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Nolan era un hombre corpulento, que medía bastante más de un metro ochenta e iba siempre encorvado, por lo que parecía más pesado y lento de lo que en realidad era. Sin embargo, ante una historia interesante, se enderezaba de repente, como si le hubiesen quitado de encima preocupaciones y kilos, y se concentraba en los detalles. También perdía su habitual tono jocoso y travieso y adquiría la presteza y la decisión propias de un sargento instructor. Gozaba de una enorme popularidad en la redacción; era capaz de bromear con los periodistas y, al instante siguiente, hablar ante el consejo de administración.

Ahora estaba sentado en el centro de la redacción delante de uno de los escritorios dispuestos en fila, hablando animadamente por teléfono. Lo vi garabatear unas notas y luego colgar el auricular con ademán resuelto y satisfecho. Al mismo tiempo se volvió para averiguar quién había llegado. Nuestros ojos se encontraron: Nolan se puso en pie y se dirigió rápidamente a mi escritorio. Acercó una silla y se sentó.

– No esperaba verte tan pronto -dijo-. ¿Cómo te fue?

Tenía una espesa cabellera negra, con un mechón que le caía sobre la frente y se agitaba cuando él hablaba, como acentuando sus palabras.

– Como era de esperarse. Lágrimas. Las frases de rigor sobre la levedad de la existencia, la voluntad de Dios, el paso a mejor vida.

– Suena tétrico.

– Lo fue.

– ¿Tú estás bien?

– Estoy aquí, ¿no? -Sonreí-. Intacto. Un periodista modelo 1970. Con muchos kilómetros encima pero que aún funciona bien.

– Me alegro, me alegro -comentó-. ¿Tienes ganas de cubrir una noticia o prefieres descansar un par de días?

– Una noticia, una noticia. Mi reino por una noticia. O al menos lo que queda de él.

– ¿Qué te parece un homicidio? -preguntó.

– ¿Quieres que cometa uno?

– Dios -resopló Nolan-. ¿Desde cuándo eres comediante?

– Lo siento -respondí-. Sólo estoy tratando de olvidarme de todo aquello.

Nolan enarcó las cejas y me miró con curiosidad mal disimulada.

– Está bien -dijo-, como tú quieras. Más tarde nos tomamos una cerveza, si quieres hablar de ello… O aunque no quieras.

Solté una carcajada, y él sonrió.

– Bueno, de momento, un homicidio -prosiguió-. La típica historia de asesinato sangriento, de policías y ladrones, para un día de pocas noticias.

– ¿De qué se trata?

– Una muchacha. Adolescente. Tal vez de familia adinerada. Hallaron su cadáver hace muy poco tiempo en el club de golf Riviera.

– De entrada, suena bien -dije-. ¿Qué más sabes, Nolan?

– No mucho. ¿Recuerdas a aquel teniente de Homicidios que dijo que nos debía un favor por mantenemos al margen durante aquel asunto del secuestro? Bueno, pues acaba de llamarme. Ha enviado allí a unos agentes. Todavía no tiene demasiada información: sólo la ubicación y el hecho de que la víctima es una chica. Podría salir algo interesante de eso. Pienso seguir cobrándome la deuda con ese teniente durante algún tiempo.

– ¿La violaron?

– No lo sé. ¿Por qué no consigues un fotógrafo y vas a echar un vistazo? Llámame por radio cuando sepas algo.

– De acuerdo. -Me puse de pie, cogí una libreta de la pila que tenía sobre mi escritorio y me encaminé al departamento de fotografía.

– Oye -me llamó Nolan-. ¿Querías mucho a tu tío?

– Cuando era pequeño -respondí-. Un poco.

A Andrew Porter le gustaba tomar las curvas con aquel automóvil grande, con una mano en el volante y la otra fuera de la ventanilla haciendo gestos a los demás conductores. En su mayoría eran jóvenes que seguramente se dirigían a las playas. Algunos llevaban botes en remolques, y la circulación ya comenzaba a atascarse en la entrada del McArthur Causeway y la carretera a Cayo Vizcaíno. Nosotros avanzábamos a gran velocidad en dirección opuesta, de modo que yo no alcanzaba a distinguir los rostros de la gente que esperaba en sus vehículos. El fotógrafo no cesaba de hablar: una historia acerca del reportaje de otro homicidio, en algún punto del pasado. Su voz grave apenas se oía bajo el estruendo del motor y del acondicionador de aire. En cierto momento se puso a cargar su cámara; con una mano apoyada en su regazo y la otra en el volante, colocó el carrete en la cámara y cerró la tapa.

