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La carta llegó al día siguiente, el octavo desde la desaparición del asesino.

Estaba escrita en el mismo tipo de papel común y corriente, y el sobre no llevaba remite. Al agarrarlo, supe que contenía una sola hoja. Miré el matasellos: era de Miami, pero el resto estaba borroso. Mi nombre figuraba en grandes letras negras, trazadas con esmero. Esperé hasta regresar a mi escritorio para abrirlo. Nolan estaba hablando por teléfono, de espaldas a mí. Abrí el sobre con cuidado. La escritura de la carta era la misma.

ANDERSON:

He aquí una cita para usted.

A veces es tan razonable representar una clase de encarcelamiento con otra como simbolizar cualquier cosa que realmente existe con aquello que no existe.

Piénselo. Y he aquí un mensaje para usted.

No crea todo lo que ve.

¿Entiende? Y esto es lo más importante.

Estoy vivo.

No estaba firmada.

No sé por qué no le mostré la carta a Nolan ni a la policía. La dejé en el primer cajón de mi escritorio, junto con la última grabación, y lo cerré con llave. Sé que parece extraño; podría haber escrito un artículo sobre la carta y la cinta. Podría haber puesto de relieve la relación entre el asesino y yo; habría sido otro detalle, tal vez crucial, para los lectores, otra pincelada en el retrato pintado en el transcurso de ese verano. Me senté, pensando que había docenas de razones para mostrar la carta, para sacada a la luz. Pero no lo hice.

«Estoy vivo.»

¿Qué es lo que no debía creer?

La respuesta llegaría cinco días más tarde.

Yo había vuelto a escribir sobre el estado de la investigación policial: entre ocho y diez párrafos que informaban de que no había nada nuevo sobre lo que informar. Salí y volví a entrevistarme con el psiquiatra. Llamé a las familias de las víctimas, pero ninguna quiso hablar conmigo. Hice entrevistas en la calle. Las reacciones eran, en general, las mismas: la tensión de la espera unida al alivio de saber que el asesino tenía nombre, fotografía y pasado. Una mujer dijo: «Sólo es cuestión de tiempo. -Me sonrió-. Pero creo que se ha ido muy lejos. A California, probablemente.» No le pregunté por qué a ese estado en particular.

Comenzó a llegar información sobre el asesino. Su historial del ejército: nada excepcional. Su expediente académico en los colegios públicos de Illinois y Ohio. Nunca sobresalió; sus profesores no recordaban nada. Intenté hallar a alguien que lo conociera. No tuve éxito. Lo mismo ocurrió con los vecinos del edificio de apartamentos en que había vivido. Era un solitario, dijeron. Podría haber adivinado sus palabras. Pero incluso la falta de información era noticia: la gente que declaraba que no conocía al asesino era tan digna de citarse como alguien que sí lo conociera. A los jefes les gustó ese artículo. Lo publicaron en la parte inferior de la primera página.

Nolan recibió la llamada en su oficina.

Giró en su silla, levantó el brazo y me hizo señas para llamar mi atención y para que me reuniera con él.

Era septiembre; agosto ya se desvanecía. Hacía más calor, había más tormentas en el Caribe, azotando las islas. Aún faltaba más de un mes para el fin de la temporada de huracanes. Algunos de los empleados más antiguos de la redacción hablaban de las tormentas tardías que parecían tomarse su tiempo durante el opresivo verano y luego, cuando el tiempo daba muestras de cambiar, se formaban y se desplazaban sobre el mar. Sin embargo, el calor seguía imperando en la ciudad, agobiada bajo el aire sofocante.

Yo dormía poco. Desde la noche en que había oído la mano en mi puerta, me había acostumbrado a mantenerme despierto hasta la madrugada. Conservaba la pistola cerca de mí; no estaba seguro sobre lo que había oído esa noche. Martínez y Wilson habían sacudido la cabeza al mismo tiempo al ver la puerta destrozada.

– Hace calor -comentó Wilson-. Hace un calor bochornoso aquí, ¿verdad?

No comprendí adónde quería llegar.

Pulsé la tecla del teléfono correspondiente a la extensión de Nolan y levanté el auricular. Nolan gesticulaba frenéticamente: quería que hablara yo.

– ¿Sí? -dije.

– ¿Es usted Anderson? ¿El periodista?

El acento delataba el origen sureño del hombre.

