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– Pero el papiro… -protestó Randall.

– El valor del documento y el futuro de usted, Monsieur, se decidirán mañana en una corte de la Galerie de la Sainte Chapelle, en el Palais de Justice.

XII

Por fin llegó la mañana, una nublada y horrible mañana parisiense, según se vislumbraba a través de la enrejada ventana de la celda, allá en lo alto.

Al menos, reflexionó Randall amargamente, sentado al borde del costal de paja que había sobre su catre y abotonándose la camisa limpia, al menos no lo habían tratado como a un vulgar delincuente.

Completamente despierto ya y descansado, a pesar del insomnio padecido durante la mayor parte de la noche que pasó en la aislada y desnuda celda del Dépôt, contiguo al Palais de Justice, Randall trató de analizar lo que le había ocurrido y de prever lo que estaba a punto de ocurrirle.

Todavía se hallaba estupefacto. Lo habían detenido por pasar de contrabando a Francia un objeto de valor, así como por agredir a un oficial; de eso no había duda. Después del loco episodio de la terminal aérea de Orly la noche anterior, lo habían metido en el panier à salade (así llaman a la «julia» los franceses, supuso) y lo habían transportado al conjunto de edificios conocido como Palais de Justice, que estaba en la Île de la Cité.

Lo habían hecho entrar apresuradamente a un edificio llamado el Petit Parquet. Allí, en una sala exageradamente iluminada, se había enfrentado a un francés serio y solemne que se había presentado como le substitut du procureur de la République… aterrador, hasta que el intérprete, que también estaba allí, le explicó que se trataba sencillamente del asistente del fiscal.

Había habido un breve interrogatorio y, finalmente, las acusaciones formales. Había cometido un outrage à fonctionnaire dans l'exercise de ses fonctions (un atentado contra un funcionario en el ejercicio de sus funciones, según le reveló el intérprete) y había intentado introducir en el país, sin declararlos, bienes valiosos. El substitut había firmado un documento que hacía oficial su detención.

Debido a circunstancias especiales (¿cuáles?, se preguntó) el Ministro del Interior había dispuesto que se viera su causa sin dilación. En la mañana comparecería ante un jugue d'instruction (un juez de instrucción) para una averiguación a fondo. Hasta entonces debería permanecer en el Dépôt del Palais, en calidad de detenido por breve plazo. Y una cosa más antes de su encarcelación: tenía el derecho de contratar a un abogado para la audiencia de mañana. ¿Deseaba telefonear a algún abogado, o a un amigo para que le buscara un defensor?

Randall lo había considerado. No conocía a ningún abogado en París. Se le ocurrió la idea de llamar a la Embajada de los Estados Unidos, pero la rechazó. Todo el incidente era tan humillante para él (y tan difícil de explicar que no quería correr el riesgo de exponerse a que algún arrogante compatriota propagara el chisme antes de que todos los hechos estuvieran esclarecidos. Pensó en Sam Halsey, de la Associated Press, en la Rue de Berri. Sin duda, Sam le podría proporcionar un defensor competente. Pero cualquier entusiasta de la oficina de Sam podía olfatear el problema de Randall y difundir a la Prensa una versión torcida e incompleta, que sólo lo haría parecer absurdo. Además, la idea misma de pedir consejo legal para una causa tan al vapor como aquélla (era fácil probar que el fragmento de papiro era una falsificación, y eso sería todo) parecía pretenciosa y ridícula.

Cuando Randall preguntó acerca de la necesidad del consejo legal, se le informó que la única intención era la de proporcionarle todas las garantías posibles. También se enteró de que si tomaba un abogado, su causa se retrasaría tres o cuatro días. Eso le había ayudado a tomar una decisión. Puesto que Resurección Dos se anunciaría al mundo dentro de cuarenta y ocho horas, no quería posponer su juicio y, por lo tanto, no quería un abogado. Se conformaría con hablar en defensa propia.

