A veces, al enterarme del caso de otro asesino o de algún homicidio inexplicable cometido en otra ciudad u otro estado, me pongo a pensar. A veces, veo rostros; descubro que mi imaginación compara los rasgos que tengo ante mí con aquellos que se descomponían bajo el tórrido sol. A menudo, cuando suena el teléfono sobre mi escritorio, vacilo antes de atenderlo, preguntándome si esta vez oiré la voz fría y familiar en el auricular. También pienso que fue mi mentira lo que liberó a la ciudad de los mismos miedos, de las mismas dudas.
Y eso, supongo, me consuela un poco.
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