fort Bragg, agazapados en aquel campo de tiro, esperando la orden de disparar, me venía a la memoria aquella granja, el blanco clavado a una vieja tabla que se alzaba sobre el horizonte. Tengo los ojos grises. ¿Sabe que dicen que los que tienen los ojos grises son los mejores tiradores? Daniel Boone los tenía, según creo. Y también el sargento Alvin York.
Anoté el dato enseguida: ojos grises. Para la policía, pensé.
– Era extraño -continuó-: tuve la misma visión en el campo de prácticas y me asaltó el mismo recuerdo meses más tarde, cuando encañoné a mi primera víctima. Él estaba corriendo a unos treinta metros de mí, al borde de un arrozal, y su camisa negra se recortaba contra los árboles. Debía de ser joven y bastante inexperto: un verdadero soldado no se habría puesto en peligro de ese modo. Pensé en la granja y en las tardes con mi padre, en su voz áspera y exigente, gritándome: «¡Aprieta, maldita sea!» Entonces apreté el gatillo, sonó un disparo y, cuando levanté la vista, vi la figura trastabillar y caer. En torno a mí, el resto de la patrulla gritaba y aullaba con entusiasmo. No tuve problemas para pasar la prueba del campo de tiro. Me dieron una medalla por mi destreza como tirador antes de que abandonase el campamento. Entonces, un sábado al atardecer, todos nosotros, vestidos con ropa limpia y planchada y con la gorra ladeada sobre la frente, subimos a unos autobuses verde oliva que nos llevaron al pueblo.
»Había un bar: Friendly Spot, se llamaba. Un anuncio de cerveza en la ventana invitaba a entrar. Había una máquina de discos contra la pared y una mesa de billar al fondo, con una larga cicatriz en el centro, donde el tapete estaba rasgado. Sobre la mesa sólo estaba la bola blanca, y no vi ningún taco. En la máquina ponían música country, y de vez en cuando alguna canción de rock and roll. Willie Nelson y los Rolling Stones. Cuando entré estaba sonando Simpathy for the Devil. Tuve que parpadear porque estaba oscuro, y mis ojos tardaron varios minutos en adaptarse. El barman era un tipo grande de aquellos que se ponen el paquete de cigarrillos en la manga enrollada de la camisa. Llevaba barba. No hablaba mucho. Su idioma era el sonido de la caja registradora. Las chicas estaban sentadas a la barra. Cuando atravesamos la puerta, se levantaron de sus asientos y fueron a nuestro encuentro: nos tomaron del brazo y condujeron a algunos de nosotros hacia los taburetes de la barra, y a los demás hacia los reservados del fondo. Éramos cinco, y comenzamos a beber, reír y bromear. Recuerdo que ella era rubia, y que me quedé mirándole la papada durante largo rato. Tenía los senos caídos, como si hubiesen pasado por demasiadas manos. Parecía vieja.