– Una vez hice esto mientras conducía a más de ciento cincuenta, por la carretera 441. Perseguíamos a un par de chicos que habían robado un automóvil. Un poli y yo, volando por la carretera; no había tiempo de asustarse -añadió, riendo.

Recordé la lentitud con que se había desplazado la hilera de automóviles desde la iglesia hasta el cementerio. Volví a ver el coche fúnebre doblar la esquina y, justo detrás de él, el largo Cadillac negro en el que iban mi padre y la esposa de su hermano. Había llovido durante toda la mañana, y los limpiaparabrisas parecían llevar el compás de una marcha fúnebre. Aún resonaba en mis oídos el Himno del Cuerpo de Marines que, desde el órgano, había inundado la iglesia, lento y solemne; resultaba casi imposible reconocer aquella cadencia tan familiar cuando se ejecutaba en honor de los muertos y no de los vivos. Recuerdo que me sorprendí al ver el féretro cubierto por la bandera: los vívidos colores parecían fuera de lugar, incongruentes con ese día gris y aquella iglesia sombría.

Primero había hablado el sacerdote.

– Escucha nuestra plegaria, Padre, por el alma de Lewis Anderson, y concédele en el cielo la paz que buscó aquí en la tierra…

«Paz -pensé-. Lo contrario de guerra.»

Mi tío había sido un hombre muy robusto, de brazos largos y musculosos y con un pecho tan ancho como el escudo de un caballero andante. Hablaba siempre con una voz profunda en la que, aun al reír, se apreciaba un dejo amenazador, una nota tensa que ponía de manifiesto cierta ansia por captar la atención. Luego clavaba en mí su ojo sano con una mirada que me dejaba helado y asustado.

Había perdido el ojo derecho en Iwo Jima, camino de Suribachi, según decía, justo antes del izamiento de la bandera. Se había perdido ese momento, pues estaba demasiado aturdido por la morfina para comprender lo que ocurría alrededor. Una vez me contó que había sido una sensación extraña la de perder el ojo. Al principio creyó que iba a morir; luego, que todo le estaba sucediendo a otra persona. Notaba la sangre y el dolor. Sin embargo, le costaba convencerse de que ese dolor y esa sangre eran suyos. Para él, en ese momento, el herido era alguien totalmente ajeno a él.

Cuando yo era pequeño, él solía hacerme obsequios. Libros sobre el Cuerpo de Marines, una insignia del Corazón Púrpura, una bandera del Sol Naciente que había traído como botín de Tarawa. Una vez, para Navidad, me regaló un cuchillo de caza largo y curvo con una costosa vaina de cuero.

– Esto te vendrá bien -me aseguró.

Durante años, el cuchillo permaneció sobre mi escritorio.

– Cuando necesites algo, cualquier cosa, ya sabes a quién acudir -añadió.

Pero nunca le pedí nada.

Luego, el sacerdote leyó el pasaje más conocido del Eclesiastés, el de «hay un tiempo para toda las cosas». Me acordé de la canción popular basada en esos versículos. Leídos en la iglesia resonaban entre las vigas del techo, lo que les daba una sonoridad distinta, más profunda.

Solía encontrarme con mi tío y su esposa en las reuniones familiares: el Día de Acción de Gracias, en Navidad, a veces en las celebraciones de cumpleaños…, en todas las fechas señaladas. No tenían hijos: nunca supe por qué.

En esas ocasiones, él bebía demasiado. Yo lo contemplaba mientras se servía copas y las apuraba a sorbos, con delectación, en una cadena infinita. Se olvidaba de la mayor parte de las cosas, excepto del himno, que tarareaba para sí, con una expresión apagada en el ojo bueno y con el ojo falso muy abierto, sin ver nada.

A veces, por las noches, lo oía gritar en sueños. Cuando el sacerdote terminó de leer, se impuso el silencio y mi padre se dirigió al altar.

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