Completamente agotado, dejé que el silencio creciera en la línea hasta llenar la habitación. Mis ojos se resistían a fijarse en las páginas cubiertas de notas y citas que había garabateado a toda prisa. Mi propia escritura se me antojaba desconocida, extraña.
– Me siento -concluyó el asesino- como un hombre sediento después del primer trago de agua fría. Volveré a llamarlo pronto. Tal vez a su casa, tal vez a su oficina. Depende, todo depende.
Y entonces colgó el auricular.
10
Christine se puso a bailar. Era su manera de liberar la energía generada por el temor. A veces, la encontraba por la mañana en el suelo de la sala, abrazada a un almohadón, durmiendo. En la cadena de música sonaba jazz suave; ella prefería a Miles Davis y Keith Jarret. Sin embargo, a veces escuchaba cuartetos de cuerda a un volumen tan bajo que apenas se distinguía el ritmo. Bailaba desnuda y arrojaba su bata al suelo; arqueaba el cuerpo hacia atrás, dejándose llevar por el sonido. Creo que sentía que la música se mezclaba con los sonidos nocturnos de las cigarras y del tránsito lejano. Bailaba hasta caer exhausta; luego se acurrucaba en el suelo y dormía profundamente hasta la mañana.
Por la mañana, sus ojos no mostraban el menor indicio de falta de sueño y ella hablaba con voz clara. Su trabajo en el hospital tampoco se resentía de su actividad nocturna: trabajaba tres días a la semana en el quirófano, donde sus manos tomaban los instrumentos y los entregaban a los médicos con la seguridad de un crupier de Las Vegas; dos días en el pabellón, controlando el estado en que se encontraba la enfermedad de los pacientes; todas las variedades de cáncer que asomaban por debajo de las sábanas cuando ella pasaba, esplendorosa en su uniforme blanco. Había cánceres de la sangre, cánceres de los órganos, cánceres que retrocedían y cánceres que avanzaban sin freno. Ella hablaba a menudo de las enfermedades que trataba en el pabellón, las etapas que atravesaban, los pronósticos, para cada una. Apenas mencionaba al asesino, salvo para señalar que, si conocía nuestro número telefónico, entonces también sabía dónde vivíamos. Cuando unos agentes de policía vinieron a instalar el dispositivo de grabación en nuestro teléfono, ella los observó con una especie de temor indiferente y la misma expresión de preocupación que, supuse, adoptaba cuando, al pasar junto a la cama de un paciente de su pabellón, reparaba en alguna nueva manifestación de la enfermedad.
En cuanto a mí, comencé a fijarme en la gente por la calle. Clasificaba a los transeúntes en dos categorías: la de víctima en potencia o la de asesino en potencia. Cada vez que alguien pasaba a mi lado, yo me preguntaba: «¿Quién eres? ¿En qué piensas? ¿Serás tú el próximo? ¿Eres él?» A menudo, abordaba a personas al azar, extraía mi libreta del bolsillo mientras me presentaba y los entrevistaba. En su mayoría se negaban a dar su nombre, como si temieran que el asesino los identificara y los castigara por haber expresado sus temores. Cuando Porter iba conmigo, le volvían la cara, y él bajaba la cámara, frustrado. Los comentarios y citas que yo recogía comenzaban a parecerse mucho entre sí; eran variaciones de los mismos temas: temor, furia y perplejidad. La gente criticaba cada vez más a la policía por no atrapar al asesino. Empecé a notar un nuevo deje de recelo en las voces y descubrí que la gente me rehuía la mirada.
Tomé la costumbre de conducir por la ciudad de noche intentando descubrir qué había cambiado y qué seguía igual. En los suburbios y en los barrios residentes se apreciaba cierta indecisión; las casas parecían recogerse en la oscuridad. Pese a que era verano, había pocos niños en las calles; a medida que se acercaban los días tórridos de agosto, cada vez era menos frecuente oír las risas y los gritos de chiquillos enfrascados en sus juegos. Todo estaba cerrado; la gente salía de casa lo menos posible.
