Por la ventana de la cocina vi que oscurecía. El teléfono era un modelo de pared con cable largo. Me dirigí al fregadero, para alejarme por un momento del papel y las notas, con la intención de poner en orden mis pensamientos. Atisbé la palidez de la luna a través de las ramas: el árbol estaba bañado en un resplandor tenue.
El asesino prosiguió.
– Mientras leía su artículo se me ha ocurrido otra idea, muy extraña. Me he puesto a pensar en mi niñez, especialmente al leer los párrafos en que usted describía a esas mujeres y los niños en los columpios. Cuando era pequeño, mi madre me llevaba al parque a jugar. Entonces vivíamos en un pueblo y recuerdo que los niños se turnaban para columpiarse, y balanceaban las piernas adelante y atrás lo más rápidamente que podían. Yo también lo hacía, y aún recuerdo que el arco de la parábola que describía mi columpio se hacía más amplio a medida que imprimía más fuerza al movimiento. Las manos, los dedos se me ponían blancos de aferrar las cadenas. Cuando alcanzaba el punto más alto del arco, echaba la cabeza hacia atrás y miraba el cielo por un momento, como si volara; luego, cuando el columpio comenzaba a descender, cerraba los ojos. Entonces experimentaba lo más próximo a una sensación de ingravidez, o eso imaginaba yo. A veces revivo esa sensación cuando apunto a la cabeza de alguien con la 45. La tuve por primera vez en Vietnam. Ahora la tengo aquí, en mi país, exactamente la misma sensación de la niñez, el delicioso vértigo que provoca el no estar en contacto con la tierra. ¿Alguna vez ha sentido algo similar?
La pregunta me des concentró y respondí lo primero que me pasó por la mente.
– Quizás al estar con una mujer, a veces.
Soltó una carcajada: un brusco sonido ronco.
– ¿Y por qué no? -dijo-. Con una mujer, sí. La sensación de dejarse llevar, de volar en libertad. No está mal, no está mal en absoluto. ¿Sabe, Anderson? -dijo, y su voz pasó de un tono vagamente jovial a uno de ira-. Estuve con una mujer por primera vez cuando servía en el ejército. Ya había cumplido diecinueve años y era un soldado entrenado para matar. Cuando era niño y vivíamos en la granja, observaba aparearse a los animales con cierta fascinación, de envidia por su falta de pudor, porque simplemente seguían su instinto. Cuando era muy pequeño, había una niña que vivía en la casa de al lado, y a menudo (ya sabe, antes de que tuviésemos conciencia de que hacíamos algo malo) ella y yo jugábamos en el bosque cercano a las casas. En realidad, no era un bosque, sólo un grupo de árboles y arbustos silvestres que habían crecido como una especie de seto a un costado de las casas.
»Allí no había mucho espacio; la maleza estaba muy crecida y formaba matorrales muy densos. Era un lugar perfecto para los niños; nos deslizábamos por debajo y alrededor de los arbustos y los árboles, ocultos a la vista de nuestros padres.
»Ella era adoptada. Yo pensaba que la amaba y que algún día nos fugaríamos juntos. Yo tenía seis años; ella siete, y jugábamos juntos en esa arboleda. Al principio eran simples juegos de niños: el escondite, ese tipo de cosas. Luego ella empezó a traer sus muñecas; tenía dos muñecas de trapo hechas en casa, que siempre estrechaba en sus brazos. Decía que eran nuestra familia y que allí estábamos en nuestro hogar. El sitio se convirtió en una casa imaginaria. En el verano nos tendíamos bajo los árboles, escondidos, y planeábamos nuestra huida para cuando fuéramos un poco mayores.
»Íbamos completamente desnudos. Me acuerdo de cada centímetro de su cuerpo, la piel bronceada de sus brazos y sus piernas, pero rosada en las partes que le cubría el vestido. Nos tendíamos juntos, a veces nos abrazábamos, y no he olvidado la sensación de su cuerpo junto al mío, agradable, cálido, a la sombra de los árboles y arbustos. No me cansaba de mirada, de contemplar todos los rincones secretos de su cuerpo. A veces extendía los dedos y la acariciaba suavemente, procurando no molestarla de ningún modo. Era como tocar la luz, y recuerdo que yo temblaba, de veras, temblaba de emoción, al mirar sus ojos cerrados…
Se interrumpió y la línea quedó en silencio.
