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– ¿Cuándo fue eso?

– Quizás haga unos tres meses.

– Bueno, el viejo Monti debe estar de vuelta en Roma para ahora. Quiero verlo. De hecho, debo verlo. No tenemos mucho tiempo. Naomí, ¿puedes llamarle a Roma y concertar una cita para pasado mañana? No, espera. Será domingo. Hazla para el lunes. Y cuando llames, si él no está allí, le dices a su hija que yo iré y lo hallaré donde se encuentre. No aceptaré un no por respuesta.

– Considéralo hecho, Steven.

Randall se sintió cansado y repentinamente decaído de espíritu.

– Gracias, Naomí, y ya que vas a andar en eso, podrías de una vez concertarme citas para después con Aubert en París y con Hennig en Maguncia. Debo ver a toda la gente clave que está involucrada en esta Biblia lo antes posible. Puedo hacerme de tiempo para eso ahora, trabajando por las noches. Además, me gustaría mantenerme tan ocupado como sea posible.

Hubo un breve silencio al otro extremo, y luego escuchó la voz de Naomí de nuevo, menos impersonal.

– ¿Estoy detectando una nota, la más ligera, de… de autocompasión en tu tono de voz?

– Sí. Finalmente me agarró. He estado bebiendo y sintiendo un poco de pena por mí mismo. Supongo… no lo sé… que nunca me he sentido tan solo como me siento esta noche.

– Pensé que Petronio y Santiago te tenían ocupado. Pueden ser buenos amigos.

– Pueden serlo, Naomí. Ya me han ayudado. Pero tendré que darles más tiempo.

– ¿Dónde está Darlene?

– Rompimos. Se vuelve a casa definitivamente.

– Ya veo -hubo una larga pausa antes de que Naomí hablara de nuevo-. ¿Sabes?, detesto que alguien esté solo. Yo sé lo que es eso. Yo puedo sobrellevarlo, pero no puedo sufrirlo en otra persona. Especialmente en alguien a quien le tengo afecto -hubo una segunda pausa, y luego Naomí dijo-: ¿Querrías compañía, Steven? Puedo pasar la noche contigo, si tú quieres.

– Sí, eso ayudaría.

– Sólo esta noche. Nunca más. Sólo porque no quiero que estés solo.

– Baja, Naomí.

– Allá voy. Pero sólo porque no quiero que estés solo.

– Estaré esperándote.

Randall colgó el teléfono y comenzó a desvestirse.

No tenía idea de por qué estaba haciendo esto. Naomí nunca lo sabría, pero hacer el amor con ella era como… como estar solo.

Sin embargo, él necesitaba a alguien, algo, quien fuera, lo que fuera… sólo por ahora, por este fugaz ahora, antes de que se aproximara a la verdadera pasión y a la plena revelación de la Palabra en Roma.

V

Resulta que no fue en Roma sino en Milán donde Steven Randall iba a reunirse, ya avanzada la mañana del lunes, cálida y húmeda, con el profesor Augusto Monti.

Tres días antes, el viernes, en Amsterdam, Randall se había despertado muy temprano a causa de los ruidos que hacía Naomí al vestirse y salir de su suite. Recordando todo lo que tenía que hacer, Randall tampoco se quedó en la cama. Después de un ligero desayuno había comprobado que la puerta de Darlene estaba todavía firmemente cerrada y, con su portafolio en la mano, se dirigió hacia el vestíbulo del «Hotel Amstel» para reservar los boletos del jet de Amsterdam a Kansas City. En un sobre cerrado le dejó a Darlene una nota de despedida y algo de dinero para gastos imprevistos, y explicó al conserje que quería que se le enviara al cuarto de ella junto con sus boletos, cuando estuvieran listos.

Después de eso, y aun cuando la diferencia de tiempo implicara despertar a su abogado, Randall pidió una comunicación telefónica trasatlántica con Thad Crawford. Habían hablado largamente. Randall le repitió su conversación con Bárbara, y Crawford pareció claramente aliviado porque Randall no iba a oponerse a la demanda de divorcio de su esposa. Habían discutido las condiciones para un arreglo razonable. Resuelta la cuestión conyugal, analizaron el asunto de Cosmos. Se habían realizado varios arreglos con Ogden Towery, y pronto estarían redactados los documentos definitivos. En cuanto al molesto asunto de abandonar la cuenta del Instituto Raker, Jim McLoughlin todavía no había sido localizado ni había respondido a ningún mensaje.

