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Randall levantó su equipaje y lo puso sobre la mesa. Buscó la llave en sus bolsillos.

– Ya les dije que no tengo nada que declarar -insistió.

– Ábrala, por favor.

El policía del aeropuerto se había retirado discretamente hacia el fondo del cuarto, y el oficial de aduanas permaneció de pie junto a Randall, observando cómo abría la cerradura de su maleta y zafaba los broches. Randall levantó la tapa.

– Aquí tiene. Ande y cerciórese por sí mismo.

El aduanero se adelantó a Randall y se paró frente a la maleta. Con eficiencia profesional, su mano se deslizó alrededor del interior de la maleta en busca de bolsas secretas o un fondo falso. Comenzó registrando camisas, calzones, calcetines, pijama. Extrajo varias carpetas de manila, las revisó y las volvió a poner en su lugar. Revolvió más al fondo, encontró algo, lo sacó, lo suspendió en el aire y lo hizo oscilar ante Randall.

Era la terrosa bolsa de cuero gris de Lebrun.

– ¿Qué es esto, Monsieur?

– Un simple recuerdo de Roma -dijo Randall apresuradamente, tratando de reprimir su inquietud-. No tiene valor para nadie; sólo para mí. Es un facsímile de un fragmento de un manuscrito bíblico. Soy coleccionista.

El oficial de aduanas parecía no estar escuchando. Abrió la bolsa, sacó el envoltorio de seda, lentamente lo desdobló y examinó el frágil fragmento de papiro que semejaba una hoja de maple. Su mirada rebasó a Randall, y, luego preguntó:

– C'est bien ça, Inspecteur Queyras?

El policía del aeropuerto se adelantó y asintió:

– Je le crois, Monsieur Delaporte. -Tenía en sus manos una de las tarjetas color de rosa que Randall había visto en el escritorio del control de pasaportes. Miró la tarjeta y se dirigió a Randall-: Monsieur Randall, es mi deber informarle que la República de Italia solicitó a nuestro Servicio de Investigaciones que estuviera alerta a la llegada de usted. La judicial italiana nos ha notificado que usted se apoderó de un invaluable tesoro nacional de Italia, sin permiso gubernamental para sacarlo del país y sin tener el derecho legal para poseerlo. Semejante acto está prohibido por la Ley italiana, y a usted se le impondrá una fuerte multa si alguna vez regresa a Italia. Sin embargo…

Randall escuchaba, petrificado por la incredulidad. ¿Cómo era posible que alguien en Italia hubiera sabido qué era lo que él tenía en su maleta?

– …el interés del Gobierno de Italia no es precisamente el interés del Gobierno de Francia -continuó diciendo en un inglés impecable el policía del aeropuerto, el inspector Queyras-. Lo que nos interesa a nosotros es que usted cometió un flagrant délit, lo que quiere decir que usted escondió en su equipaje un objeto de gran valor, que no lo declaró a nuestra aduana y que, de hecho, intentó contrabandearlo a Francia. Bajo nuestra Ley, esto es un delito, Monsieur, y se castiga…

– ¡Yo no escondí nada! -explotó Randall-. ¡No declaré nada porque no tenía nada de valor que declarar!

– Parece ser que el Gobierno de Italia tiene otro punto de vista acerca de ese papiro -dijo calmadamente el inspector.

– ¿Otro punto de vista? No hay otro punto de vista. ¿Qué saben ellos acerca de ese trozo de papiro? Yo soy el único que sabe. Se lo digo… escúcheme, no se hagan los tontos… ese fragmento que está en la bolsa no tiene ningún valor en términos de dinero; es una imitación, una falsificación que aparenta ser un original. No tiene valor para nadie; sólo para mí. Por sí mismo, intrínsecamente, no vale ni una moneda.

El oficial de Policía se encogió de hombros.

– Eso está por verse, Monsieur. Hay expertos en esta materia, y nosotros ya nos hemos puesto en contacto con uno de ellos para que haga un estudio y dé su opinión. Mientras tanto, hasta que esto se lleve a cabo…

Estiró el brazo frente al pasmado Randall y tomó el fragmento de papiro de manos del oficial de aduanas. Nuevamente lo envolvió en su cubierta de seda, y lo metió en la bolsa de cuero gris.

– …hasta que se haga un examen, Monsieur Randall, estamos confiscándole este objeto -concluyó el oficial de la Policía del aeropuerto.

Con la bolsa de cuero en la palma de su mano, se dirigió a la puerta del cuarto.

