Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Tenías razón, era él.

Posé la mirada en el teléfono. Más valía que me diese prisa; eso había dicho el asesino.

Wilson no tardó mucho en contestar. Lo imaginé al otro lado de la línea, con el rostro crispado de furia, enrojeciendo hasta la base de su corto cuello.

– ¿Otra vez? -preguntó, como si tuviese un presentimiento, en cuanto descolgó el auricular.

– Por Krome Avenue, hacia los Glades -le indiqué-. Me ha dicho que había una sorpresa, además del Número Cuatro.

– ¿A qué se refiere con la sorpresa?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? Él juega conmigo tanto como con vosotros.

– Es una zona muy extensa -protestó Wilson, pero lo interrumpí.

– Oye, mejor escúchalo tú mismo.

Rebobiné la cinta de la grabadora que la policía había conectado a mi teléfono. Luego coloqué el micrófono del auricular contra el altavoz y reproduje la grabación para que la oyera Wilson. Las palabras del asesino llenaron la habitación. Me volví hacia Christine; estaba sentada, sacudiendo la cabeza.

Terminó en lo que pareció un segundo. Detuve la cinta y llevé el auricular a mi oído.

– ¿Lo has entendido? -pregunté a Wilson.

– Hijo de perra -masculló.

Esperé.

– Maldito hijo de perra -prosiguió-. Lo atraparé. Lo atraparé yo mismo. -Cambió el tono de voz-. Gracias por llamar. Te veré allí.

Después de colgar el teléfono, me acerqué a Christine por detrás, apoyé la mano en su hombro y se lo apreté, tratando de transmitirle una sensación de calma. Ella me tomó de la mano pero no dijo nada, sólo continuó meneando la cabeza. Sin embargo, mi mente ya había vuelto a la conversación e intentaba imaginar lo que nos esperaba en Krome Avenue. Fui al dormitorio y comencé a vestirme.

Pasaron varios minutos hasta que advertí que había olvidado llamar a Nolan y avisar a la redacción. Lo recordé de repente y sentí una especie de pánico, como un colegial a quien el profesor le hace una pregunta inesperada cuando no está prestando atención.

Mientras me remetía la camisa en los pantalones, marqué el número de la redacción. Mientras esperaba a que Nolan contestara, me asaltó la imagen del jefe de imprenta, vacilando en el último segundo, recorriendo con la vista la gran habitación y las máquinas que esperaban, antes de oprimir el botón que las ponía en marcha y llenaba el aire de ruido.

11

La «sorpresa» del asesino fue un acto de extraordinaria crueldad.

Provocó una ira generalizada por toda la ciudad y, al mismo tiempo, aumentó el temor que estaba ya tan extendido. Por primera vez, la gente comenzó a formar grupos; las asociaciones cívicas celebraban reuniones y se organizaron patrullas. La publicidad del caso también se intensificó; Time y Newsweek dedicaron considerable espacio al asesino y a su serie de crímenes y llamadas telefónicas. Cada revista publicó una fotografía mía y ambas me citaron. También me entrevistaron para las noticias de televisión, pero eso ya se había convertido casi en una rutina. El New York Times y el Washington Post enviaron a sus corresponsales locales a hablar conmigo y luego publicaron extensos artículos. El Chicago Tribune mandó a una periodista a Miami. Ésta se alojó en uno de los hoteles de Miami Beach y yo la llevé a recorrer los lugres donde se habían descubierto los cadáveres. Publicaron la historia en la parte inferior de la primera plana; algunos días más tarde, ella me envió una copia. Comencé a recortar los artículos (los míos y los que veía en la prensa nacional) para guardados en mi escritorio, en un archivo que crecía a diario.

