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– Wanda -dijo-, están anunciando mi vuelo por última vez. Tengo que correr.

– ¿Qué le digo a Wheeler?

– Dígale que… que no me ha podido localizar todavía.

– ¿Nada más?

– Nada más, hasta en tanto sepa yo qué es lo que me espera en Chicago y Oak City.

– Espero que todo marche bien, jefe.

– Ya veremos. La llamaré mañana.

Randall colgó, y aún intrigado y vagamente inquieto por la llamada de Wanda, se dio prisa para abordar su avión.

Llevaban en el aire casi dos horas, y hacía largo rato que Randall había puesto al señor Wheeler, a su nueva Biblia y a su enigmática Segunda Resurrección fuera de sus pensamientos.

– Estamos a punto de aterrizar -le recordó la azafata-. Tenga la bondad de apretar su cinturón de seguridad, señor… señor Randall.

La joven había titubeado al llamarle por su nombre, como si tratara de recordar si lo había escuchado antes y si se trataba de Alguien Importante. Era una chica de grandes senos, de belleza tejana, con una sonrisa estampada, y él supuso que sin ese uniforme podría tener su chiste, a menos que fuera una de esas chicas que a los dos tragos le dice a uno que en realidad es una persona muy seria y que no acostumbra salir con hombres casados y que recién ha comenzado a leer a Dostoyevski. Probablemente otra Darlene, se dijo a sí mismo. Pero no; Darlene estaba leyendo a Gibrán Jalil Gibrán cuando él la había conocido hacía año y medio, y hasta donde él sabía ella no había leído ninguna otra cosa desde entonces.

Estuvo tentado de decirle a la azafata que él era Alguien, aunque tenía la certeza de que no era de la clase de Alguien para ella, y además, eso no importaba, no esa noche; especialmente no esa noche.

En respuesta a la chica hizo con la cabeza un signo afirmativo y empezó a apretar obedientemente su cinturón de seguridad.

No, a él no se le consideraba un Alguien, reflexionó, excepto por ciertas personas que querían convertirse en celebridades o continuar siéndolo, y por gente poderosa que tenía un producto o hasta un país al cual promover. Su nombre, Steven R. Randall, raramente aparecía en la Prensa o era mencionado en la televisión, y su fotografía nunca aparecería en ninguna parte. El público sólo veía lo que él quería que viera, mientras él permanecía oculto. Y no le preocupaba continuar así (aun con las azafatas), porque él era importante en lo que importaba, y la gente que importaba lo sabía.

Esa mañana, por ejemplo, se había enfrentado al fin, cara a cara, con Ogden Towery III, alguien que importaba y que sabía que Steven Randall era importante… tanto como un par de millones de dólares. Habían llegado a los arreglos finales para la incorporación de la firma Randall y Asociados, Relaciones Públicas, al conglomerado internacional de Towery, Cosmos Enterprises. Habían tratado de igual a igual en todos los puntos… Bueno, en todos menos uno.

Ese solo compromiso (Randall trataba de suavizar su capitulación llamándolo compromiso) todavía le hacía sentirse incómodo, avergonzado inclusive. De todos modos, la entrevista de esa mañana había sido un precoz comienzo del que prometía ser uno de los días más miserables de su vida. Y él se sentía miserable porque, con todo lo importante que pudiera ser, se contemplaba absolutamente indefenso ante su propia vida y ante lo que le esperaba al final de ese vuelo.

Para terminar con esa introspección, Randall trató de enfocar su atención hacia la actividad dentro del avión. La azafata, sin faja, lindo trasero, volvía a la parte delantera de la cabina, administrando cordialidad entre aquellos otros cuerpos, presos también por los cinturones de seguridad. Reflexionó acerca de aquellos otros seres. Parecían moderadamente felices, y se preguntó si podrían detectar que él no lo era. Inmediatamente se sintió agradecido por su anonimato, pues no se sentía de humor para hablar con nadie. De hecho, no se sentía con ánimo para reunirse con Clare, su hermana menor, que le estaría esperando en el Aeropuerto O'Hare, llorosa y lista para conducirle en auto de Chicago a Wisconsin y Oak City, cruzando la línea limítrofe estatal.