– Así es.

– Tengo una carta para usted -dijo-. La he encontrado esta mañana en una de mis barcas. Sobre el asiento, muy a la vista. Diablos, hacía casi tres días que buscaba ese maldito bote. Al final lo he encontrado y ahí estaba esta maldita carta. ¿Quiere que la abra?

– Sí.

Miré a Nolan y me encogí de hombros. Él estaba inclinado sobre el escritorio, pendiente de las palabras del hombre.

– Diablos -farfulló el hombre-. No dice gran cosa.

– ¿Qué?

– Dice… déjeme ver… sólo esto: «Estoy aquí, esperándole.» Eso es todo. No hay firma ni nada más. Me parece bastante raro.

Me volví hacia Nolan. Tenía los ojos muy abiertos, clavados en los míos. Se echó atrás en su silla, con el rostro encendido de entusiasmo, y levantó una mano en señal de victoria.

– ¡Eso es! -exclamó-. ¡Maldición, es él!

El puño cerrado de Nolan se agitó en el aire.

Dejamos atrás la ciudad, envuelta en una bruma cálida, bajo el sol. Porter conducía; Nolan iba en el asiento trasero, mirando por la ventanilla con una media sonrisa. Yo observaba la carretera que se internaba en la maleza hacia el oeste mientras atravesábamos la enorme extensión pantanosa de los Everglades.

– ¿Sabéis? Él podría esconderse aquí durante meses si quisiera -dijo Porter-. Yo solía venir a pescar lubinas. Una vez me perdí. Había lagartos y serpientes en el agua. Pensé que iba a morir; no había nadie. Estaba tan solo que concebí la absurda idea de que no había civilización, de que estaba solo en el mundo. Los guardabosques me encontraron hacia la medianoche. No hacía frío, pero yo estaba tiritando. Si él ha estado por aquí, no me extraña que nadie lo haya encontrado.

– Nosotros tampoco lo hemos encontrado aún -dijo Nolan-. ¿Crees que planea emprenderla a tiros?

No respondí. Porter se encogió de hombros.

– Tal vez -dijo-. ¡Mirad!

Se inclinó y señaló por el parabrisas. Por encima de nosotros, un helicóptero policial surcaba el aire: el ruido de las hélices llenó el automóvil, haciéndonos estremecer. Porter aceleró.

Una hora después, salimos de la autopista y tomamos una carretera secundaria de dos carriles, llena de baches. Los gigantescos cipreses y palmeras se encorvaban sobre nosotros; avanzábamos entre colores abigarrados y sombras. Vi el azul del cielo arriba, entre los árboles; parecía perderse en una extensión de luz blanca. Divisé un halcón volando en lentos círculos a lo lejos. Flotaba en el aire, dejándose llevar por la brisa, girando como suspendido de un móvil invisible. Luego, justo antes de que lo perdiéramos de vista, el ave se elevó de pronto; plegó las alas contra su cuerpo y se lanzó en picado hacia abajo, hacia alguna presa que había avistado. Imaginé su grito asesino al bajar desde el cielo claro hacia las sombras.

Seguimos avanzando. Más adelante, vi un claro, algunas cabañas construidas al borde del pantano, con toscos carteles pintados a mano que anunciaban cerveza, carnada y botes de alquiler, Detrás de las cabañas había algunas barcas de pesca amarradas a la orilla y un par de lanchas inflables.

– ¡Debe de ser allí! -señaló Nolan.

Al otro lado, acercándose a gran velocidad ahora que Porter había pisado el acelerador de nuevo, centelleaban las luces azules familiares de los coches de policía. Otro helicóptero nos sobrevoló, y la presión de las aspas pareció aplastarnos contra el suelo. Yo me agaché en un acto reflejo.

– Joder -exclamó Porter por lo bajo-, tienen todo un ejército.

Fuera se arremolinaban equipos de operaciones especiales que habían descendido de dos enormes furgones azules. Muchos de ellos comprobaban que sus armas y municiones estuviesen a punto. A un lado vi el vehículo del forense. «Esperan que haya cadáveres», pensé. Se había colocado una barrera en el camino y detuvimos el coche al llegar a ella. Porter comenzó a cargar sus cámaras con rapidez. Nolan bajó de un salto y yo lo seguí. El calor se ciñó a mi cuerpo como un lazo corredizo.

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