Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Sí, lo comprendo. A mí me sucedió algo parecido, pero de otro modo. Yo odiaba al doctor Fernando Tura, por su oposición a mi padre y su malevolencia. Me había prometido vengarme de él en nombre de mi padre. Pensaba chantajearlo, desenmascararlo, herirlo o arruinarlo. No era difícil. Descubrí que el doctor Tura, un hombre respetable, casado y hasta santurrón, tenía por segundo consorte a un jovencito.

Cuando mencioné a mi padre lo que había averiguado y le dije que tenía la intención de utilizarlo contra el doctor Tura, me dijo que no siguiera adelante, sino que tuviera caridad en el corazón y que pusiera la otra mejilla, como él mismo lo había hecho. Por vez primera me mostró las traducciones al italiano del Pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago. Aquella noche lloré, Steven; supe lo que era la compasión y olvidé las municiones que tenía destinadas para la venganza. Puse la otra mejilla. Desde entonces, siento que podemos alcanzar más serenidad y paz por el entendimiento, la amabilidad y el perdón que por el ataque y el mal.

– Yo no estoy tan seguro. Ojalá lo estuviera. Yo todavía estoy… bueno… buscando mi camino.

Ángela sonrió.

– Lo hallará, Steven.

Él extendió la mano y apagó la grabadora.

– Terminó la primera sesión. Supongo que todavía queda mucho de la historia de su padre.

– Mucho más. Demasiados detalles para relatarlos en una sola tarde. Y fotografías; muchas fotografías que tomamos de la excavación. Tendrá que verlas. ¿Puede quedarse en Milán esta noche o un día más?

– Ojalá pudiera, pero tengo un itinerario muy rígido. Salgo esta noche hacia París, y mañana por la noche hacia Frankfurt y Maguncia. Después, regreso a Amsterdam a la otra noche o a la mañana siguiente -miró a Ángela con franco afecto. No deseaba apartarse de ella-. Ángela, lo que me ha dado… que es exactamente lo que necesito… será útil para nosotros y dará a su padre el reconocimiento que merece. Pero necesito volver a verla. Se me ocurre una idea. Yo tengo un presupuesto abierto para promoción, y puedo contratar a quien quiera. Podría servirme de consultora a sueldo, con gastos pagados. ¿Puede usted ir a Amsterdam?

Los carnosos labios de carmín se encorvaron en una sonrisa.

– Me estaba yo preguntando si al fin me lo pediría.

– Pues se lo he pedido.

– Y yo he contestado. ¿Cuándo quiere que esté allá?

– Cuando esté también yo. Dentro de tres días. En cuanto a su sueldo, Ángela…

– No quiero sueldo. Me gusta Amsterdam. Deseo contribuir a la fama de mi padre. Quiero ayudar a que esta Biblia esté en las manos de todos. Y…

Él esperó, reprimiéndose, y después la apremió.

– ¿Y qué más?

– E voglio essere con te, Stefano, è basta.

– ¿Lo que significa?…

– Que quiero estar contigo, Steven, y eso es todo.

Steven Randall había llegado de Milán a París temprano la noche anterior, después de un vuelo durante el cual le ocuparon imágenes mentales de Ángela Monti con él, y se había preguntado cómo era que le dominaba el ánimo de una muchacha que acababa de conocer y de quien apenas sabía algo.

Había parado en «L'Hotel», una animada hostelería que estaba en la Rue des Beaux-Arts, sobre la orilla izquierda del Sena. Le había atraído durante un paseo que dio por allí sencillamente porque ostentaba una placa, junto a la entrada, que conmemoraba el hecho de que aquél había sido el último lugar donde se alojara Oscar Wilde y donde muriera, en 1900.

Ya que tanto el patio como los restaurantes hundidos estaban llenos de ruido, de jazz y de juventud elegante, y él no estaba de humor para eso, Randall había caminado hasta Le Drugstore, frente al Café Flore, en el Boulevard Saint-Germain, que daba a la Place St.- Germain-des-Prés, y arriba halló un reservado; aquello estaba también lleno de jazz y de juventud elegante, pero esta vez no le importó. Consumió su filete de carne picada avec oeuf à cheval, degustó su vin rosé y siguió fantaseando acerca de su próxima reunión con Ángela en Amsterdam.