Sintió que el avión se inclinaba y descendía, y comprendió que estaba casi llegando a casa.

A casa, literalmente. Había venido a casa para quedarse un tiempo; no iba meramente de paso, sino que había vuelto después de haber estado fuera (¿cuánto tiempo?) dos, tal vez tres años desde su última visita. El punto final de su corto vuelo desde Nueva York. El comienzo del fin del pasado. Iba a ser duro; llegar a casa. Esperaba que su estancia pudiera ser breve y misericordiosa.

La azafata se puso de pie en el pasillo junto a él.

– Estamos aterrizando -dijo ella. Se veía aliviada, y más humana, menos de plástico, un ente terrenal con pensamientos terrenales-. Perdone, pero he estado tratando de decirle… su nombre me es conocido. ¿No lo he visto en los periódicos?

Una coleccionista de Alguienes, después de todo, pensó Randall.

– Siento decepcionarla -respondió él-. La última vez que aparecí en los periódicos fue en la columna de «Avisos de Nacimientos».

La muchacha le ofreció una sonrisa que denotaba bochorno.

– Bueno, espero que haya tenido un vuelo placentero, señor Randall.

– Espléndido, sencillamente -dijo Steven Randall.

Realmente espléndido. A ochenta kilómetros de allí su padre yacía en estado de coma. Y por primera vez desde que alcanzara el éxito (aunque seguramente ya le había ocurrido antes en años recientes), Randall comprendió que el dinero no podía sacarle de todos sus líos ni resolverle cualquier problema, como tampoco podía ya salvar su matrimonio o ayudarle a conciliar el sueño a las tres de la madrugada.

Su padre le había dicho: «Hijo, el dinero no lo es todo», al tiempo que tomaba el dinero de manos de su hijo. Su padre le había dicho también: «Dios lo es todo», mientras volvía la vista hacia Dios y Le entregaba su amor. Su padre, el reverendo Nathan Randall, se dedicaba al negocio de Dios. Y las órdenes que recibía provenían del Gran Conglomerado Celestial.

No era justo; no, no lo era.

Randall miró, a través de la ventanilla del avión, salpicada por la lluvia, el paisaje de edificios fantásticamente iluminados por las luces del aeropuerto.

«Okey, papá -pensó-, así que el dinero no puede sacarte a ti y a mamá de ésta. Así que ahora la cosa va estrictamente entre tu Hacedor y tú. Pero sé franco conmigo, papá: si estás hablando con Él, ¿crees que te esté escuchando?»

Luego, comprendió de nuevo que esto también era injusto; una vieja y tardía amargura de la infancia. El recuerdo de que él siempre había competido contra el Todopoderoso, sin éxito, por el amor de su padre. Y, claro, nunca había sido rival… Le sorprendía ahora que aún se inflamaran en él esos extraños celos pseudofraternales. Era una blasfemia (evocó la anticuada frase de sermón con olor a azufre) en una noche de crisis.

Y también era una equivocación; él estaba equivocado. Porque su padre y él habían pasado buenos ratos juntos. Inmediatamente pudo conjurar con más justeza al agobiado anciano… aquel necio, impráctico, cálido, maravilloso, decente, dogmático, malorientado, dulce anciano, su anciano padre; y de repente le amó más que nunca.

Y entonces deseó llorar, aunque eso parecía imposible. Allí estaba… el gran hombre de la gran vida en la gran ciudad, de traje hecho a la medida, zapatos italianos, uñas manicuradas, tarjetas de crédito, vinos, mujeres, autos de lujo, aduladores y las mejores mesas reservadas… un sofisticado, mundano, saciado, endurecido hacedor de imágenes publicitarias que quería llorar como el chicuelo aquél de Oak City.

– Hemos llegado a Chicago -anunciaba la voz de la azafata-. Por favor, revisen sus pertenencias personales. Tengan la amabilidad de bajar del avión por la puerta delantera.

Randall se sonó la nariz, tomó su maletín de cuero, trémulo se levantó del asiento y tranquilamente echó a andar hacia la salida que le conducía al hogar y a cualquier cosa que el porvenir le reservara.

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