Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Se quedó callado de nuevo.

– ¿Y qué pasó?

Se rió.

– ¿Usted qué cree?

Su tono había vuelto a cambiar y había recobrado un matiz de furia.

– No lo sé -respondí.

– Use su imaginación.

Más silencio en la línea.

– ¿Por qué me cuenta estas cosas? -pregunté.

– Quiero que lo sepa.

– ¿Por qué?

– Quiero que todos sepan con quién se enfrentan.

– ¿No teme que algo de lo que diga ayude a la policía a rastrearlo?

– No.

– ¿No?

– ¿Qué es realidad? ¿Qué es ficción? -dijo-. ¿Cómo se puede distinguir entre ambas?

– Suponga que lo pillan…

– No lo harán.

– ¿Por qué no?

– Porque no son lo bastante listos.

– ¿No estará subestimándolos?

– Lo dudo. Pero si es así, supongo que quedaré como un tonto.

– ¿Y eso no le preocupa?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque ya estoy muerto -contestó.

Escribí esta frase textualmente. Alcé la vista y vi que Christine me observaba, a mí y al teléfono. Le alcancé la hoja para que la leyera. Abrió los ojos desorbitadamente.

– ¿A qué se refiere con esto? -pregunté.

– A que me siento como un espectro, como una enfermedad sin sustancia. Mis entrañas están frías, ennegrecidas como si se hubiesen chamuscado. No queda vida dentro de mí. Sólo odio. Que es como la muerte…

– No lo entiendo -dije.

– No espero que lo entienda -replicó-. Al menos, aún no. Tal vez llegue a comprenderlo más adelante.

Empezaba a exasperarme.

– Escuche, maldita sea, usted no hace más que jugar conmigo; me cuenta cientos de recuerdos de su pasado, me habla de incidentes ocurridos durante la guerra. ¿Para qué? ¿Qué intenta demostrar? ¿Por qué hace esto?

– Recuerdo -dijo con mayor dureza- que un día estaba en la selva. Me encontraba con una patrulla a pocos kilómetros del campamento con mi pelotón; éramos media docena, y avanzábamos a duras penas entre los arbustos. Yo iba en cabeza; eso me gustaba, ¿sabe? Todos los demás lo detestaban, porque el que va delante es el primero en atraer la atención de los francotiradores… y el primero en pisar las minas. Todos tenían miedo de las minas, más que de cualquier enemigo. No se podía confiar ni en la tierra que uno pisaba. Nunca se sabía cuándo estaba uno a punto de dar el último paso. Los del Vietcong sembraban unas minas que explotaban con sólo tocarlas y te volaban los pies. Eso no era tan malo; las que más odiábamos emitían un pequeño chasquido y después un rugido ensordecedor. Verá, las minas tenían dos cargas; la primera lanzaba el dispositivo principal, hacia arriba, más o menos a la altura de la cintura, donde explotaba, destrozándote rodillas, muslos, testículos, pene, estómago. Todos los puntos más horribles en los que puedes herir a un hombre. A veces, la explosión partía al tipo en dos, matándolo al instante. Sin embargo, a veces sólo lo mutilaba, lo convertía en carne picada, y él se quedaba sentado en el suelo de la selva, mirando su ingle con incredulidad, viendo manar sangre de donde, segundos antes, estaban sus genitales.

»Pero a mí me gustaba ir en cabeza, más cerca del peligro. Supe que era un hombre afortunado el día que pasé por encima del alambre, sin siquiera verlo; estaba mirando hacia arriba, a través de las copas de los árboles, al cielo gris, y ni siquiera lo rocé. El tipo que me seguía no tuvo tanta suerte. Oí el chasquido, luego el rugido, y sin volverme supe de qué se trataba.

»Era un chico joven; hacía una o dos semanas que estaba allí. Era poco tiempo, y la fatiga no le hubiese arrebatado el ánimo. Lanzó un chillido y luego se sentó, o se cayó a causa de la explosión. Parecía que alguien hubiese derramado un plato de espagueti con salsa de tomate sobre su regazo. El médico corrió hacia él y el encargado de la radio comenzó a pedir ayuda y a gritarle al micrófono de la radio que necesitábamos un helicóptero.

