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Durante esas dos semanas hablé con Wilson y Martínez a diario, algunos días hasta dos veces, tratando de desarrollar artículos a partir de la información que me facilitaban. En su trato conmigo a veces se mostraban abiertos, a veces circunspectos; me hablaban de algunas áreas de investigación, de las pruebas balísticas, de sus pesquisas en las armerías para averiguar quién había comprado balas de calibre 45 en los últimos meses. Los noté más reacios a tocar el tema de la investigación de los registros del ejército. Sospechaba que habían encontrado pistas nuevas, que incluso habían obtenido algunos nombres, pero no querían decírmelo. Transmití mis sospechas a Nolan, que presionó a su contacto, el teniente de homicidios, para que lo averiguase. Sin embargo, el contacto sólo reveló que habían avanzado un poco en la investigación, pero que no había nada concreto. Mis recelos no se dispararon.

Entonces Nolan decidió que debíamos dejar de apoyarnos tanto en la policía, de modo que me puse a trazar un perfil del asesino basándome en las cintas y en las notas de las conversaciones. Cerca del fin de la segunda semana, mientras completaba esta tarea, el jefe de redacción me mandó llamar para preguntarme si creía que el asesino se había marchado. Se puso de pie y se dirigió a la ventana de la puerta de su oficina para observar la actividad que reinaba en la redacción.

Admitió que le preocupaba la posibilidad de que el periódico estuviese prolongando el clima de temor con los artículos diarios acerca del asesino y los progresos de la policía.

– Aparquemos el tema -dijo- hasta estar seguros de que ese sujeto sigue por aquí.

Como estaba vuelto hacia la ventana, tuve que esforzarme para oír sus palabras. Era un hombre pulcro que vestía con trajes de alta confección. Sin embargo, siempre llevaba la camisa arremangada y a menudo tenía las manos manchadas de tinta.

Nolan estaba allí, escuchándolo, y vi que asentía. Después reconoció que estaba indeciso. Se podía argumentar que, al continuar con los artículos, tal vez evitaríamos que se cometieran más asesinatos; que el asesino parecía reaccionar con mayor violencia a la falta de noticias que al flujo constante de ellas. Cada vez que el flujo se reducía, él actuaba; al menos, eso decía. El jefe de redacción estuvo de acuerdo en que eso ponía al periódico en una situación difícil, pero añadió que no podíamos permitir que un demente tomase las decisiones por nosotros.

– Está bien -cedió Nolan-, veremos qué pasa.

En cuanto a mí, no creía que el asesino hubiese desaparecido. Intuía que no estaba lejos.

El perfil constaba simplemente de una serie de notas, pues lo había elaborado sin intención de publicarlo. Como decía Nolan, era un retrato robot para nuestro uso particular. En él había escrito:

Hijo único.

Maltratado.

Humillado.

¿Seducido?

Fui a la biblioteca a consultar un anuario y una enciclopedia. Busqué la entrada sobre Ohio. Los contornos de aquel estado cuadrado y sólido como la expresión firme de alguien del Medio Oeste, aparecieron ante mí. Mis ojos siguieron los caminos que cruzaban el territorio en una y otra dirección y se detenían en los puntitos que correspondían a las poblaciones. Al ver el recorrido sinuoso del río Ohio intenté imaginar una llanura que se extendía desde sus orillas hacia el interior, con campos sembrados cuyas plantas crecían hacia el sol, bajo el cielo de agosto. Porter pasaba por allí y se detuvo a mirar el mapa por encima de mi hombro.

– ¿Has estado allí alguna vez? -preguntó. Negué con la cabeza.

