No fue sino hasta que su jet aterrizó sobre la mojada y resbalosa pista del Aeropuerto de Orly, en las afueras de París, cuando Steven Randall se sintió a salvo.
Sus experiencias en Italia habían sido molestas y amenazadoras. Ahora, todo había quedado atrás. Los pasajeros estaban bajando del avión a través de la rampa y pisando sobre suelo francés. A pesar de que Orly estaba comenzando a cubrirse de niebla y de que estaba cayendo una llovizna constante, era Francia y era hermosa. Francia significaba libertad. Se sintió liberado y aliviado por primera vez en muchos días.
Tomó su preciada maleta (no le había quitado la vista de encima al abordar su avión en Roma y había logrado que le permitieran llevarla consigo como equipaje de mano) y se reunió con los otros pasajeros que abandonaban la nave.
En unos cuantos minutos estaría con el dominee Maertin de Vroome; un aliado, su único aliado confiable, y juntos irían al laboratorio del profesor Aubert para abrir la bolsa de cuero. Con ello, las fuerzas de la luz tendrían su día y su arma, contra las hasta ahora dominantes fuerzas de la superstición.
Rápida y eficientemente, Randall fue transportado a la sala de llegadas y conducido al piso de arriba por la recepcionista francesa. Formándose en línea con los otros pasajeros, se paró sobre el andador automático que corría a lo largo del interminable corredor de peatones, y se bajó frente al letrero iluminado que decía: PARÍS.
Aquí, la actividad era intensa. Estaban los escritorios de fórmica roja que ya había visto antes, detrás de cada uno de los cuales había un police de l'air, que llevaba una gorra con una insignia alada, camisa color azul claro y pantalones azules. Eso era lo que los franceses llamaban el Filtro de Policía o control de pasaportes. Inmediatamente enfrente, debajo de otro letrero, DOUANES, o Aduanas, instalados en casetas color beige, estaban los oficiales franceses de aduanas, todos ataviados también con uniforme, estando visibles únicamente sus gorras con la insignia de una granada explotando sobre un cuerno de caza, así como sus chaquetas azul marino con botones plateados. Más allá, pasado el torniquete o puerta giratoria, Randall pudo observar los congregados grupos de visitantes y guías que esperaban la llegada de parientes, amigos, asociados de negocios y turistas.
Formándose para pasar el control de pasaportes, Randall estiró el cuello en busca de la alta e imponente figura del dominee De Vroome y su habitual sotana negra. Pero la multitud que esperaba era demasiado densa. No pudo encontrar a De Vroome; al menos no desde esa distancia.
Ahora se encontraba frente al escritorio, y un serio y aburrido police de l'air estaba estirando la mano. Randall soltó momentáneamente su maleta, buscó dentro del bolsillo interior de su chaqueta el pasaporte color verde de los Estados Unidos y lo presentó junto con la carte de débarquement. El policía dio vuelta a una o dos páginas del pasaporte, examinó la fotografía de Randall (que odiaba esa foto porque tenía ocho kilos más de peso cuando se la tomaron), la comparó con la apariencia personal de Randall, revisó una misteriosa hilera de tarjetas cuadradas color de rosa que estaban ordenadas en carpetas al frente del escritorio, echó un vistazo a Randall por segunda vez y finalmente asintió con la cabeza. Reteniendo la tarjeta amarilla de desembarque, el oficial devolvió a Randall su pasaporte y le hizo un gesto para que se dirigiera a las casetas de aduanas. Luego, el policía se puso de pie y abandonó su puesto, ante las protestas de los otros pasajeros que estaban esperando en la fila.
Randall tomó nuevamente su maleta. Con la mano libre extrajo del bolsillo de su chaqueta la hoja de declaraciones, y se dirigió hacia la caseta de aduanas más cercana, mientras continuaba buscando al dominee De Vroome entre la multitud de visitantes.