Resuelta la cuestión del abogado, Randall había tenido que salir bajo la llovizna nocturna, atravesar el patio, pasar la reja abierta del Palais de Justice y seguir por el Boulevard du Palais hasta la Préfecture de Police, donde lo llevaron a la sección de antropometría, le tomaron las impresiones digitales y lo fotografiaron (de frente y de perfil). Después lo habían interrogado nuevamente para saber si tenía antecedentes policíacos y conocer su versión de los hechos ocurridos en la terminal aérea de Orly.

Luego, dos agents de police habían vuelto a sacar a Randall a la lluvia, al patio del Palais de Justice y finalmente hasta el Dépôt, en un edificio contiguo al Palais. Lo habían encerrado en una celda (solitaria, porque no había más presos) que era cualquier cosa excepto confortable. Sin embargo, había dormido en lugares peores en algunas de sus sombrías noches de borrachera.

La celda del Dépôt, con su ventana enrejada y su resonante puerta de hierro que tenía una mirilla para los guardias, ofrecía comodidades tales como un catre con un colchón de paja, un lavamanos, con agua fría nada más, y un retrete que por sí solo echaba el chorro cada quince minutos. Además, le habían proporcionado algunos ejemplares atrasados de Paris Match y Lui, su pipa, un encendedor desechable y su paquete de tabaco. No le había interesado nada, excepto esta oportunidad de pensar, de resolver cómo podría llegar hasta De Vroome y Aubert y dar a conocer los hechos relativos a la falsificación, antes de que ocurriera el anuncio público del Nuevo Testamento Internacional, dentro de poco más que dos días.

No había podido pensar, porque el día había sido muy largo y emocionante; de Ostia Antica a Roma, a París y, finalmente, a esta celda del Dépôt. Pero tampoco había podido dormir bien, debido al exceso de fatiga y a las fantasmales imágenes que bailoteaban en su cerebro: Wheeler y los otros editores, y Ángela, y De Vroome, y siempre el recuerdo del viejo Robert Lebrun. En algún punto de aquella oscuridad había dormido un poco y a saltos, con sueños recurrentes que lo horripilaban, pero algo había dormido.

Llegó la mañana. El guardián había sido bastante amable con él; no podía quejarse. Probablemente porque se trataba de un caso especial (y aquella generosidad ciertamente no le había hecho daño), el guardián le había enviado jugo de fruta y dos huevos, además del habitual desayuno de la prisión, consistente de café negro y pan. Más aún, de la maleta de Randall había tomado la máquina de rasurar, el peine y una muda de calzoncillos, calcetines, camisa y corbata, y se los había llevado. Ya casi vestido, pudo al fin pensar…

Trató de recordar lo que le habían dicho que le esperaba esta mañana. ¿Un juicio o una audiencia? No podía recordar cuál de los dos. Había habido mucha confusión la noche anterior. Creía haber oído al asistente del fiscal hablar de una averiguación ante el juge d'instruction. ¿De qué demonios consistiría esa vista preliminar? Él recordaba que le habían dicho algo acerca de que el magistrado lo interrogaría a él y a los testigos. Había preguntado cuáles testigos. Bueno, existía una acusación de agresión y alteración de la paz pública, a la cual tendría que enfrentarse, pero eso era el delito menor. Lo más importante era el contrabando a Francia de un tesoro nacional de Italia. Recordaba haber gritado que no se trataba de un tesoro sino de una falsificación, de algo que no valía nada, de una farsa, de un engaño. Por lo tanto, le habían indicado que los testigos serían los expertos que determinarían la autenticidad y el valor del fragmento de papiro.

Para Randall, lo más confuso era el papel de De Vroome. El clérigo holandés se había presentado en Orly, tal como lo había prometido. Había ido a ayudar a Randall. Pero el imbécil aduanero se había empeñado en que la presencia de De Vroome obedecía a una llamada de las autoridades francesas. No tenía sentido.

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