Solamente hasta después de volver a su cuarto de «L'Hotel» y abrir el expediente del profesor Henri Aubert, célebre director del Departamento de Fechación por Radiocarbono del Centre National des Recherches Scientifiques de Francia, consiguió olvidarse de Ángela.

Era la mañana. Media hora antes había tomado un taxi para ir al nuevo edificio de piedra desde el cual operaba el Centre National des Recherches Scientifiques, situado en Rue d'Ulm, muy cerca del Institut du Radium de la Fondation Curie.

Bajando de su taxi frente al edificio del CNRS, en la mañana todavía fresca y brillante de París, Randall sintió temor. Ángela Monti, que hablaba de arqueología aunque no fuera especialista, era una cosa. Pero el profesor Aubert, hombre de ciencia, informándole de la autenticidad de los papiros y pergaminos de Ostia Antica, podría ser algo muy diferente. Aunque Randall se había instruido acerca del procedimiento de datación por el carbono 14, ignoraba las cuestiones científicas, y esperaba que Aubert lo tratara con paciencia semejante a la que tendría con un hijo preguntón.

Sus temores habían sido infundados porque, a los diez minutos, el profesor Henri Aubert ciertamente lo trataba con gran paciencia.

Al principio, el francés le pareció formidable a Randall. Resultó ser un hombre de unos cuarenta y cinco años, bastante alto, bien proporcionado y muy pulcramente vestido. Llevaba el pelo con vaselina y copete, tenía un gálico rostro de gavilán, ojos pequeños y ademanes rígidos, y hablaba un inglés impecable. Su apariencia de retraimiento aristocrático desapareció rápidamente ante el interés de Randall por su trabajo, que era para Aubert lo esencial de la vida; todo lo demás le parecía superfluo. Cuando notó que Randall iba muy en serio y que su curiosidad era genuina, Aubert se volvió súbitamente más sencillo y más agradable.

Después de quejarse en son de disculpa porque su esposa Gabrielle, que presumía de decoradora, había transformado su despacho utilitario, con muebles metálicos, en una vitrina de antigüedades Luis XVI, el científico había llevado a Randall por un corredor desde su despacho al más cercano laboratorio del Departamento de Fechación por Radiocarbono.

En el camino, Randall encendió su grabadora y Aubert se puso a explicar, en los términos más sencillos, de qué consistía el procedimiento de datación del carbono 14.

– Es un descubrimiento del doctor Williard Libby, profesor norteamericano, por el cual recibió el Premio Nobel de Química en 1960. Mediante este extraordinario artificio puede determinarse, con bastante exactitud y por primera vez, el tiempo de existencia de huesos antiguos, trozos de madera y fragmentos de papiro, de hasta sesenta mil años de antigüedad. Ya era sabido que desde que hay vida en la Tierra todo lo que vive, todos los organismos vivos del mundo, tanto los seres humanos como las plantas, los árboles y todos los demás, ha sido bombardeado por rayos cósmicos procedentes del espacio exterior. Este bombardeo ha hecho que el nitrógeno se transforme en átomos radiactivos de C 14. Todos los organismos vivos han absorbido ese C 14 de un modo u otro hasta el momento de su perecimiento. A la muerte, sea la muerte de una persona, de un animal o de una planta, los átomos de carbono que hay en el interior de los tejidos comienzan a deteriorarse a una velocidad predecible. Se sabía también que, después de morir, un objeto orgánico pierde la mitad del carbono 14 que contiene en un período de 5.568 años. Con este conocimiento, el doctor Libby pensó que si la cantidad de C 14 y sus productos de descomposición dentro de la sustancia muerta pudieran medirse de algún modo, entonces, voilà, la cantidad de carbono radiactivo descompuesto o desaparecido podría calcularse. De este modo, calculando la cantidad perdida, se podría saber cuándo el objeto había absorbido carbono por última vez; es decir, hasta cuándo estuvo vivo. Así podría saberse, Monsieur Randall, cuánto tiempo había transcurrido desde la muerte del objeto y, por tanto, determinarse su edad y la fecha en que estuvo vivo.

74
{"b":"109433","o":1}