Ella se durmió con ese dulce rostro suyo, tan querido y tranquilo, sobre el pecho de él.
Amodorrado, él trató de pensar, todavía caliente por la entrega de ella y de su carne. Había habido muchas, pero ninguna como ésta. Bárbara no, por supuesto que no. Él la recordaba esta noche con amabilidad y afecto, y reconocía ahora que sus encuentros mecánicos y sin amor habían sido tanto fracaso suyo como de ella. Darlene tampoco; ni todas las Darlenes anteriores a Darlene, con sus inanimados receptáculos, o con sus acrobacias de geisha experta. Tampoco Naomí, ni las muchas Naomíes anteriores a Naomí, con sus servicios limitados, sus números especiales, sus trucos y sus provocaciones.
Nunca, en las muchas noches de una vida con tantos años de adulto, había dado ni tomado, proporcionado ni recibido un orgasmo nacido y producido enteramente del amor; ni una sola vez, hasta esta noche, en esta cama, con esta mujer, en Amsterdam. Tenía ganas de llorar. ¿Por los años desperdiciados? ¿Por la alegría final? ¿Por los millones de otros seres del mundo que vivían y morirían sin conocer esta unidad total?
Randall besó amorosamente a Ángela en la mejilla, hundió profundamente su cabeza en la almohada, cerró los pesados párpados y él también acabó por dormirse.
Cuando recobró la conciencia se dio cuenta de que una campana remota lo llamaba. Hizo un esfuerzo por despertarse, vio a Ángela junto a él, todavía perdida en el sueño, y a través de las persianas que estaban más allá se percató del clarear gris de la mañana.
El sonido era persistente y se hacía más fuerte. Se dio una vuelta hacia la mesa de noche y vio que las manecillas de su reloj de viaje señalaban las seis y veinte de la mañana. Comprendió entonces que el sonido de campanas provenía del teléfono que estaba junto al reloj.
Aturdido manoseó buscando el auricular, logró levantarlo del aparato y se la llevó a la boca y el oído.
– Hola, ¿quién habla? -preguntó rápidamente.
– ¿Steven? Habla George Wheeler -anunció desde el otro extremo una voz apagada, pero perfectamente despierta-. Lamento despertarlo así, pero no tuve más remedio. ¿Está despierto? ¿Me oye?
– Estoy bien despierto, George.
– Escuche. Es importante. Quiero que vaya al «Hospital de la Vrije Universiteit»… el hospital principal de Amsterdam, el de la Universidad Libre. Necesito que esté allí dentro de una hora, a las siete treinta a más tardar. ¿Tiene un lápiz? Será mejor que lo anote.
– Un segundo -Randall localizó un lápiz y un bloc de notas que el hotel había puesto sobre la mesa-. Ya lo tengo.
– Apunte: «Hospital de la Vrije Universiteit». La dirección es 1115 Boelelaan. Está en Buitenveldert (un barrio nuevo de la ciudad), el taxista lo debe conocer. Pida al hotel que le busquen un taxi. Cuando esté dentro del hospital, diga a la empleada de informes que quiere que lo lleven al cuarto de Lori Cook en el cuarto piso. Allí estaré yo. Allí estaremos todos.
– Espere, George. ¿Qué diablos está pasando?
– Ya lo verá. No podemos discutirlo por teléfono. Baste que le diga que ha ocurrido algo absolutamente extraordinario. Y lo necesitamos a usted allí…
VI
El taxi en el que viajaba Randall, un «Simca», abandonó la ciudad y entró en la amplia calzada llamada Rooseveltlaan; ahí aceleró la marcha, pasando velozmente junto a praderas y bosques, y no la disminuyó hasta que tomó por Boelelaan y se acercó al hospital. Randall había ofrecido al chófer diez florines de más si lograba llegar al hospital antes de las siete y media; y el chófer se había propuesto recibir esa propina.
Ahora, desde la ventanilla del «Simca», Randall podía observar las enormes instalaciones de lo que parecía ser el conjunto de edificios de un hospital recientemente construido. El taxi entró a la vía de acceso bordeada por un lecho de flores, cuyos colores eran los únicos visibles en aquella temprana mañana nublada.