Claro que había excepciones. Los borrachos y los vagabundos que proliferaban en el centro de Miami continuaban en las calles, protegiendo sus pocas posesiones, juntando centavos para el próximo trago. Hablé con algunos, que aparentemente no se habían enterado del asunto o no estaban preocupados por él. Un viejo barbudo y sucio me miró y dijo: «¿Por qué se iba a cargar a uno de nosotros? ¿Qué diablos demostraría con eso? Nos estamos muriendo de todos modos.» Los hombres que lo rodeaban, al ver que yo anotaba sus palabras en mis libretas, lo felicitaron. Esa noche escribí un artículo sobre ellos y sobre su falta de miedo. Porter había tomado buenas fotografías y a Nolan le encantó la crónica.
– Estupendo, estupendo -dijo-. Así me gusta.
Al día siguiente, entrevisté a una pareja de adolescentes que estaba comiendo hamburguesas y bebiendo batidos en un McDonald's. Esto provocó que Porter se echara a reír y comentara: «Vaya topicazo. ¿Puedes creértelo?» Los jóvenes, ante nuestra insistencia, nos contaron que el sábado anterior, por la noche, habían asistido a una «fiesta del Asesino de los Números». Había bebidas alcohólicas y música, y todos participaron en un juego. Se elegía a uno de los asistentes para que interpretase el papel de asesino y se le daba una lista de todos los jóvenes con números asignados a cada uno. En el transcurso de la fiesta, el «asesino» los mataba a todos uno por uno, figuradamente; los pillaba a solas y, con un rotulador rojo, les marcaba la frente. Los jóvenes, cada vez más entusiasmados al recordar el juego, nos explicaron que dos de ellos habían sido designados policías y tenían que descubrir quién era el asesino. Había sido divertido, aseguraron, porque el asesino se las ingenió para liquidar a una docena de invitados antes de que lo descubrieran entre risas y copas. «Sólo espero que no fuera algo profético», dijo la muchacha. También escribí un artículo sobre eso, en el que describía la fiesta y mi conversación con el chico que había encarnado al asesino. «Fue fácil -me dijo-. Nadie sospechó de mí porque era el que más repetía que había que pillar al asesino.» Le pregunté si estaba asustado, pero respondió que no. Más tarde, su padre me llamó y me rogó que no publicáramos el nombre de su hijo. Lo discutí con Nolan y acordamos nombrarlo sólo por sus iniciales. A Nolan también le encantó esa crónica.
No hubo tiempo de incluir la noticia de la última llamada del asesino en el periódico del día siguiente. Cuando él colgó y me volví hacia Christine, era casi la una de la mañana, demasiado tarde para la edición de ese día. La primera tirada ya había salido de imprenta y los atados de papel de periódico se dirigían sobre cintas transportadoras hacia el almacén de carga situado en el sótano del edificio del Journal. Para cuando logré comunicarme con Nolan, las rotativas estaban funcionando ya a todo tren. Eran unas máquinas Goss Metro enormes que escupían periódicos a un ritmo aproximado de uno por segundo. Cuando las rotativas estaban en marcha, se sentía en todo el edificio. El suelo de la redacción temblaba y vibraba, y mis oídos alcanzaban a percibir un rumor distante.
A veces, cuando me quedaba en el edificio trabajando hasta tarde, me levantaba de mi escritorio e iba a observar los preparativos de la impresión. La habitación enorme y cavernosa se llenaba de prensistas con camisas azules y los tradicionales gorros de papel que les protegían la cabeza de las salpicaduras de tinta. Éstas se habían reducido mucho con las nuevas rotativas de alta velocidad, sofisticadas y controladas electrónicamente, pero los prensistas se aferraban con tenacidad a los usos de su profesión y lucían los pequeños gorros con orgullo. Había relojes en las paredes, y un timbre insistente señalaba el comienzo de la tirada.
Yo me mantenía a un lado mientras los hombres colocaban enormes rollos de papel en las máquinas, las ponían en marcha y se apartaban. Entonces se oía un zumbido acompañado de una vibración que se hacía más intensa hasta que, finalmente, las rotativas trabajaban a toda velocidad y un torrente de periódicos brotaba de ellas. Unas pocas noticias habían ocasionado que se parasen las máquinas: se trataba de momentos extraordinarios. En esas ocasiones el timbre emitía tres pitidos cortos seguidos por uno largo. Los prensistas se miraban por un segundo, se acercaban a las máquinas y, poco a poco, todo se paralizaba, como detenido por una mano gigante. Me recordaba los momentos angustiosos que se viven en un quirófano cuando el corazón del paciente deja de latir, para luego comenzar de nuevo, con fuerza renovada.