Había intentado atravesar la ciudad sorteando el tráfico con la mayor rapidez posible, hacia la autopista. Había atascos en la dirección contraria en las calles que conducían a la bahía y el centro de Miami, de modo que no me resultó difícil rebasar el límite de velocidad, con la ventanilla bajada de modo que el aire caliente entraba a raudales. La luz cegadora del sol se reflejaba en el asfalto, de modo que mantuve una mano sobre el volante mientras, con la otra, sacaba de su estuche mis gafas de sol. Advertí que un automóvil se acercaba rápidamente desde atrás. Era Porter, conduciendo muy por encima del límite de velocidad, cambiando continuamente de carril, sin preocuparse por los obstáculos. Me saludó con un gesto al pasar y yo aceleré para no quedar atrás.

Ambos íbamos a más de ciento cuarenta. Pronto llegamos a la salida de Krome Avenue y, al enfilar la calle de dos carriles, vi un coche policial verde y blanco que nos adelantó con un rugido. Fue entonces cuando oí las primeras sirenas y supe que formábamos parte de una oleada de vehículos que descendía hacia los Everglades. Avisté un grupo de garzas blancas que levantaban vuelo desde el pantano; media docena de aves cuyas plumas brillaban al sol, alejándose en el cielo azul. Detrás de nosotros venía una ambulancia, con sus luces intermitentes rojas y amarillas y su sirena ululando con estridente apremio. Aminoramos la marcha para dejada pasar y luego volvimos a acelerar. Sabía que no estábamos lejos. Segundos más tarde, vi una docena de automóviles y coches camuflados aparcados desordenadamente al costado del camino; sus luces de posición destellaban en una discordante sinfonía visual. La ambulancia llegó tan lejos como pudo; luego se detuvo y sus ruedas despidieron grava y tierra. Tres hombres del equipo de rescate, vestidos de amarillo, saltaron de la ambulancia, cargados con una camilla. Uno de ellos llevaba un maletín de médico y un estetoscopio colgado del cuello. Aparqué y los seguí, observando a los agentes uniformados que guiaban al equipo de rescate por la ciénaga. Porter se volvió hacia mí y gritó: «¡Vamos, vamos!», caminando rápidamente en pos de los policías, que estaban abriendo un sendero en medio de la maleza. Mientras lo seguía, llegaron dos furgonetas de la televisión y un coche del Post.

El terreno era un lodazal, y resbalábamos al correr. Los arbustos parecían extender sus ramas para hacernos tropezar. A cada lado del sendero por el que nos alejábamos del camino había pantanos cenagosos; nosotros avanzábamos por la única franja de tierra relativamente seca. Más adelante, vislumbré una pequeña isla, un trozo de tierra firme cubierto de juncias y matojos. Allí estaban reunidos los policías. Y desde allí nos llegó el primer grito.

Era un chillido agudo, inarticulado, que reflejaba soledad y desesperación. No reconocí lo que era; creo que Porter sí, pues se volvió por un instante hacia mí. Subimos un pequeño terraplén. Cuando nos vieron varios de los oficiales uniformados, nos prohibieron seguir avanzando. Porter ya había comenzado a tomar fotografías con un teleobjetivo.

– Allá -dijo, enfocando con la cámara.

Seguí la dirección de la lente y vi un cuerpo inclinado hacia delante, oculto a medias por el follaje. Había un solo agente junto a él, en actitud de protegerlo. Pero los ojos del policía estaban fijos en la multitud de personal de rescate y otros agentes que estaban a poca distancia. Divisé una especie de cobertizo tosco e improvisado que se alzaba en medio de la multitud. Entonces volví a oír el llanto desgarrador que traspasó el calor de la mañana.

– Dios mío -exclamó Porter, bajando por un instante la cámara-, es una criatura.

Los policías retrocedieron y los vi darse palmadas en la espalda y estrecharse las manos. Los tres hombres del equipo de rescate dieron media vuelta y regresaron a la carrera hacia el sendero atestado de periodistas y camarógrafos. El que venía al frente llevaba al bebé en brazos, envuelto en una tosca manta azul, estrechándolo contra su traje amarillo. El hombre sonreía y le hablaba con suavidad, escudándolo de las cámaras y las luces.

– ¿Qué edad tiene? -le pregunté al pasar.

– Un año, tal vez -respondió-. Dieciocho meses.

– ¿Está herido?

47
{"b":"109921","o":1}