Randall continuó con los hechos esenciales.
Revelándole cómo Lebrun, motivado por alguna inexplicable amargura hacia la Iglesia, se había convertido en un experto en el conocimiento del Nuevo Testamento, Randall habló de las décadas que Lebrun había pasado preparando su infalible falsificación. Luego, Randall habló de la manera en que Lebrun se las había arreglado para que el profesor Monti hiciera su descubrimiento.
– Lamento tener que informarle de esto, George -concluyó Randall compasivamente, comprendiendo que el editor debía estar atravesando por un estado próximo al suicidio-. Pero yo sabía que usted y el doctor Deichhardt y los demás querrían conocer la verdad.
Esperó la respuesta de Wheeler. No la hubo. La línea de Amsterdam a Roma estaba muda.
– George -dijo Randall-, ¿qué va usted a hacer?
La voz de Wheeler, quebrada por la ira, cruzó la línea. En su intensidad era salvaje.
– Sé qué es lo que debería hacer. Debería despedirlo a usted, así como debí haberlo hecho antes -hizo una pausa-. Debería destituirlo en este preciso instante por ser el maldito idiota que es usted. Pero no lo haré. El tiempo nos apremia. Lo necesitamos. En cuanto al resto de ese disparate, usted recuperará el buen sentido pronto, una vez que se dé cuenta de cómo De Vroome le ha tomado el pelo.
El capitán hundiéndose con su barco, pensó Randall. Era lo último que hubiera esperado.
– George, ¿no me escuchó? A pesar de todo lo que usted tiene en juego, ¿no le resulta claro que todo el asunto es un fraude… un engaño perpetrado por un genio pervertido? Sé cuán grande es la pérdida que representa para usted echar por la borda todo el proyecto. Pero piense en la pérdida del buen crédito (y de dinero) si usted publica la Biblia y la desenmascaran después de haberla lanzado.
– ¡No hay nada que desenmascarar, grandísimo idiota! De Vroome hizo una dramatización de todo el asunto para ganárselo a usted, para utilizarlo con el propósito de que sembrara el pánico y provocara la disensión entre nosotros.
– Vaya con De Vroome. Él se lo confirmará.
– Yo no dignificaría la dualidad de ese hijo de puta. A usted lo han embaucado con un truco… con una vil mentira. Sea lo bastante hombre para admitirlo. Entre en razón y vuelva a su trabajo, mientras estamos con ánimos.
Randall trató de contenerse.
– ¿De veras no lo cree usted?
– No creo una jota. Algún psicópata mentiroso a quien De Vroome le paga un sueldo… ¿espera usted que yo crea en él?
– Está bien, no tiene usted que creer -dijo Randall, luchando por sostener un tono razonable-; no tiene que creer, hasta tanto yo tenga la prueba para mostrársela.
– ¿Cuál prueba?
– Lebrun me va a entregar la prueba de su falsificación pasado mañana (el lunes por la tarde), aquí abajo, en el Café Doney.
Fue como si Wheeler no lo hubiera escuchado. De pronto, estaba hablando otra vez, su ira reprimida, su táctica modificada. Se estaba dirigiendo a Randall en un tono que era casi conciliatorio, tal como lo haría un padre que estuviera reprendiendo a un hijo que estuviera equivocado.
– Déjeme decirle algo, Steven. Yo soy un hombre temeroso de Dios, usted lo sabe. He aceptado a Jesús como mi Salvador personal. Pienso mucho en Nuestro Señor y en lo que Él puede hacer por nosotros. No obstante, siempre he sentido, dentro de mi corazón, que si Jesucristo retornara a la Tierra, tal como lo ha hecho ahora por la gracia y el milagro del evangelio de Su hermano, siempre habría alguien urdiendo el modo de traicionar a Nuestro Señor una segunda vez por otras treinta monedas de plata. Ese Robert Lebrun está enfermo y es un enemigo de Cristo; eso es lo que es. Si Cristo se sentara con nosotros, se sentiría inspirado para decir una vez más: «Uno de vosotros habrá de traicionarme», y cuando se le preguntara quién podría ser ése, Nuestro Señor diría de nuevo: «Es aquel a quien le daré el pan una vez que lo haya remojado.» Y Cristo remojaría el pan y se lo daría a Robert Lebrun… y quizás a De Vroome y también a usted.