– ¡Espere! ¿Adónde va con eso? -demandó Randall.

El inspector se medio volvió desde la puerta.

– Eso es asunto nuestro, no suyo.

Randall sintió una creciente e incontrolable ira ante semejante injusticia. ¡Perder ahora el papiro, su preciada prueba, la evidencia del fraude, con esos estúpidos burócratas! ¡No debe ser; no puede ser!

– ¡No! -insistió Randall. De un salto agarró de un brazo al oficial del aeropuerto y lo zarandeó-. No, maldita sea, ¡no puede llevárselo!

Trató de tomar la bolsa. El inspector quiso apartarse, pero Randall le pasó un brazo por la garganta y comenzó a presionar, cogiendo la bolsa con la mano que tenía libre cuando el oficial la dejó caer.

Agarrándose la garganta, el oficial se tambaleaba hacia atrás, gritando:

– Bon Dieu, attrape cet imbécile!

Randall tenía la bolsa a salvo en el puño, pero en ese momento el aduanero arremetió contra él. Frenético, Randall lo esquivó, manoteando para ahuyentarlo. El aduanero lanzó maldiciones y se dejó ir nuevamente contra Randall aferrándole de un brazo, y repentinamente había dos hombres más, el guardia de la Sûreté que estaba afuera y el oficial de la Policía del aeropuerto, echándose encima de Randall, luchando con él, amedrentándolo, magullándolo contra la pared de yeso, sujetándolo por los brazos.

Tratando ciegamente de contestar la pelea, de luchar para liberarse de ellos, Randall vio cómo una rodilla se le venía encima. Trató de hacerse a un lado, pero la rodilla se estrelló contra su ingle. El dolor instantáneo, agudísimo, le provenía de los testículos y se le esparcía por los intestinos y por todo el cuerpo. Randall gimió, cerrando los ojos, intentando doblarse, sintiendo que la bolsa le flotaba entre los dedos y luego se perdía. Se deslizó hacia abajo, despacio, como en cámara lenta, hasta llegar al piso, y allí se encogió, jadeando como animal herido.

– Ça y est, il ne nous embêtera plus -oyó que decía la voz de un francés arriba de él-. Ya está, él no nos fastidiará más.

Dos de ellos lo habían tomado por los sobacos y lo estaban levantando del suelo para ponerlo de pie.

Le hicieron pasar los brazos a la espalda y lo estaban sosteniendo rígidamente. Gradualmente, sus ojos recobraron el enfoque. El ceñudo oficial de Policía del aeropuerto ya no estaba borroso. Otra vez tenía en su poder la bolsa de cuero gris y con ella estaba cruzando la puerta.

Randall lo siguió con los ojos. Otra figura, una figura conocida todavía distante, se acercaba. Era un hombre alto, austero que vestía una sotana negra. Era el dominee Maertin de Vroome por fin.

– ¡De Vroome! -gritó Randall-. ¡De Vroome, aquí estoy!

Pero el clérigo holandés no pareció darse cuenta. Se había detenido, cara a cara, frente al oficial policíaco, quien se estaba dirigiendo a él y mostrándole la bolsa de cuero. De Vroome escuchaba y asentía con la cabeza, y luego, junto con el oficial, se dio la vuelta y comenzó a alejarse.

– Esperen, por favor, suéltenme; tengo que verlo -Randall gritaba desesperadamente al oficial aduanero y al guardia que lo sostenían-. De Vroome me espera. Yo lo mandé llamar.

– ¿Usted lo mandó llamar? -dijo el aduanero divertidamente-. No lo creo. Porque nosotros fuimos quienes lo mandamos llamar.

Randall miró fijamente al aduanero, sin comprender.

– No sé de qué me está usted hablando. Debo verlo. -Hizo un frenético esfuerzo por soltarse, moviendo los brazos para liberarse, y en ese instante sintió un frío objeto de metal en las muñecas, cruzadas tras de sí. Entonces lo supo. Estaba esposado-. Debo verlo -suplicó Randall.

El aduanero asintió con la cabeza.

– Lo verá mañana, cuando usted sea llevado ante el juge d'instruction de París, el magistrado examinador, señor Randall. En este momento, usted está bajo arresto por la infracción aduanera de no haber declarado un objeto de gran valor y de haber intentado introducirlo de contrabando a Francia. Además, está arrestado por perturbar la paz pública y por agredir a un oficial de la Ley. Usted irá a la cárcel.

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