A las diez de la mañana, Randall se había presentado en la Zaal F, su oficina del «Hotel Krasnapolsky», con su preciado portafolio. Aquella mañana no había habido caminata por Amsterdam. Había permitido que Theo lo condujera directamente a la entrada del «Kras». Todavía tenía presente el intento de asalto de la noche anterior, y había llamado a su secretaria para dictarle un memorándum al respecto. Los ojos de Lori Cook se habían agrandado mientras anotaba los detalles del ataque. Randall le había dado instrucciones de que se cerciorara que el inspector Heldering recibiera la nota, enviándoles copias a los cinco editores.

Hecho esto, Randall había decidido devolver las pruebas del Nuevo Testamento Internacional al doctor Deichhardt, tal como le había prometido. Mientras se preparaba para salir de su oficina, había recibido una llamada de Naomí, quien le dijo que tenía que verlo inmediatamente en relación con sus próximas reuniones con el profesor Monti, el profesor Aubert y Herr Hennig, y que ya iba en camino con las notas.

Randall había vuelto a llamar a Lori y le había dado las pruebas.

– Ponga este libro en un sobre de papel manila. No se lo enseñe a nadie. Entréguelo personalmente al doctor Deichhardt. No se lo deje a la secretaria. Y usted no se deje secuestrar.

Minutos después de que Lori salió cojeando de la oficina, Naomí llegaba con las noticias.

No había habido problemas para concertar las citas de Randall con Aubert en París y Hennig en Maguncia.

– Son gente extraña, esos Monti -dijo Naomí-. Ángela, la hija mayor del profesor, recibió mi llamada. Me parece que hace de secretaria de su pana, y admitió que éste había vuelto a Italia. En cuanto a recibir a alguien de Resurrección Dos, me aseguró que por ahora estaba comprometido y trató de posponerlo. Pero yo insistí. Le expliqué que era imperativo que nuestro director de publicidad obtuviera material más abundante acerca del profesor. Monti. Le hablé de ti, Steven, v de cómo te parecía que la personalidad más importante para la promoción sería precisamente la del profesor Monti. Incluso le dije que sacaríamos a la luz la publicación dentro de unas semanas y que no podía haber dilaciones. Ella siguió con vaguedades sin precisar fecha, y entonces la amenacé. Le dije que tú irías a Roma la próxima semana y que te instalarías a la puerta del profesor Monti hasta que lograras verlo. Eso funcionó. Ella cedió v me prometió que su papá te vería. Pero no en Roma. El profesor andaba viajando de Roma a Milán, por carretera, atendiendo algún asunto privado, pero hallaría tiempo para verte el lunes por la mañana en Milán. Le dije que estarías hospedado en el «Hotel Principe amp; Savoia» y quedamos en que el profesor Monti estaría en tu suite a las once de la mañana.

Y ahí estaba Steven Randall, en la pequeña salita de espera, recargada de muebles, de la suite 757 del elegante «Hotel Principe amp; Savoia», de Milán, cinco minutos antes de las once, el lunes en la mañana.

Randall sacó la grabadora de cassette miniatura de su maleta y comprobó que funcionaba debidamente; después la puso encima del aparato de televisión y fue hacia la ventana. Oprimió un botón y las persianas se alzaron eléctricamente, descubriendo la ventana y la Piazza della Repubblica, que estaba abajo. La zona, más allá de la entrada de coches, de los prados y los árboles, estaba tranquila y casi desierta bajo el calor de la avanzada mañana. Randall pensó en lo que preguntaría al profesor Monti, y le pidió a Dios que el arqueólogo fuera un sujeto interesante y que su inglés resultara comprensible.

Una serie de toques breves y precisos a la puerta hizo que Randall se volviera rápido. El profesor Monti llegaba a la hora. Buena señal.

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