– Hace frío en invierno. Calor en verano. La gente es muy conservadora. Estuve en la Universidad Estatal de Kent cuando los soldados de la Guardia Nacional mataron a los estudiantes. Era un día claro, soleado, brillante. Recuerdo que todo parecía más bien un simulacro: la multitud huía, coreaba consignas, gritaba, lo habitual. Recuerdo el maldito momento, después de los disparos yo no sabía qué había ocurrido, pero estaba aturdido. Era como si la certeza de que habían abierto fuego contra la multitud estuviese en mi cabeza, luchando por penetrar mi conciencia, como los últimos minutos de sueño por la mañana. Se oyó un grito o, más bien, un alarido (me recordó al que soltaban las mujeres árabes de La batalla de Argel) y entonces comprendí, sin verlo, lo que había sucedido. Eché a correr, por supuesto, como todos. Pasé junto a los cadáveres. Aún recuerdo la sangre sobre el asfalto negro. ¿Sabes?, hay una escultura en medio del campus, de líneas muy angulosas y precisas. Está hecha de una especie de acero que parece bronce. Tiene un agujero de bala en una de sus esquinas; un pequeño círculo por el que apenas pasa un dedo. Perfectamente redondo. Regresé a mi escritorio y escribí:

La ciudad.

El ejército.

La guerra.

El incidente.

¿Cuál era e! incidente? En la oficina de prensa de mi universidad, teníamos enmarcada la famosa fotografía de My Lay 4. Era un póster de dimensiones exageradas, amarillo y verde, en cuyo centro aparecía una maraña de cuerpos bañados en el rojo de su propia sangre. Recordé también otras fotografías: la muchacha que corría desnuda hacia la cámara, huyendo de los bombardeos de napalm, con la boca abierta en un gesto de terror; la expresión vacía de la muerte en el rostro de un nativo del Vietcong en el microsegundo en que su cabeza estallaba al recibir el impacto de la bala disparada por el jefe de policía.

¿A qué incidente aludía el asesino? ¿Qué había hecho?

Escribí:

Edad, de 25 a 30.

Pasó una temporada en hospital de veteranos.

Ojos grises.

Me pregunté si él me había dicho la verdad. «¿Qué es realidad? ¿Qué es ficción?», me había dicho por teléfono.

El teléfono sonó cuando yo salía de la ducha. Oí que Christine lo atendía. Agarré una toalla y comencé a secarme a toda prisa. Oí un golpe en la puerta tan leve que prácticamente lo absorbió el vapor. Christine abrió la puerta, tenía los ojos muy abiertos.

– Es él -dijo-. Estoy segura. Ha vacilado por un momento cuando he contestado y luego ha preguntado por ti. Está esperando.

Me puse una bata y me froté ligeramente la cabeza con la toalla. Cuando levanté el auricular, aún me notaba la espalda mojada.

– Ésa debe de ser su novia -dijo la voz-. Parece muy simpática.

– ¿Dónde ha estado? Han pasado casi dos semanas.

– Aquí y allá -respondió-. En el centro, en los suburbios, por toda la ciudad.

»Dígale a la policía que siga revisando esos registros; seguramente hallarán algo. Conocen el dato de los ojos grises; ¿qué más? Ah, sí, lo de la buena puntería, la medalla que obtuve. Dígales que investiguen eso; así reducirán un poco el campo de búsqueda. La diligencia tiene su recompensa; recuérdeles eso. -Titubeó de nuevo-. Pero eso no les servirá de nada. -Una pausa-. Jamás me atraparán. Por más que yo les ayude. -Otro silencio-. Usted debe de estar ansioso por poner manos a la obra -dijo el asesino-. Bien, aquí tiene un trabajo: Número Cuatro.

– ¿Dónde?

– Hacia el oeste, cerca de Krome Avenue, en el límite de los Everglades. Es una zona maravillosa, tranquila, desierta. Allí se puede pensar; no hay más sonidos que los de los animales y algún que otro avión que pasa. Al salir de la autopista, avance unos cinco kilómetros por Krome. Hacia la izquierda verá un camino de tierra. Tómelo y siga recto un kilómetro. Deténgase y camine unos cien metros por entre los arbustos. Hallará un claro. Más vale que se dé prisa, porque le espera una sorpresa.

Y entonces colgó.

Sólo eran las ocho de la mañana. Oí que Christine arrimaba una silla a la mesa de la cocina y se sentaba en ella.

– Ha vuelto a matar -dije.

Ella no respondió.

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