»El chico me miró y murmuró: "Estoy herido", y yo asentí. Entonces dijo: "Voy a morir", y yo volví a asentir. Entonces se puso a proferir alaridos, y el médico le inyectó morfina. Recuerdo que el sargento soltaba obscenidades todo el tiempo. El estampido de la deflagración había hecho que todas las aves remontasen el vuelo y se alejaran por la selva. Yo me senté a observar y esperar, ¿durante cuánto tiempo, diez minutos? Tal vez menos. Se veía claramente que la vida se le escapaba por momentos. Cuanto más frenética era la actividad del médico, peor se ponía el chico: era como si estuviesen descoordinados. Momentos después, el chico murió, justo cuando oímos el zumbido del helicóptero. Los sonidos que producían las aves de la jungla al batir las alas y el del helicóptero no eran muy distintos. El médico también gritaba, golpeando el pecho del chico, intentando que su corazón volviese a latir. Era un día común y corriente, sólo uno de trescientos sesenta y cinco. -Hizo una pausa. Después de un instante, prosiguió-: Déjeme hablarle de la pareja de ancianos. Supongo que le interesará oírlo.

– Sí -dije.

– Muy bien. Fue un momento extraño.

– ¿Por qué ellos? ¿Qué le habían hecho?

– Usted no lo entiende -repuso, irritado-. Ninguna de las víctimas me ha hecho nada. Son inocentes. ¿Es eso lo que quiere oír? ¡Sé que no tienen culpa alguna! De eso se trata, precisamente.

– ¿Por qué la sangre? Estaba por todas partes.

– Para aumentar el horror.

Anoté esto.

– Bien -dije-, si ellos son símbolos para usted, ¿por qué no me explica qué representan? No entiendo el significado.

– Ya lo entenderá -dijo-. Una muchachita. Una pareja de ancianos. Fíjese en las víctimas que elijo. Ya he dicho que se trata de una recreación. Algo ocurrió cuando estaba en el extranjero, un incidente. Eso es lo que estoy reproduciendo aquí. ¿Recuerda, durante la primavera de 1971, cuando los Weathermen se manifestaron en Washington? Corrían por las calles arrojando cubos de basura y desperdicios, gritando imprecaciones, tratando de alterar el orden social. Pensaban que el pueblo estadounidense era demasiado conformista respecto a la guerra, que no comprendía lo que estaba sucediendo allá. ¿Cómo podían identificarse con la destrucción de la sociedad vietnamita si no la habían vivido de cerca? El propósito de las manifestaciones era «traer la guerra a casa», para despertar la conciencia de todos a través de una recreación simbólica. Yo había regresado de Vietnam y caminaba con ellos por las calles, observando y escuchando. Vi que, en realidad, no servía de nada. La gente lo veía como una molestia, no como un símbolo. Bueno, a los Weathermen les faltaba mi determinación. La gente no puede pasar por alto lo que yo estoy haciendo.

– Pero la guerra ya terminó -objeté-. Se acabó. Kaput. Fue un desastre pero ya forma parte del pasado. Todo el mundo está de acuerdo en eso.

– Para mí, nunca terminará. -Hablaba lenta y concienzudamente-. La veo en sueños todas las noches, cada mañana al despertar. A veces miro el sol y me parece que estoy otra vez allá, no aquí. Jamás terminará para mí.

Otro silencio.

– ¿Y esos ancianos? -pregunté.

– ¿Se refiere a los abuelitos? -Soltó una risotada.

– Oiga -dije, clavando la vista en Christine, que me miraba-. Usted necesita ayuda. Hay programas, centros de atención a los veteranos afectados por la guerra. Yo puedo ayudarle…

Era una sugerencia muy poco convincente, y sabía cómo reaccionaría él.

– ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Todo es pura mierda! ¿Ha visto alguno de esos centros? ¿Se ha apuntado a alguno de esos programas? Lo dudo. ¿Sabe cómo es un hospital de ésos por dentro? Se lo diré. Son paredes y más paredes frías, de color verde pálido. A veces me parecía ver cicatrices en las paredes, las marcas de los gritos de todos los hombres que habían pasado por ese corredor. Hileras e hileras de camas y mesitas de noche cubiertas de colillas y cenizas, de desperdicios y de desechos humanos. Lo sé muy bien; yo estuve allí; yo lo sé. Y jamás volveré. Usted piensa que estoy loco; se nota. Leí el artículo en que cita a los psiquiatras. Son muy comprensivos. Enfermo, dicen, perturbado pide ayuda a gritos. No es más que la estúpida palabrería de su inútil profesión. Bueno, tal vez esté enfermo, tal vez esté perturbado, pero estoy mucho más vivo que cualquiera de ellos. -Tomó aire con un prolongado resuello-. Y antes de que acabe mucha gente deseará estar a salvo de mí. No estoy loco. ¡Maldición! ¡El mundo entero está loco!

39
{"b":"109921","o":1}