»Todos callaron. Mi vecino me dio una palmadita en la rodilla y dijo: "Muy cierto. Tiene toda la razón." Me sonrió y yo le devolví la sonrisa. Sobre el escenario, el policía se volvió hacia mí. "Lo único que puedo decir -declaró- es que estamos haciendo cuanto está en nuestra mano.» El resto de su respuesta se ahogó bajo los gritos de furia de la muchedumbre.
»Entonces la reunión se disolvió: todos nos pusimos de pie y salimos. Perdí de vista a mi vecino. Recuerdo qué distinto era todo en el exterior: hacía tanto calor como en el auditorio, pero se respiraba un aire menos opresivo. Noté que soplaba una ligera brisa, como si la oscuridad quisiera apartarme de la multitud y dejarme nuevamente solo. Me dirigía a mi coche cuando divisé a los dos policías. Estaban de pie junto a su vehículo, observando a la gente que se dispersaba por el aparcamiento. Por un momento me asaltó el impulso de echar a correr con todas mis fuerzas en la dirección opuesta, pero era como si me hubiese salido de mi cuerpo y contemplase mis actos desde fuera. Era como avanzar en cabeza en Vietnam: tenía la sensación de estar delante, expuesto, en peligro. Entonces, seguí caminando y pasé junto a ellos. Miraban hacia otro lado: creo que ni siquiera me vieron. Entonces supe que era libre. Invisible. -Tras un instante de vacilación, continuó-. Cuando subí a mi automóvil, apenas pude contenerme. Rompí a reír a carcajadas. Subí las ventanillas para que no pudieran oírme. Las lágrimas me resbalaban por las mejillas y, momentos después, estaba sin aliento. -Hizo otra pausa-. Jamás me atraparán -aseveró-. A menos que yo quiera.
– ¿Cuánto tiempo piensa seguir con esto? -lo interrumpí.
– ¿Con los asesinatos? Oh, un poco más.
– ¿Cuánto tiempo más?
– No demasiado. No sea tan impaciente.
– Y entonces, ¿qué?
Meditó por un instante.
– Tal vez otra ciudad. Otra identidad. Una nueva vida. O quizá -agregó después de unos momentos de silencio, para dar más énfasis a sus palabras- continúe con lo mismo.
– Con los asesinatos.
– Puede llamarlos así -dijo-. O recordatorios. Lecciones del pasado.
– Lo atraparán -afirmé.
– No. Y, si me pillan ¿qué? ¡Imagínese qué juicio se montaría! Supongo que sería lo mejor para usted. -Se quedó callado otra vez, como si pensara-. Pero dudo de que eso llegue a ocurrir. Creo que, en cambio, me desvaneceré en medio de toda la confusión. Seré como esos hombres a quienes declaran desaparecidos en combate: un cadáver que se descompone en algún lugar oculto a la vista y al olfato. Pero no a la mente. -Se rió-. Muerto, pero no olvidado.
Tomé aliento mientras escuchaba su risa lúgubre.
– ¿Por qué tenemos que hablar así? -pregunté-. ¿Por qué no nos encontramos cara a cara?
La risa cesó de pronto.
– ¿Para qué? -soltó-. ¿Para que usted pueda conducir a la policía hasta mí?
– No, yo no haría eso -mentí-. Estaríamos solos los dos.
– No -repuso-. No podría ser así.
Ambos guardamos silencio. Después de un momento, prosiguió, sin abandonar aquel tono tan inusual en él.
– ¿Qué le hace pensar que no nos hemos visto ya?
Tosí. No pude responder.
– En la calle, tal vez. En alguna multitud. En un ascensor. ¿Nunca se ha quedado mirando a la persona que está junto a usted y se ha preguntado: «¿Será él?» ¿Nunca ha detenido su coche ante un semáforo y se ha vuelto en su asiento con la sensación de que alguien lo observa, para descubrir los ojos de otro conductor clavados en usted? Es un momento de contacto casi físico. Entonces el semáforo se pone verde y ambos se alejan, indemnes, solos. Piénselo. Quizás una de esas veces, era yo. Piense en todas las pequeñas señales que puedo haberle hecho: una mirada, un movimiento de cabeza o de la mano. Cualquier gesto casi imperceptible, privado, entre nosotros dos, para que usted lo supiese: es él. Y sin embargo usted sigue sin saberlo. Estamos muy cerca, usted y yo, pero no me reconoce. Está ciego, avanza a tientas, dando traspiés, con las manos extendidas en busca de la pared. Y yo estoy allí, a su lado. -Tomó aliento, resollando.