Era extraño, pensó Randall, escuchar la representación de Cristo y Sus palabras de la Última Cena en boca de la persona de un comerciante y editor norteamericano de Biblias a través de una llamada de larga distancia desde Amsterdam.
– Steven, siga mi consejo -estaba prosiguiendo Wheeler-, no se haga partícipe de esa traición vulgar. El verdadero Cristo está entre nosotros. Déjelo vivir. No permita que Lebrun sea Su Judas del siglo xx. Y usted, Steven, no sea Su Pilatos. No vuelva a preguntar cuál es la verdad… cuando nosotros la tenemos.
– Pero, ¿y si Lebrun tiene la verdad? ¿Y si se presenta conmigo el lunes…?
– Él no irá a usted, Steven -dijo llanamente el editor-, ni el lunes ni nunca. Tenemos de nuestra parte la autoridad de los más respetados estudiosos bíblicos del mundo. ¿Y usted… qué tiene usted? La patraña de un ex convicto demente que salió a asesinar a Dios y a su Hijo. Piense acerca de eso, Steven.
Wheeler colgó estrepitosamente el teléfono, y entonces Randall hizo lo que su patrón le había ordenado que hiciera. Pensó acerca de ello.
Y en lo que pensó fue en casi la última cosa que Wheeler había dicho: ¿Y usted… qué tiene usted? La patraña de un ex convicto demente…
Ex convicto.
¿Cómo sabía Wheeler que Robert Lebrun había sido un convicto? Randall había tenido cuidado, mucho cuidado, de no mencionarlo, de no hablar una sola palabra acerca del pasado de Lebrun.
Sin embargo, Wheeler sabía que Robert Lebrun era un ex convicto.
Era extrañamente ominoso y Randall se estremeció, y por un momento, ese momento, tuvo el presentimiento de algo que no le era conocido y que, por lo tanto, podría ser malo.
XI
Estaba ya avanzada la tarde de ese lunes, por fin. Era un día cálido, mas no ardiente, y el sol ya estaba bajo. Steven Randall se encontraba sentado en el Café Doney, en la Via Veneto, esperando a Robert Lebrun.
Distraídamente, Randall jugueteaba con la copa de Campari que aún no había probado y que se encontraba en la mesa frente a él. Su cabeza volteaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, como si estuviera contemplando un partido de tenis, mientras inspeccionaba la incesante corriente de peatones que iban y venían por la acera, entre las hileras de mesas.
Estar tan intensamente a la expectativa resultaba agotador, y Randall se dijo a sí mismo que Lebrun llegaría a la hora que había prometido llegar, y trató de relajarse. Se masajeó la nuca, estando sus músculos tensos como cables, y se permitió el pequeño lujo de dejar que su mente divagara.
La marcha del tiempo, desde la partida de Lebrun el sábado por la noche hasta esta hora de su reunión, ya bien entrada la tarde del lunes, pudo haber sido intolerable, de no ser porque Randall se había propuesto ocupar casi todo su tiempo con trabajo; aunque era verdad que no había trabajado el sábado por la roche. Después de despedir a Lebrun, pero especialmente después del conflicto que tuvo con George L. Wheeler por teléfono, había estado demasiado agitado para hacer algo de significación. En cambio, había comido un bocadillo en su habitación, meditando acerca del futuro inmediato. ¿Qué sucedería si (a pesar de la burla de Wheeler en cuanto a la posibilidad de una falsificación) Lebrun entregaba la prueba contundente del fraude? ¿Cuál sería el siguiente paso de Randall? ¿Se presentaría ante Wheeler y Deichhardt y los otros editores y les mostraría la evidencia, obligándolos a aceptar lo que ya no podrían negar? Por otra parte, ¿qué pasaría si ellos rechazaran arbitrariamente la verdad? ¿Qué sucedería entonces? Era poco probable que ignoraran una prueba genuina de la falsificación; pero, ¿y si lo hicieran?
Había otras alternativas que Randall ya había estudiado cuidadosamente, contemplándolas como posibilidades. Lo único que no había podido prever era lo que habría en todo esto para él, excepción hecha de la satisfacción de haber descubierto la verdad. Una satisfacción sombría, esa perspectiva de una verdad acompañada por la destrucción de su renovada fe; pero sombría o no, de alguna manera le daría a su propio yo una nueva dimensión.