– Mierda -dijo ella disparatadamente. Estaba enojada y lo estaba demostrando, algo que nunca había osado hacer frente a él-. No me engañes, Steven, como engañas a todo el mundo. Puedo ver a través de ti. Es lo que yo dije. No piensas que yo sea lo suficientemente buena para la gran cosa que tú eres. Pues te voy a decir algo. Muchos hombres se arrastrarían por casarse conmigo. Muchos me lo han pedido. Cuando Roy fue hasta el barco para despedirme… Roy Ingram, ¿lo recuerdas?…, viajó desde Kansas City para rogarme que me casara con él. Tú lo sabes, y sabes que lo rechacé. Te estaba siendo fiel a ti. Así que si era lo bastante buena para Roy, ¿por qué diablos no lo soy para ti?
– Maldita sea, ser lo bastante bueno no tiene nada que ver con esto. ¿Cuántas veces he de decírtelo? Ser el uno para el otro es lo que importa. Yo no soy la persona adecuada para ti, y quizá Roy sí lo es. Tú no eres adecuada para mí, pero tal vez lo seas para Roy.
– Tal vez vaya a averiguarlo -dijo ella en voz alta, comenzando a abotonarse la blusa-. Tal vez vaya a averiguar si Roy es adecuado para mí.
– Haz lo que quieras, Darlene. No voy a interponerme en tu camino.
Ella afrontó su mirada calmadamente.
– Steven, te estoy dando una última oportunidad. Ya estoy harta de andar puteando contigo. Soy una buena muchacha y quiero ser tratada con respeto. Si estás preparado para hacer eso, para hacer lo que deberías, me quedaré. De otra manera, te dejaré en este instante, en este mismo instante, y tomaré el primer avión que salga de aquí, y no regresaré jamás. Nunca volverás a verme. Depende de ti.
Randall se sintió tentado. Estuvo a punto de atraerla hacia sí, de ir y tomarla bruscamente entre sus brazos, apretándola hasta hacerle daño. La deseaba. Y no quería quedarse solo. Sin embargo, se contuvo. El precio que Darlene se había fijado era demasiado alto. Otro matrimonio miserable. Sencillamente no podía encararlo. En especial ahora que estaba buscando a tientas un camino, un sendero que lo conduciría a un lugar mejor. Darlene no era el camino. Darlene era un callejón sin salida. Peor aún, viéndola como era, viéndola como un ser humano joven con toda una vida por delante, él sabía que destruiría esa vida, la destruiría por falta de amor y comunicación. Era imposible. Unidos, serían víctimas; él de suicidio y ella de asesinato.
– Lo siento, Darlene -dijo él-. No puedo hacer lo que tú quieres.
Destellos de cólera distorsionaron el joven rostro de la muchacha.
– Está bien, inútil bastardo infame; ya no me volverás a tocar jamás. Me voy a mi habitación a empacar. Puedes hacerme la reserva del vuelo, y puedes pagar el pasaje. Diles que recogeré el boleto en la administración por la mañana.
Él empezó a seguirla hacia el pasillo de entrada.
– Si estás segura de que eso es lo que quieres… -dijo él débilmente.
– Estoy segura -dijo ella girando sobre sí- de que quiero un boleto de ida para Kansas City, ¿me oíste? ¡Y no vuelvas a acercárteme jamás!
Salió dando un portazo.
Pasado un rato, Randall fue a prepararse un trago fuerte y a ver si podía atender más trabajo esa noche.
Una hora y tres tragos después, Randall estaba todavía demasiado absorto en sus labores para sentir autocompasión.
Había revisado los expedientes de papel manila que contenían las entrevistas y el material con antecedentes acerca del doctor Bernard Jeffries, experto en traducción, en juicio crítico de textos y en papirología; acerca del profesor Henri Aubert, experto en radiocarbono; acerca de Herr Karl Hennig, experto en formato e impresión de libros. Había dejado la última carpeta hasta que pudiera releer las traducciones del pergamino de Petronio y el Evangelio según Santiago una vez más. Había releído los textos que estaban en las páginas de prueba, y con los descubrimientos se había estremecido esta vez tanto como antes. Ahora estaba ansioso y listo para indagar lo que pudiera acerca del descubridor.