El «Simca» patinó al frenar frente a la estructura de siete pisos. En el toldo de madera de la entrada estaban escritas estas palabras: «ACADEMISCH ZIEKENHUIS DER VRIJE UNIVERSITEIT.»
– ¡Seis minutos antes de la hora señalada! -exclamó el chófer con satisfacción.
Randall pagó agradecidamente el costo del viaje, agregando los diez florines prometidos.
Aún desconcertado por el suceso «absolutamente extraordinario» que había exigido su presencia en este lugar, Randall subió apresuradamente los escalones de piedra del hospital. Cruzó la puerta giratoria y se encontró en un vestíbulo de techo bajo, donde había una tienda en la que vendían tabaco, dulces y galletas, cerca de la cual se encontraba la mesa de información de la que Wheeler le había hablado. Detrás del mostrador estaba una recepcionista de edad madura.
En el momento mismo en que se dirigía al mostrador, la mujer holandesa le preguntó:
– ¿Es usted el señor Randall?
Después de que él asintió con la cabeza, ella agregó:
– Por favor, siéntese un momento. El señor Wheeler me llamó por teléfono para decirme que ahora mismo baja a recibirlo.
Demasiado impaciente para sentarse, Randall llenó de tabaco su pipa y la encendió. Luego se dispuso a contemplar el muro del vestíbulo, compuesto de mosaicos modernistas; una imagen representaba a Eva naciendo de la costilla de Adán; otra mostraba a Caín y Abel; otra más a Cristo curando a un niño. Cuando comenzaba a interesarse en los mosaicos, escuchó su nombre y se dio la vuelta. George L. Wheeler estaba limpiando sus lentes de arillos dorados y colocándoselos en el puente de la nariz, mientras se acercaba a él para saludarlo.
El editor pasó paternalmente un brazo sobre los hombros de Randall, y con su voz gutural de dromedario dijo alegremente:
– Me complace que haya regresado de su viaje a tiempo para esto, Steven. Me urgía que se enterara usted del asunto desde el principio, aun cuando todavía no pueda hacer uso de la historia. Tendremos que guardarla en secreto hasta que estemos seguros. Pero en el instante mismo en que los médicos nos den su visto bueno, podrá usted vociferarla a todo el mundo.
– George, ¿de qué me está hablando usted?
– Creí que ya se lo había dicho… pero tal parece que no. Se lo diré rápidamente mientras subimos.
Conduciendo a Randall hacia el ascensor, el editor bajó el tono de su voz, pero sin poder reprimir la emoción.
– Escuche esto -dijo-. Anoche, cuando salí a cenar ya tarde con Sir Trevor en el Dikker en Thijs (en realidad, el señor Gayda, nuestro editor italiano, a quien usted recuerda, y monseñor Riccardi eran nuestros anfitriones), recibí una llamada urgente de Naomí. En pocas palabras me pudo contar lo que había ocurrido, y me aconsejó que todos viniéramos de inmediato al hospital. Me pasé aquí toda la noche. Debe notarse en las ojeras que tengo.
– George -dijo Randall impacientemente-, por un demonio, ¿me quiere decir qué es lo que sucede?
– Lo siento; sí, claro.
Habían llegado a los ascensores, pero Wheeler apartó a Randall de las puertas corredizas.
– Todo parece indicar… la información sigue siendo escasa; existe mucha confusión… la chica esa que trabaja en su oficina, la que sabe mucho de arqueología… se me olvida su nombre…
Randall estuvo a punto de decir Ángela Monti, cuando se dio cuenta de que el editor aún no conocía a Ángela y que se refería a una de las colaboradoras de su personal de publicidad.
– ¿Se refiere a Jessica Taylor, la norteamericana…?
Wheeler asintió.
– Correcto; la señorita Taylor. Justo antes de la medianoche, Jessica Taylor recibió una incoherente y absurda llamada telefónica de Lori Cook, su secretaria, Steven, la coja, la que ha estado lisiada toda su vida. Sollozando, Lori le dijo a Jessica que había visto una aparición, y que se había hincado para rezarle pidiéndole que la curara y que pudiera volver a caminar normalmente… y le dijo que cuando la visión desapareció; ella se había puesto de pie, que su mal había desaparecido y que podía caminar como cualquiera…