Todavía sosteniendo su maleta, Randall extendió el documento al oficial, ansioso por terminar con esa formalidad y entregarse a los asuntos cruciales de esa tarde. Pero el oficial de aduanas, al recibir la hoja de declaraciones, no prestaba atención, distraído por uno de sus colegas que estaba detrás de él. Por fin, el oficial se volvió, dispuesto a prestar toda su atención a la declaración de Randall.
El oficial levantó la vista.
– ¿No tiene más equipaje que reclamar abajo, Monsieur? ¿Ésta es su única maleta?
– Sí, señor. Únicamente esta pieza que tengo conmigo. Estuve fuera sólo unos días. -Le disgustó dar esas explicaciones nerviosas, pero los oficiales de aduana, no solamente aquí sino en todas partes, lo hacen a uno sentirse culpable sin razón-. Es sólo lo que necesitaba para pasar la noche -agregó, elevando más su maleta.
– ¿No se ha excedido usted del límite de importación de 125 francos? ¿No compró artículos, ni recibió regalos o adquirió valores en Italia que rebasen esa cantidad?
– Exactamente como lo asenté en la hoja -dijo Randall con un asomo de molestia-. Sólo traigo mis efectos personales.
– ¿Nada que declarar? -insistió el oficial.
– Nada -el disgusto de Randall iba en aumento-. Usted tiene mi declaración. Lo puse claramente y bajo juramento.
– Sí -dijo el aduanero, poniéndose de pie y llamando en voz alta-: ¡Maurice! -Salió de su caseta, esperó a que otro aduanero más joven lo reemplazara y se aproximó a Randall-. Por favor, sígame, Monsieur.
Perplejo, Randall iba pisándole los talones al oficial mientras cruzaban la puerta, después de haber pasado a empujones entre la masa de visitantes. Una vez más, Randall trató de buscar a De Vroome para solicitar su ayuda y salir de esos formalismos burocráticos, pero De Vroome no se veía por ninguna parte.
El oficial de aduanas hizo señas a Randall para que lo alcanzara. Éste, disgustado por la continua demora, repentinamente se dio cuenta de que otro oficial lo estaba flanqueando, reconociendo en él al delgado y flemático policía con quien había hablado en el control de pasaportes.
– Oigan, ¿qué está sucediendo aquí? -protestó Randall.
– Vamos abajo -explicó llanamente el aduanero-. Una mera formalidad.
– ¿Qué formalidad?
– Revisión rutinaria de equipaje.
– ¿Por qué no hacerlo aquí mismo?
– Impediría el flujo del tráfico. Tenemos cuartos especiales a un lado de la sala de entrega de equipajes -se dirigió hacia la escalera-. Si hace el favor de seguirme, Monsieur.
Randall titubeó, mirando fijamente al oficial, y luego se volvió para recorrer con la vista al policía del aeropuerto que acababa de aparecer a sus espaldas. Se percató de que no podría resistirse. Cargando su maleta, comenzó a caminar entre los dos uniformados. Al descender por la escalera eléctrica tuvo el primer presentimiento del peligro, y la aprensión que él creyó haber dejado atrás en Italia comenzó a invadirlo gradualmente aquí, en Francia.
Al cruzar el bullicioso piso principal de la terminal aérea, en dirección al letrero que decía SORTIE Randall protestó una vez más.
– Creo que están cometiendo un error, caballeros.
Los oficiales no respondieron. Lo condujeron hacia el amplio salón donde los pasajeros estaban recuperando sus equipajes de las bandas móviles, y luego lo guiaron hacia una serie de cuartos vacíos que tenían las puertas abiertas y que estaban recatada, casi discretamente alineados a lo largo del muro más distante. Junto a una puerta abierta, un gendarme (agent de police o Sûreté Nationale, Randall no pudo discernir) estaba en guardia, con una porra y una pistola claramente visibles. El gendarme inclinó la cabeza mientras el oficial de aduanas y el policía del aeropuerto escoltaban a Randall hacia el interior del cuarto.
– ¿Me quieren decir ahora por qué estoy aquí? -exigió Randall.
– Ponga su maleta en la mesa que está allá -dijo tranquilamente el aduanero-. Por favor, ábrala para que la inspeccionemos, Monsieur.