»Pero no hizo falta que el viejo respondiera, porque pronto lo averiguamos de otro modo.
»De pronto, desde el perímetro, llegó ese sonido. Diablos, una vez que has oído el sonido de disparos de armas pequeñas, nunca lo olvidas. Y detrás de nosotros sonó un ¡bam! Y una explosión cuando un proyectil de mortero desintegró una de las chozas. Recuerdo que el tipo sólo reía. Levantó su M-16 mientras todo el mundo gritaba y corría a protegerse. Todos salimos disparados en la dirección de donde sabíamos que vendría el teniente. ¡Demonios! Los proyectiles llovían por todas partes, y el fuego de mortero y los disparos zumbaban en el aire. Yo también disparaba, hacia el frente, aunque no sabía a qué. Hay una cosa que recuerdo muy bien. Cuando me volví, vi a todos los nativos amontonados en el suelo todos muertos. Excepto el bebé, el hijo de esa mujer. La criatura lloraba y gritaba. Alcancé a oírla durante un minuto, tal vez sólo por un segundo. Después el ruido ahogó su voz.
»Todos volvimos a reunimos en el claro. Recuerdo que el operador de radio llamaba a gritos al teniente. Al final el teniente respondió y nos indicó que nos retiráramos hacia él, porque ordenaría un ataque aéreo. Era muy simple, ¿sabe? Así es como hacíamos las cosas allí. Nuestro grupo, que seguía disparando algún tiro que otro por puro miedo, se alejó de la aldea. Unos minutos después oí ese estruendo, el sonido estridente de un Phantom cuando el piloto lo baja a unos sesenta metros. Había cuatro de ellos; podía verlos acercarse por los destellos del sol en las alas… que parecían luces de posición muy potentes. Dejaron caer esas latitas con las que arrasaron el pueblo junto con cualquiera que estuviese por ahí.
»Todas las pruebas de lo que había hecho ese tipo se perdieron en una nube de humo, porque el lugar quedó reducido a cenizas. -Hizo otra pausa prolongada, supuse que para meditar sobre lo que había visto-. Presentamos un informe. O'Shaughnessy nos convocó a todos, nos preguntó qué habíamos visto, qué habíamos hecho. Incluso mandó llamar a ese tipo. ¿Sabe qué fue lo más extraño? Que nadie mintió. Nadie le contó al teniente otra cosa que la verdad sobre lo que había pasado. Y ¿sabe a quién dio parte él? Correcto: a nadie. Recuerdo que salió y lo oí decirle al sargento: "Qué diablos, ¿a quién le importa?" Y el sargento asintió. Una semana después lo trasladaron a Saigón. Y una bomba me dejó en este estado. Y eso fue todo.
Guardamos silencio por un instante.
– ¿No hubo ninguna investigación? -pregunté. Sacudió la cabeza.
– ¿No se dejó constancia de lo ocurrido en un informe?
Volvió a negar con un gesto.
– ¿Y el teniente?
– Oí decir que lo mataron. Creo que una granada lo hizo saltar en pedazos. ¿Quién sabe?
En mi imaginación se agolpaban los detalles: la muchachita, la pareja de ancianos, la mujer con el bebé. Estaban todos allí.
– Acláreme una cosa -le pedí-. Cuando usted se volvió, todos los nativos estaban muertos, ¿no es así? Asintió y clavó los ojos en los míos.
– ¿Cómo murieron?
– ¿A qué se refiere?
– Bueno, ¿los liquidó ese tipo, quedaron atrapados en el fuego cruzado o los mataron los proyectiles de mortero?
– ¿Acaso importa? Le digo que estaban muertos, hombre.
– Sí -insistí-. Oh, sí, es muy importante.
Mi mente se adelantaba a su respuesta, barajando febrilmente las posibilidades. Si Hilson estaba en lo cierto, el asesino había terminado… o acababa de empezar. Y yo era el único que lo sabría. Sentí que el entusiasmo crecía en mi interior.
El hombre vaciló, frotándose la barba.