– ¿Y qué sucedió? -pregunté.
– Mi madre nos descubrió. Lo recuerdo como una sucesión de fotogramas. Primero yo, incorporándome de pronto al oír un sonido extraño procedente de los arbustos, luego apresurándome por recoger mi ropa. Mi madre gritando, furiosa, con una voz atronador a como un disparo. La niña llorando. Me escabullí entre las zarzas y, esa noche, cuando regresé a casa, mi madre me obligó a quitarme la ropa para que mi padre viese los arañazos y cortes que me había hecho al tratar de escapar de ella.
– ¿Y?
– Me pegaron. -Su voz sonó como si estuviese encogiéndose de hombros-. A ella también. Las dos familias se pusieron de acuerdo para arrancar los arbustos y cortar algunos árboles. «Sacaremos buena leña de aquí», recuerdo que dijo mi padre mientras levantaba el hacha por encima de su cabeza y descargaba un golpe en la base de un abedul.
»La otra familia se mudó a otra parte poco después. Nunca supe por qué. Otro empleo, otra oportunidad. ¿Quién sabe?
– ¿Nunca lo averiguó?
– Yo la amaba -dijo-. No, nunca lo averigüé.
Entonces se impuso el silencio, y mi mente comenzó a trabajar a toda velocidad. Pensé en los cambios de humor que manifestaba el asesino; su estado de ánimo pasaba de una cordialidad jocosa a un odio oscuro y profundo. Pero cuando hablaba de su familia, de su infancia, adoptaba un tono vago y suave. Era como si hablar de sus recuerdos aplacara su furia.
– Un buen día, poco después de que la niña y su familia se marcharan, mi madre se atragantó. Hacía calor como ahora en esta ciudad, un calor que prácticamente impide pensar en otra cosa y un sol que pega como el estallido de explosivos potentes. Mi padre había salido: tal vez estuviese en la escuela. En general, se llevaba su almuerzo y no regresaba hasta avanzada la tarde, incluso durante el verano, cuando no daban más que clases de refuerzo para los niños que no pasarían de curso.
»Por eso, mi madre y yo estábamos solos en la casa, sofocándonos de calor. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero no corría aire. Era la hora de almorzar, y observé a mi madre levantarse del diván donde había estado descansando. Llevaba una de esas batas de estar por casa pasadas de moda, de las que se abrochan al frente. La tela era floreada.
»Ella había estado tendida en el diván, quejándose del bochorno, con un vaso de agua a su lado y un pañuelo mojado sobre los ojos. A lo lejos se oían los toques de silbato de una estación de ferrocarril que estaba a pocos kilómetros de allí. El sonido parecía flotar suspendido en el aire. Mi madre se había desabrochado la bata. Tenía la piel enrojecida, con algún tipo de sarpullido, supongo. Se había abierto la bata de modo que apenas le cubría los senos. Miré su pecho, que subía y bajaba con el esfuerzo de respirar aquel aire estancado. Vi las gotitas de sudor que se habían formado entre sus senos y se deslizaban hasta su vientre. Cuando ella oyó el primer pitido, bajó las piernas del diván y, por un momento, permaneció sentada, bamboleándose ligeramente como si estuviese mareada. Tomó el pañuelo, lo mojó en el vaso de agua y luego lo escurrió sobre sí; el agua se mezcló con su sudor y goteó sobre su regazo.
»Luego se puso de pie, me lanzó una mirada extraña y se lamentó: "Dios mío, ojalá viviéramos en algún lugar donde soplara la brisa. Cerca de un lago o en las montañas. ¡Te juro que nunca volveré a sentir fresco!" Echó la cabeza atrás, como si buscara alguna señal de viento. Yo permanecí en mi silla, con la vista fija en ella. Me preguntó si me había portado bien. Luego, con el mismo tono infantil, que ella sabía que ya no era adecuado conmigo, dijo que prepararía algo de almorzar. Se dirigió perezosamente a la cocina, y yo la seguí.