Tomó el último expediente suministrado por su personal de publicidad. Éste contenía los derechos acerca del arqueólogo, profesor Augusto Monti.
Randall abrió la carpeta del papel manila. Adentro, para su sorpresa, no había más que cinco cuartillas mecanografiadas, unidas por un clip. Rápidamente, Randall leyó las cinco cuartillas.
Había una insípida biografía del profesor Monti. Sesenta y cuatro años de edad. Viudo. Dos hijas, Ángela y Claretta; una de ellas casada. El historial académico del arqueólogo, los cargos que había desempeñado, sus premios. Actualmente, director del Istituto di Archeologia Cristiana, profesor de Arqueología en la Universidad de Roma. Una lista de varias excavaciones realizadas en Italia y en el Medio Oriente, en las cuales Monti había participado o que había supervisado. Finalmente, dos cuartillas, atestadas de datos y abstrusos términos técnicos arqueológicos, dedicadas a la excavación en Ostia Antica hacía seis años. Punto.
¿Era éste un expediente de publicidad?
Randall no lo podía creer. El profesor Monti había hecho uno de los más trascendentales descubrimientos en la historia del mundo, y todo lo que se reflejaba de esto era alguna información que resultaba tan emocionante como un horario de ferrocarriles.
Frustrado, Randall terminó su escocés y se estiró para alcanzar el teléfono.
Era casi la una de la mañana. Le habían dicho que Wheeler siempre trabajaba hasta tarde. Valía la pena el intento de llamar al editor, decidió Randall, aunque lo despertara. Monti era la personalidad clave para hacerle publicidad en la promoción del Nuevo Testamento Internacional. Randall tenía que conocer la razón de esa ausencia de informes, y por cuáles medios podía obtener más información de inmediato.
Telefoneó a la suite de Wheeler y esperó.
Una voz femenina contestó. Randall reconoció la voz. Pertenecía a Naomí Dunn.
– Habla Steven -dijo-. Quería hablar con George Wheeler.
– Salió de la ciudad -respondió Naomí-. He estado recogiendo algunos papeles que había tirados en su habitación. ¿Se trata de algo en lo que yo pueda ayudarte?
– Tal vez puedas. Leí lo de Petronio y lo de Santiago esta noche, por primera vez. Fabuloso. Me sacudió bien y bonitamente.
– Así me lo esperaba.
– Estaba yo tan entusiasmado por el descubrimiento que traté de encontrar al genio responsable; es decir, al profesor Monti. Sucede que tengo su expediente conmigo. Acabo de leerlo. Casi nada. Endeble. No le da color al hombre. No hay detalles acerca del descubrimiento…
– Estoy segura de que el señor Wheeler y el señor Gayda pueden suministrártelos.
– No es suficiente, Naomí. Lo que yo quiero debe provenir directamente del corazón y las entrañas del propio arqueólogo. Cómo dio con el sitio donde había que buscar. Qué estaba buscando. Cómo se sintió cuando encontró lo que encontró. Y no solamente qué hizo, sino qué estaba ocurriendo en su interior antes, durante y después del hallazgo. Ésta es una historia fantástica y no podemos inflarla.
– Tienes razón -dijo Naomí-. ¿Qué sugieres que hagamos al respecto?
– Para comenzar, ¿alguien que pertenezca a este proyecto ha entrevistado personalmente alguna vez al profesor Monti?
– Déjame pensar. Al principio algunos de los editores; y luego los cinco se reunieron con él varias veces, en Roma, después de que arrendaron del Gobierno italiano los derechos a los papiros y el fragmento. No han tenido motivos para verse con el profesor Monti recientemente. Sin embargo, recuerdo algo. Cuando el personal de publicidad fue aceptado, antes de que tú fueras contratado para dirigirlo, una de las muchachas del equipo, Jessica Taylor, pensó que debía conocer a Monti para obtener más material. Además, Edlund trató de concertar una cita para ir a Roma y tomar algunas fotos de él. Ninguno de los dos llegó a verlo. En ambas ocasiones, Monti se hallaba en algún remoto lugar, representando al Gobierno italiano en diversas excavaciones. Una de sus hijas le dijo a Jessica, y más tarde a Edlund, que ella le avisaría cuando su padre regresara a Roma. Pero me temo que nunca hemos tenido noticas de ella.