– No lo sé, tío. Creo que entiendo lo que me está preguntando. Es decir, quiere saber qué va a hacer ahora ese tipo, ¿verdad? No creo que pueda ayudarlo. Lo único que recuerdo es que caí al suelo cuando se produjeron las primeras explosiones y después me levanté y me fui corriendo de allí. ¿Sabe?, en esas circunstancias uno no se dedica a hacer turismo. -Hizo otra pausa-. Sin embargo, recuerdo los cadáveres. Era como si alguien los hubiese acribillado con una automática. Pero no podría asegurarle quién lo hizo porque, diablos, había disparos en todas direcciones. ¿Entiende lo que le quiero decir? Pudo pasar cualquier cosa.
La decepción se apoderó de mí, pero luego pensé que ese hombre me había dado muchas respuestas a pesar de todo. Aunque la pregunta principal había quedado en el aire, el caso estaba mucho más cerca de su conclusión. Intenté imaginar el grupo de nativos, manchados de polvo y sangre, pero no pude. Al menos, no como los había visto ese hombre.
– Y bien -dijo-, ¿deducirá el resto a partir de lo que le he contado? -Sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos y parejos-. Es una buena historia, ¿eh?
– Sí -respondí.
Miré mis notas a la luz tenue que se filtraba a través del humo. En cierto modo, pensé, esto es el principio y el fin. Cada vez estaba más cerca de comprender el móvil de los asesinatos. Comencé a representarme los titulares, la primera plana. Aspiré profundamente y me puse de pie para marcharme.
El hombre de la silla de ruedas me guió hasta la puerta. Le estreché la mano, que estaba húmeda de sudor.
Me detuve en la puerta a contemplar la tarde que caía. Me volví hacia él. Estaba probando el cerrojo de la puerta, corriéndolo de un lado a otro con nerviosismo.
– Lo he ayudado mucho, ¿eh?
– Sí -respondí-. Sin duda.
– ¡Qué bien!
Levanté la mano y entonces recordé la pregunta clave, que se me había olvidado hasta ese momento.
– Escuche, sólo una cosa más. Necesito saber quién puede confirmar su relato.
Se encogió de hombros.
– Tal vez Dios. Pero creo que a Él no le importaba mucho lo que ocurría en Vietnam.
Entonces cerró la puerta y oí que corría el cerrojo.
15
Fue, claro está, la noticia principal.
El titular, situado justo debajo de la cabecera, al igual que muchos de los que hacían referencia al caso en números anteriores, rezaba:
TESTIGO OCULAR RECUERDA EL «INCIDENTE» DEL ASESINO.
Vestido con mi bata de baño, sentado a la mesa de la cocina, me tomé un café mientras leía a toda prisa la página impresa, con un creciente entusiasmo. Sentía que había logrado sacudir el árbol y que ahora sólo tenía que aguardar a que las vibraciones subieran por el tronco, llegaran a las ramas e hicieran caer los frutos desde lo alto.
Estaba solo. Christine se había marchado temprano; se había levantado de la cama desnuda, en la penumbra de aquel amanecer veraniego. Tenía que ir al quirófano. Había dejado el periódico sobre la mesa, aún plegado como lo había traído el repartidor. La noche anterior, cuando llegué de la redacción, ella estaba levantada, esperándome.
Me paseé por el apartamento describiéndoselo todo; ella escuchaba sentada, pacientemente, con las manos enlazadas. Decía poco; en cambio, yo hacía pausas, me formulaba preguntas a mí mismo, me interrumpía con comentarios. Era como si representase su papel, tratando de adelantarme a las preguntas que podían ocurrírsele.
También le hablé de la discusión que habían mantenido en la redacción sobre si publicar la historia o no. Nolan había escuchado los primeros minutos de la grabación y luego mi reconstrucción de la conversación a partir de mis notas. Él también se había entusiasmado, pero consideraba conveniente contrastar la historia. Me apresuré a llamar a la oficina de información pública del Pentágono, pero era demasiado tarde para confirmar si Hilson u O'Shaughnessy habían estado en Vietnam en esa época. Nolan no las tenía todas consigo.
– ¿Qué ocurre si esperamos un día? ¿Qué podemos perder?
Sacudí la cabeza.
– Una ventaja. Ese tipo podría ir a la policía, o a la televisión. O podría desaparecer. Yo creo que tenemos que publicarla.