– No le creo -repliqué.
Lo oí encogerse de hombros.
– Crea lo que quiera. Recuerde: la verdad y la mentira a menudo se confunden… Sólo una línea muy fina separa la realidad de la ficción.
Otro silencio. Advertí que los sonidos de la redacción comenzaban a prevalecer, como si la voz del asesino se apagara poco a poco y el mundo que me rodeaba volviera a la vida.
– Tengo un aspecto muy común -dijo el asesino-. Mido poco menos de un metro ochenta, peso unos setenta y cinco kilos. Tengo el cabello castaño, como el suyo. Dígaselo a la policía. Tal vez les sirva.
– ¿Qué le hace pensar que se lo diré?
– No me mienta -respondió-. Tiene el teléfono intervenido. Ellos consiguen las cintas que usted graba. Lo siguen. Usted habla con ellos, y después ellos hablan con usted. Es una especie de sociedad. Usted debería ser más independiente. -Hizo una pausa y tomó aliento antes de proseguir-. Ya ve cuánto sé sobre usted. Podría estar en cualquier lugar. Podría ser cualquier persona. Así que no me mienta.
– ¿Por qué hace esto? -pregunté.
Fueron las únicas palabras que se me ocurrieron. No respondió.
– Adiós, Anderson. Volveremos a hablar pronto.
Y colgó el teléfono.
14
A finales de agosto de ese año se formaron grandes tormentas sobre el Caribe que azotaban las islas caprichosamente y se deshacían en violentas ráfagas de viento y lluvia. Sin embargo, la ciudad parecía inmune, protegida. Las tormentas que amenazaban el continente se desviaban hacia el Atlántico y morían en pleno océano. En la ciudad, el calor cubría cada rasgo como una máscara.
La última llamada del asesino reavivó la ira generalizada. La idea de que él andaba por ahí con toda libertad hizo que los ciudadanos se retrajesen más aún. En la calle, las miradas se encontraban y se desviaban; guardar las distancias se convirtió en rutina. Había también cierto nerviosismo, como si, de alguna manera, el contacto fuera peligroso. Vi a una mujer rozar sin querer a un joven mientras ambos esperaban a que un semáforo para peatones se pusiese verde. En el mismo instante, se apartaron y se miraron por un momento con ira. Luego, comenzaron a cruzar la calle en la misma dirección con la vista al frente, como si el otro no existiese.
Había una infinidad de temas que tratar en los artículos. Escribí que la policía había hallado una lista de doscientos cincuenta posibles nombres en los registros del ejército y que estaban trabajando en ella, tratando de identificar al asesino. Martínez se rió al contármelo.
«Como si fuese a figurar en la guía telefónica con su nombre verdadero -dijo-. No es ningún tonto.»
El periódico vespertino, el Post, trajo desde Nueva York a un famoso médium para que intentara localizar al asesino. Éste fue a los escenarios de los crímenes, husmeó por allí, olfateó el aire y dijo que las vibraciones eran muy fuertes. Entonces predijo que nunca hallarían al asesino y que éste moriría en un extraño accidente. Sospeché que eso no era lo que el Post quería oír. Nolan recortó el artículo y lo fijó al tablón de anuncios de la oficina. Garabateó una nota sobre él: «¿Por qué no tenemos más iniciativa como periodistas?» Toda la redacción se divirtió mucho. Se hicieron muchas sugerencias en broma: una varita mágica, sesiones de espiritismo y cosas por el estilo. A Christine no le parecieron divertidas. En cambio, me recordó que el asesino había cometido un homicidio hacía unos días y que, según la pauta que había establecido, no tardaría en volver a matar.
– ¿Qué harás ahora? -preguntó.
– No lo sé -respondí-. Esperar, como todo el mundo.
Ella frunció el ceño.
– Odio las esperas.
– No se puede hacer nada al respecto. Así funciona esto.